Madrás (India), año 1748. El soldado James Gray fue herido de bala durante el combate. Cuando los sanitarios le quitaron el uniforme para curarle, descubrieron que era una mujer. Su nombre real era Hannah Sneak, y se había enrolado disfrazada de hombre para huir de las deudas que le dejó su marido al abandonarla. De regreso a Inglaterra, la chica fue contratada en un teatro para protagonizar un show, Amazona de la India, en el que, vestida de uniforme, entonaba cánticos militares y enseñaba al público como se manejaban el mosquete y el sable. Su popularidad fue inmensa, y llegó a tener un museo en su ciudad, Croydon, y a posar para un grabado que se vendía en los salones londinenses.

Pero su caso no fue único. Muchas mujeres lucharon durante los siglos XVIII y XIX en diferentes guerras, haciéndose pasar por hombres. Y viajando hacia atrás en el tiempo, los historiadores han descubierto que en la Roma imperial existieron gladiadores femeninos, y que en la Francia del XVII hubo damas que se convirtieron en hábiles espadachinas. En definitiva, mujeres que sajaban cuellos y ensartaban corazones con una fiereza y una naturalidad tales que, a su lado, las modernas heroínas del cine y los videojuegos (las Lara Croft, Trinity y similares) no pasan de “mosquitas muertas”.

Morituri te salutant
En noviembre de 2000, unos arqueólogos descubrieron a orillas del Támesis una tumba romana con joyas, armas, y otros atributos propios de los gladiadores. Pero lo más sorprendente fue que los restos allí enterrados pertenecían… ¡a una mujer! Ya existían pruebas en las crónicas históricas sobre la existencia de mujeres gladiadoras, pero los de Londres son los primeros restos que aparecen de una de ellas.

En un primer momento, las mujeres fueron utilizadas en la arena del circo como objeto de mofa y escarnio, ya que eran obligadas a luchar contra enanos o a enfrentarse a las fieras con una antorcha como única defensa. Las primeras mujeres que fueron consideradas en el circo romano como auténticas luchadoras fueron las cautivas nubias. En el Satyricon, Petronio cuenta cómo estas atléticas negras se enfrentaban en la arena conduciendo carros de caballos contra soldados de infantería.

El auge de las mujeres gladiadoras se produjo en la era del emperador Domiciano (Titus Flavius Domicianus), quien gobernó Roma entre el 81 y el 96 d. C. La novedad fue que estas luchadoras ya no eran esclavas, sino mujeres libres que abrazaban esta sangrienta profesión atraídas por la posibilidad de enriquecerse, ya que, por cada combate del que salían victoriosas, recibían mil piezas de oro. Combatían con los senos al aire, y se enfrentaban con las mismas armas que sus colegas masculinos (tridentes y unas espadas cortas llamadas gladium), y algunas llegaron a convertirse en consumadas “matarifes”. Tal fue el caso de Achilia y Amazonia; según las crónicas, las gladiadoras más famosas de la época.

Pero la presencia de mujeres en la arena no fue del agrado de toda la sociedad: muchos pensaban que era un síntoma de degradación  social. Y así, en el 200 d. C., el emperador Séptimo Severio prohibió los combates de gladiadoras, por considerarlos inmorales.

¡En guardia!
¿Inmorales? Sería curioso saber qué le ha­brían parecido al emperador Severio los espectáculos que en el siglo XVIII se celebraban en los burdeles parisinos. Si actualmente está de moda la lucha femenina en el barro, en aquella época lo que se estilaba era ver cómo dos chicas se batían con espadas, mientras el público apostaba por su contendiente preferida. Estos duelos se realizaban a “primera sangre”, es decir, ganaba la que marcaba el seno de su rival con la inicial de su nombre.

Pero más allá de este espectáculo morboso, hubo también mujeres que hicieron de los “duelos de honor” un estilo de vida; y la más famosa de todas fue Mademoiselle de Maupin. Su auténtico nombre era Thérèse de Aubigny (1670-1707), y fue una cantante parisina que cultivó una doble vida, ya que, por las noches, se transformaba en su álter ego: la Maupin. Se disfrazaba con ropas de hombre y acudía a las tabernas y a los salones de la alta sociedad a practicar su afición preferida: seducir a hermosas damas. Sus hazañas de alcoba fueron paralelas a sus gestas como duelista, ya que fue una esgrimista consumada que se batió con maridos engañados, amantes despechados y petimetres de diversa índole. En su biografía, escrita por Theophile Gautier, el autor le atribuye veintiocho duelos, de todos los cuales salió victoriosa e indemne.

Pero la Maupin no fue la única mujer que se batió por cuestiones de honor. Así, los historiadores cuentan cómo, en 1653, mademoiselle Leriet, una joven que había sido ultrajada por su galán, salió a buscarle armada con una pistola. Pero en vez de vengarse a sangre fría, ella le dio la ocasión de coger un arma y defenderse antes de matarle. Otro duelo célebre fue el que libraron la condesa de Polignac y la marquesa de Nesle, dos aristócratas que rivalizaban por el amor del duque de Richelieu, y que se batieron con pistolas en el bosque de Boloña. Ganó la marquesa.

