El amor más sincero que se conoce es el que se tiene por la comida; y si no, que se lo pregunten a quienes alguna vez la han echado en falta. Muchas veces nos obsesionamos con lo que marcan las etiquetas de los alimentos que consumimos, contamos sus calorías, calculamos según sus fechas de caducidad, nos fijamos en sus componentes o, simplemente, nos inclinamos por sus marcas.

Y eso, a pesar de nuestra adorada dieta mediterránea, considerada como una de las más equilibradas, gracias a la cual consumimos 19 litros de aceite –el 61% de oliva–, 46 kilos de pan, 57 de carne y 26 de pescado por persona y año. Pero, ¿cuántas veces nos detenemos a preguntarnos sobre el origen de lo que comemos? Probablemente, la respuesta sea que muy pocas.

Desde los alimentos más tradicionales o de consumo diario hasta los emblemas indiscutidos de la comida rápida, pasando por las costumbres culinarias que traen consigo los millones de inmigrantes que viven aquí –enamorados, por cierto, de la paella y de la tortilla de patatas, según un informe del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación–, todos tienen algo que contar respecto a su pasado.

Pura causalidad, capricho de su “inventor”, homenaje real o agradecimiento nobiliario han sido algunos de los pintorescos orígenes de los alimentos que hoy disfrutamos. Para el futuro, además, tendremos que familiarizarnos con el origen de los nuevos alimentos que llegan: el rambután malayo, el mangostán indio, el cuscús magrebí… Pasen y lean. O mejor, pasen y degusten.

Paella: el regalo de la huerta valenciana para el mundo

Alex Tihonovs / EyeEm

De este plato, valenciano por antonomasia, no hay datos anteriores al siglo XVIII, aunque paradójicamente en aquella época la olla quitaba todo el protagonismo a la sartén. Este último recipiente se llama paella en valenciano, o sea, que estamos frente al clásico caso en que el plato adquiere el nombre del utensilio en que se cocina. Los valencianos lo llaman “caldero”, y afirman que la “paellera” es sólo un castellanismo ajeno a este manjar. A pesar de que en la actualidad este delicioso plato tiene múltiples variantes, los elementos básicos desde los inicios fueron siempre tres: el arroz, el aceite y la paella (sartén), utensilio imprescindible porque permite que el agua se evapore homogéneamente. De origen rural, los campesinos, sus inventores, añadían al arroz las verduras que cosechaban en sus huertos. Más tarde agregaron carnes de los animales que criaban en sus corrales, como conejos y gallinas. A orillas de La Albufera le añadieron marisco.

Lentejas: un remedio contra el hambre

Enrique Díaz / 7cero

Las lentejas son consideradas las legumbres más antiguas del mundo gastronómico. Originarias de Asia Menor, constituían el alimento básico del pueblo llano, que hacía de ellas un plato muy habitual. Rápidamente llegaron a los paladares de Egipto, Europa, Etiopía, Afganistán, norte de India y Pakistán. Aunque hay teorías que afirman que ya se conocían desde tiempos prehistóricos, como demuestran algunos jeroglíficos del 2000 a. C. Los egipcios dieron fama a esta legumbre, ya que fueron sus primeros exportadores. Los romanos y griegos no mostraron mucho interés por ella; y más aún: la tenían por alimento humilde, sólo para las clases más bajas. Por lo mismo, los filósofos que hacían gala de austeridad las degustaban públicamente como símbolo de su parco estilo de vida. Tras épocas de escasez, las lentejas volvieron a seducir a todos, aunque en el siglo XVII sólo se destinaban a la alimentación animal. Sin embargo, las vacas flacas regresaron después de la Revolución Francesa, y volvieron a colocar a las lentejas como plato habitual de toda la población.

En el Nuevo Testamento ya encontramos noticias de las lentejas. Ahí se refiere la historia de Esaú, que vendió a su hermano Jacob los derechos de su primogenitura por un plato de esta legumbre.

