Se cumplen 125 años del nacimiento de H. P. Lovecraft, probablemente, junto a Poe, el mayor autor de la literatura fantástica y terrorífica. Pero el autor estadounidense es también el creador de una de las mayores imposturas literarias de la historia: El Necronomicón, un supuesto tratado ocultista escrito por un árabe demente. Durante décadas miles de personas creyeron que dicho libro existía realmente y lo buscaron desesperadamente.
Repasamos, a continuación, la historia de éste y otros famosos libros que nunca existieorn… porque nunca fueorn escritos.
La biblioteca de Sherlock Holmes
Una de las bibliotecas imaginarias más famosas está en Londres, en el 221 B de Baker Street, donde residía Sherlock Holmes, el detective de ficción creado por Arthur Conan Doyle. Holmes (según los relatos de Doyle) empleaba su tiempo libre en tocar el violín, en dormitar bajo los efectos de la morfina, y en escribir tratados en los que compilaba su sabiduría. Entre las obras supuestamente escritas por el detective figuran títulos como El arte de las pesquisas, Sobre las diferencias entre las cenizas de diversos tabacos, La utilidad de los perros en el trabajo del detective y Acerca de la escritura críptica. Ninguno de estos libros existe, pero, de haber sido reales, hoy serían clásicos de la criminología.
François Rabelais (1494-1553) usó en su obra Gargantúa y Pantagruel los libros imaginarios para satirizar las costumbres de su época. Así, Pantagruel leía volúmenes de nombre y contenidos tan curiosos como Ars honeste petandi in societate, que supuestamente trataba sobre el modo correcto de tirarse ventosidades en público, De modo cacandi, que eleva a la categoría de arte una actividad fisiológica tan común como es aflojar el esfínter, y Campi clysteriorum, ficticio manual para enseñar a poner supositorios.
El catálogo de John Donne
Aunque parezca extraño, estas bromas literarias eran bastante habituales. Ya en 1650, el poeta británico John Donne publicó un catálogo similar, que tituló «Catalogus librorum aulicorum incomparabilium et non vendibilium», y formado por treinta y cuatro volúmenes imaginarios atribuidos a autores célebres (como Pitágoras) y con tÌtulos tan apetecibles como «Propuesta para la eliminación de la partícula no de los Diez Mandamientos», supuestamente escrito por el padre del protestantismo, Martín Lutero. Cómo se aprecia, la imaginación no escaseaba en aquellos tiempos.
El catálogo del conde Fortsas
En 1840 comenzó a circular por las librerías de Bélgica y Francia un catálogo formado por cincuenta y dos incunables literarios, que incluía obras atribuidas a Cicerón. Aquel tesoro (el sueño de todo coleccionista) provenía de la biblioteca del conde J. N. A Fortsas, e iba a subastarse el 10 de agosto en el despacho del notario de Binche, una pequeña y apacible localidad belga. Llegó el dÌa, y un buen número de libreros y coleccionistas de toda índole se dieron cita en Binche. Pero cuál no sería su sorpresa al descubrir que en el pueblo no vivía notario alguno, y que nadie había oído hablar de una subasta. Todo había sido una broma pesada organizada por el comandante Renier-Hubert Ghislai Chalon, un militar retirado, aficionado a tomarle el pelo a todo el mundo, y cuya imaginación habÌa alumbrado todos los tÌtulos, y el contenido de los libros, del ficticio catálogo.
De haber existido, el Necronomicón sería el best-seller de los libros jamás escritos. Encuadernado en piel humana y escrito con sangre, el Necronomicón era un supuesto códice ocultista para invocar a los primordiales, entidades demoníacaón del ser humano. El ficticio autor de tan macabra obra era Abdul Alhazred, un árabe del siglo XII, que enloqueció tras pasar cuatro años vagando por unas cuevas subterráneas, donde se supone que habÌa descubierto la existencia de ìlos primordiales. La primera persona que mencionó el Necronomicón fue el escritor Howard Philip Lovecraft en su relato «El sabueso», publicado en 1922. Las referencias a este libro blasfemo y maldito (con la facultad de enloquecer a todo desdichado que osara leerlo) fueron constantes en la obra del escritor de Providence. Constantes y minuciosas, ya que Lovecraft llegó incluso a escribir la cronología del Necronomicón, en la que detalló cómo, a través de los siglos, fue pasando por las manos de diversos personajes (monjes, traductores, coleccionistas…) hasta acabar desapareciendo misteriosamente. Como era de esperar, los rastreadores de rarezas se pusieron tras la pista del libro. Una pista que no conducía a ninguna parte, ya que, como el propio Lovecraft confesó en 1943 en una carta a su editor, el libro blasfemo no existía; era una invención suya, para darle credibilidad a sus relatos terroríficos. Pero la confesión del propio Lovecraft no sirvió para poner fin a la leyenda, ya que muchos aficionados a la literatura de terror siguieron creyendo en la existencia del libro. Jorge Luis Borges confesó cómo con dieciséis años, fascinado por la obra de Lovecraft, recorrió las bibliotecas de Buenos Aires buscando el libro maldito? Lógicamente, no lo encontró; pero, ya que no pudo volver a su casa con un libro de recetas mágicas, lo hizo con otro de recetas de cocina, para que la salida no hubiera sido en vano. La anécdota de Borges ejemplifica la fascinación que el «Necronomicón» ha ejercido y ejerce sobre miles de lectores. Fascinación que compartió René Chalbaud, catedá·tico de Literatura de La Sorbona de París, a quien en 1971 casi le dio un síncope cuando en la biblioteca de la Universidad encontró una amarillenta ficha que indicaba que existía un ejemplar del libro entre los fondos sin clasificar. La noticia corrió como la pólvora, y a la Universidad acudieron decenas de investigadores atraídos por el hallazgo, como moscas a la miel. Debió ser divertido ver la expresión de sus rostros cuando descubrieron que todo había sido una broma de un alumno con ganas de burlarse de sus mayores.