La bolsa o la vida
Y mientras algunas mujeres francesas mataban o morían por cuestiones de honor, en Inglaterra había otras que no tenían el menor escrúpulo en abrazar una profesión tan “poco honorable” como la de salteador de caminos. La más célebre de estas bandoleras fue Katherine Ferrers, apodada “la dama perversa” por su vida de delito y disipación, y que, con catorce años, fue obligada a casarse con un maduro hacendado de Hertfordshire. Aburrida de la vida matrimonial, y aprovechando las constantes ausencias de su marido, Katherine fue pasando de un amante a otro, hasta que a los veintidós años conoció al amor de su vida, el capitán Ralph Chaplin, un militar convertido en forajido. Pasó de simple amante a ser su cómplice, y juntos se convirtieron en el terror del condado. Embozados y armados con pistolas, se apostaban en los caminos y desvalijaban los carruajes al grito de: “¡La bolsa o la vida!”. Hay que decir que ella era rica, y que lo hacía por pura diversión.

Pero una noche cayeron en una emboscada. Y aunque ella huyó, el capitán fue apresado y ahorcado, sin llegar a revelar nunca la identidad de su cómplice. Katherine siguió ejerciendo de salteadora en solitario hasta que, en una de sus incursiones, fue mortalmente herida. Sus sirvientes la enterraron en los alrededores de su mansión, donde, según la leyenda, sigue escondido su botín.

Fenómenos de feria
Durante los siglos XVIII y XIX, las mujeres musculosas, forzudas o capaces de noquear a un hombre con sus puños eran consideradas como fenómenos dignos de exhibirse en una feria. Así, ya en 1890, en Londres, existía un espectáculo en el que una luchadora rubia llamada Nellie ofrecía cinco libras a cualquier hombre que fuera capaz de vencerla.

Por la misma fecha, en Viena, Katherine Brumbach, alias “Sandwina”, ofrecía cien marcos a quien pudiera derrotarla. Nadie logró ganar ese dinero; pero entre quienes lo intentaron se encontraba un tal Max Heymann, quien, además de recibir una paliza de esta “sansona”, acabó convirtiéndose en su marido. “Pensé que iban a ser los cien marcos más fáciles de ganar de toda mi vida”, relató Heymann a un diario austríaco de la época. “Subi al ring y lo único que recuerdo es verme girando en el aire para acabar tendido sobre la lona. Cuando abrí los ojos, vi a Katherine agachada sobre mí, diciéndome: ¿Te has hecho daño, cielo? Luego, me levantó en brazos y me llevó a su tienda.” Una emotiva historia que demuestra que la fuerza física no está reñida con la ternura.

Las forzudas y luchadoras siguieron siendo una atracción habitual en circos y ferias hasta bien entrado el siglo XX. Una de las últimas mujeres que se dedicó a esta singular profesión fue la irlandesa Polly Fairclaugh. Levantaba ponis a pulso, y boxeaba con cualquier hombre que quisiera pelear con ella. Cuentan los cronistas que llegó a librar más de treinta combates en un solo día,  que se enfrentaba con estibadores, camioneros y granjeros. Nunca fue derrotada, y se retiró poco después de la Primera Guerra Mundial, tras casarse con el púgil irlandés Tommy Burns.

Athleta (Bélgica, 1868-1905)

Cargaba sobre sus hombros una barra de pesas con cuatro fornidos hombres suspendidos de ella.

Las hijas de Athleta (Bélgica)

Luisa, Ana y Brada, en pose rubensniana. Actuaban en el Folies Bergère de París, junto a su madre.

Caroline Bauman (Canadá, 1892-1931)

Hacía ejercicios con pesas, y dicen que rompía una gruesa baraja de naipes con las manos. 

Josephine Blatt Alias “Minerva” (Estados Unidos, 1869-1923).

Pesaba 204 kg, rompía herraduras y hacía estallar cadenas de acero con el pecho.

Joanna Rhodes (Estados Unidos, 1920)

Una auténtica bestia: doblaba barras de hierro con los dientes, y de un puñetazo hundía clavos en la pared.

Madame Ali-Braco (Francia) Alias “la Mujer Cañón”.

En 1895 triunfó en el mundo del circo levantando una pieza de artillería con  los dientes.

Elvira Sansoni (Bolonia, Italia, 1874-1945)

Formaba un arco con su cuerpo y levantaba un piano colocado sobre su  pecho.

Katie Loorberg (Irlanda, 1881-1922)

Esta “grácil damisela” lanzaba unas pesadas bolas de cañón con la simple fuerza de sus brazos.

Gertrude Leandros (Amberes, Bélgica, 1882-1954)

Sus bíceps medían 37,5 cm, y demostraba su fuerza levantando a su marido a pulso.

Sandwina (Austria, 1884-1952)

Lanzaba al aire bolas de acero y las  recogía con la nuca. También doblaba barras de hierro de 14 cm de grosor.

Madame Anni (Nueva Orleans, EEUU,1848-1911)

Su socio era un gigantón al que levantaba agarrándolo por una pierna.

Madame Perlane (Francia)

Esta sansona de inicios del siglo XX sostuvo sobre su espalda un cañón de 105 kg mientras lo cargaban y disparaban.

Ivy Russell

Fue la primera mujer propietaria de un gimnasio. Medía 1,67 m, pesaba 57 kg, y sus bíceps eran del tamaño de los del púgil Max Schmeling.