Gazpacho: su origen es árabe

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La palabra mozárabe “gazpacho” significa “trozos, fragmentos”, por lo que se presume que su verdadero origen es árabe. Como realmente no hay una fecha para el nacimiento de tan exquisito plato, queda siempre la referencia más lógica: no pudo ser antes de 1492, ya que algunos de sus principales ingredientes se trajeron de América.

Al provenir la materia prima de allende los mares, la primera mesa fue la de los nobles, pero no tuvo demasiada aceptación; aún no sabían que, andando el tiempo, los endocrinos lo considera­rían perfecto para climas cálidos. Cada zona andaluza tiene su gazpacho: sevillano (añaden pepino picado); malagueño, o “ajo blanco” (agregan almendras y ajos); y cordobés, o “salmorejo” (incorporan naranja, huevo duro y jamón).

La empanada: una delicia gallega

© Santiago Urquijo

Las historias del Camino de Santiago cuentan que, ya por el siglo XII, los peregrinos tenían un estímulo más para dirigirse a Santiago de Compostela: el agradable olor a pan que les recibía cuando se acercaban a su destino. Aunque su origen real aún es incierto, los datos más fiables los encontramos en las tallas del Pórtico de la Gloria y del Palacio de Gelmírez, anexo a la catedral de Santiago.

Allí se representan comensales deleitándose con grandes panes. Es bastante probable que antiguamente estas masas enormes fueran vaciadas y llenadas con algún guiso, lo que permitía que los alimentos se conservaran dentro de estos panes horneados. La típica y más popular es la rellena con atún. Sin embargo, no faltan entusiastas de las empanadas de zamburriñas, vieiras, lomo, bacalao con pasas, berberechos, chicharrones… Y antes, se podían encontrar incluso de lamprea.

Pizza: el secreto está en Margarita

Alberto Bogo

Esta conocida masa de pan se elabora según una antiquísima receta napolitana que ha dado la vuelta al mundo. La base de pizza más clásica y antigua es la napolitana, inventada en 1733 por el cocinero italiano Vincenzo Corrado, que fue el valiente pionero que se atrevió a hornear tomates triturados.

Más fama tiene, sin embargo, la variedad llamada Margarita. Su creador fue Raffaele Esposito, quien, hacia 1880, en tiempos del rey Humberto I, quiso ganarse la simpatía de doña Margarita, la primera reina de Italia. Así, elaboró una pizza de lo más patriota: tomate, mozzarella y albahaca, que teñían la mesa con los colores de la bandera italiana. Por supuesto, le otorgó el nombre de su reina.

El yogur: de alimento de los nómadas a capricho del urbanita

Arx0nt

Este producto lácteo que tiene más de 4.000 años de antigüedad, siempre asociado a la dieta mediterránea, tiene sus orígenes como alimento cotidiano en Turquía y Bulgaria. Un cautivo español del siglo XVI observaba en sus escritos sobre su estancia en Turquía: “Los turcos, leche dulce toman muy poca, pero agria comen tanta que se hartan”. Tras ellos, fueron los hunos quienes lo mejoraron, dejándolo fermentar durante más días y añadiéndole frutos secos, especialmente almendras, para elaborar, así, su postre favorito. El yogur se convirtió también en el manjar de la dieta de los nómadas de las estepas centrales de Asia, que valoraban su aporte nutritivo y, más tarde, de la cocina bizantina.

Después, los hindúes mostraron su talento para disfrazar su sabor agrio. Un buen día añadieron trozos de frutas a la leche fermentada, y así alumbraron los yogures de sabores.

En Pakistán –aquí, el valle de Hunza– utilizan la piel de cabra para hacer que la leche fermente y se convierta en yogur.

Hamburguesa: un filete de vaca al estilo de Hamburgo

Burcu Atalay Tankut

Tiene pésima fama entre los más amantes del arte culinario, pero, qué demonios, se trata de un alimento que saca de apuros. La hamburguesa que conocemos en la actualidad proviene de los primeros inmigrantes alemanes que llegaron a Estados Unidos en el siglo XIX, quienes introdujeron el “filete americano al estilo Hamburgo”.