Ya sea como ejercicio creativo, o para tomarle el pelo a sus contemporáneos, el inventarse libros que nunca han existido es un juego culto que practican muchos escritores, y que crece gracias a la rumorología. Así, se lleva años hablando del manuscrito de la novela que el mexicano Juan Rulfo supuestamente escribió después de «Pedro Páramo», y autores como Umberto Eco han usado con frecuencia en sus obras los libros imaginarios, como las inexistentes obras del ficticio Adeonato Lampustri en «El péndulo de Foucault». Pero en el arte de inventarse libros inexistentes nadie le gana la partida a Jorge Luis Borges. Como ya se dijo, en su juventud el autor argentino creyó en la existencia del Necronomicón; pues bien, con los años se tomó cumplida revancha al crear un género que algunos expertos han bautizado como ìliteratura virtual, con libros como «Examen de la obra de Herbert Quain», y «Pierre Menard, autor del Quijote», en las que el escritor analiza las obras inexistentes de unos autores a su vez inexistentes. ¿Se puede rizar el rizo? SÌ, y lo hizo el propio Borges, recurriendo al testimonio cómplice de otro autor que se prestó al juego, Bioy Casares. Entre ambos se inventaron a un escritor, H. Bustos Domecq, y se tomaron la libertad de escribirle varios libros. ¿El resultado? Los lectores creyeron en la existencia de dicho autor y se acercaron a las librerías en busca de más obras de Bustos Domecq. Borges habÌa llevado el arte de crear libros imaginarios a su máxima expresión.
¿A alguien le gustaría leer un libro escrito en Venus? Que no lo busque en ninguna librería ni biblioteca, porque no lo encontrar·, ya que se trata de otra de las grandes imposturas de la historia de la Literatura. «Las estancias de Dzyan» es, supuestamente, un texto escrito y encriptado por seres interestalares, un compendio de conocimientos cuya revelación, se dice, destruiría los pilares de nuestra civilización. Semejante libro fue una invención de Emile Boit Bailley un poeta francés de finales del XVII aficionado al ocultismo. Al igual que siglos después hizo Lovecraft, Bailley se inventó este libro para dar veracidad a sus ficciones; más aún: introdujo la posibilidad de que bajo la cordillera del Himalaya existiera una cripta subterránea donde un grupo de maestros de la sabiduría custodiaban una biblioteca repleta de libros prohibidos. Un relato de ciencia ficción en cuya veracidad creyó mucha gente. Pero la persona que más hizo por la causa de dar veracidad a este libro imaginario es Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891), personaje muy popular en la Europa de finales del XIX gracias a sus presuntos poderes mentales. Madame Blavatsky actuaba en circos y teatros, y conseguía llenos absolutos merced a números tan espectaculares como incendiar objetos con la mirada y hacer levitar a una persona con sólo levantar la mano. Según ella, sus poderes eran auténticos, y los había adquirido en la India estudiando «Las estancias de Dzyan». Madame Blavatsky explotó aquella historia hasta la náusea, asegurando que su vida estaba amenazada por personajes poderosos que pretendían arrebatarle su libro. El destino le echó una mano en su impostura, ya que, en 1870, naufragó en Suez el barco en que ella viajaba, y la vidente aseguró que el accidente había sido provocado. Y en 1871, mientras actuaba en Londres, sufrió un atentado: un hombre le disparó con una pistola. Ella salió ilesa, pero el agresor aseguró que habÌa actuado como un autómata, impelido por una fuerza telepática. Meses después, un amigo de la vidente, el coronel Henry Coll, declaró que había sido un montaje de Madame Blavatsky para darse publicidad. La psíquica falleció en París, en 1891. Sus seguidores buscaron entre sus pertenencias algún rastro del mÌtico libro, pero no lo encontraron. ¿Tal vez porque nunca existió?