Pero, ¿cómo se les ocurrió esta idea? Cinco siglos antes, las tribus mongolas y turcas, con el fin de hacerla más comestible, picaban en tiras la carne de baja calidad del ganado. Los tártaros, de origen ruso, llevaron esta receta a Alemania, donde en 1891 Otto Kuasw, un cocinero del puerto de Hamburgo, elaboró un bocadillo que hizo las delicias de los marineros: un filete de carne picada de vaca y un huevo encima. Los hombres de mar pronto les enseñaron este truco a los cocineros del puerto de Nueva York. A principios de los años 20 abrió en Kansas la primera cadena de hamburgueserías, White Castle.

Croissant: no es francés, que es austríaco

Oksana Vejus / EyeEm

En 1683, los soldados otomanos pugnaban por conquistar Viena. Para ello, decidieron cavar un pasadizo bajo las murallas de la ciudad, en el que trabajaban por la noche sin reparar en que los panaderos también realizaban su oficio a esas horas y dieron la voz de alarma.

El Emperador de Austria, Leopoldo I, en recompensa, homenajeó a estos artesanos; y ellos, agradecidos, crearon dos tipos de pan: uno que llamaron “emperador” y otro, el croissant, o “media luna”, como burla al símbolo de los turcos.

Chocolate: el regalo de los dioses

John Seaton Callahan

Hace 3.000 años, los olmecas, una de las más antiguas culturas precolombinas, que ocupaban el área selvática del golfo de México, fueron los primeros en cultivar el árbol del cacao. Tras su desaparición, la civilización maya se asentó en una extensa zona que iba desde la península de Yucatán (México) hasta la costa pacífica de Guatemala. Los mayas creían que el árbol del cacao pertenecía a los dioses, y que las vainas de su tronco eran un regalo divino para el hombre. Ya por el año 300 de nuestra era, esta cultura grababa en sus palacios y templos imágenes de vainas de cacao, que para ellos simbolizaba la vida y la fertilidad. Con su semilla, los mayas crearon una especie de brebaje amargo, sólo reservado para reyes y nobles. En torno al año 900 d. C., los toltecas, seguidos de los aztecas, se establecieron en el antiguo territorio de los mayas tras la caída de estos como imperio. Los aztecas consideraban el chocolate como un regalo del dios Quetzalcóatl, quien, expulsado del paraíso, ofreció el árbol del cacao a los hombres.

Al parecer, el propio Colón fue agasajado a su llegada a América con unos frutos ovalados de color marrón con los que se elaboraba una bebida amarga que los indígenas llamaban xocolatl, obtenida de tostar el fruto y añadirle agua, harina y especias. Se tomaba fría y espumosa, por lo que se tiraba desde la altura de la cabeza, como se hace con la sidra. Cuando Hernán Cortés llegó a México, los indígenas lo confundieron con Quetzalcóatl y se desvivieron para ofrecerle esta apreciada bebida en un vaso de oro. Su introducción en Europa fue por medio de un monje que viajaba con la expedición, quien mandó una muestra a su monasterio, en España. Con el tiempo se realizaron experimentos como el de separar la manteca del cacao y hacer una mezcla que resultó ser maleable, gracias a lo que se obtuvo la tableta de chocolate.

Palomitas de maíz: aumentan su tamaño hasta 30 veces

Vedrana Sucic / EyeEm

Se trata de una clase de maíz denominado pira, que se utilizó por primera vez con fines comestibles en Perú, según atestiguan semillas antiguas halladas en la zona. Al parecer, una de las sorpresas de Colón y sus acompañantes al llegar a América fue que observaron que los indígenas cultivaban esta planta, para los españoles aún desconocida, y cuyas semillas se co­mían tiernas o maduras, enteras o molidas, e incluso en forma de bebida. Pero la manera más extraña de consumirla era calentando una clase particular de grano, que con el calor explotaba y daba lugar a rosetas, o flores. No sólo se las comían, sino que también las utilizaban para esparcirlas en las ceremonias y rituales religiosos, y para uso meramente decorativo.

Los indígenas del actual Perú, preincaicos, consumían las semillas del maíz de muchas maneras diferentes.

Redacción QUO