Mirando atentamente su foto, y tras su serio semblante, pocos podrían adivinar la clase de hombre que llegó a ser Salomon August Andrée. De su cara, adornada con unos prominentes bigotes de tipo morsa, no podríamos vislumbrar el hambre de conocimientos, aventuras y arriesgadas hazañas a las que se lanzó durante su azarosa vida. Andrée era un tipo inconformista. Le gustaba indagar en las causas de las cosas, y siempre que pudo prefirió comprobarlas por sí mismo. De su cabeza brotaban constantemente preguntas que necesitaban respuestas. Cuestiones en algunos casos aparentemente irrelevantes, como ¿cuántos huevos puede comer un ser humano? Una noche entró en un restaurante, pidió cuarenta huevos duros con pan, mantequilla y leche… y se los comió de una tacada. Las crónicas de la época no nos cuentan cómo terminó aquel empírico atracón; lo que sí sabemos con seguridad es que no era la primera vez que Andrée se ponía a prueba intentando comprender el mundo. Con solo diez años, construyó un globo impulsado por una cápsula fulminante que funcionó perfectamente… por lo menos hasta que cayó encima de la casa de unos vecinos y la quemó por completo.
En los albores del siglo XX, la exploración ártica era el sueño de cualquier aventurero. El frío desierto de hielo en los polos suponía la frontera final, el incógnito “hic sunt dracones” medieval en el que solo unos pocos osaban adentrarse. Y Suecia, patria natal de Andrée, a pesar de estar en unión estatal durante esa época con Noruega, veía cómo sus vecinos reunían, una tras otra, las grandes conquistas y expediciones. Tenían barcos, proyectos y aventureros famosos como Nansen y su revolucionario buque Fram, capaz de soportar las grandes presiones de las banquisas árticas. Un sentimiento de orgullo patriótico herido fue creciendo en el Gobierno sueco, que andaba como loco en busca de su trocito de gloria. Fue entonces cuando apareció Salomon August Andrée con su loca idea de llegar al Polo Norte en globo, y consiguió arrastrar a todo un país detrás de él. El 13 de febrero de 1895 se presentó en la Academia de las Ciencias de Suecia, y gracias a su buena oratoria elevó los ánimos de los allí presentes; cosa que, junto con la financiación del rey Óscar II y del magnate inventor de la dinamita, Alfred Nobel, dio el “sí” definitivo al proyecto.
Tres décadas sin noticias
En esta época, Andrée, quien ocupaba el cargo de ingeniero de patentes en la Real Oficina de Estocolmo, sabía perfectamente que el país puntero en técnicas y materiales para aerostatos era Francia, así que trasladó la construcción de su globo a la fábrica de globos del ingeniero Henri Lachambre en París. El día elegido para el despegue los cielos estaban despejados, el sol brillaba en lo alto y el viento soplaba hacia el norte. Todo perfecto para alzar el vuelo en las frías tierras del archipiélago de Svalbard. Era el 11 de julio de 1897 y los tres aventureros partieron a mediodía rumbo a la Historia dentro de la canasta acoplada al Eagle… Jamás se les volvió a ver con vida. Fuese lo que fuese lo que les ocurrió, el silencioso manto de las nieves árticas lo guardó en secreto. La reconstrucción final de los hechos solo fue posible después de 33 años desde el día de su partida, cuando los tripulantes de un buque noruego a la caza de focas encontraron sus esqueletos helados junto con varios rollos de película fotográfica sin revelar y sus diarios manuscritos. Estos documentos de la expedición y las imágenes recuperadas de los rollos fotográficos que Strindberg –el segundo miembro del grupo; el tercero era Frænkel– llevó consigo suponen una valiosa ayuda que nos ha permitido desvelar qué fue de aquellos tres hombres después de que el globo se elevara la última vez que se les vio con vida.
Nada de lo planeado por Andrée salió como él esperaba. Apenas unos minutos después del despegue comenzaron los problemas. El globo no se elevaba lo suficiente y, tras unos tensos instantes en que casi rozó el agua, los tripulantes decidieron soltar lastre… demasiado lastre. Deshacerse de más de 200 kilos de sacos de arena les sacó del aprieto, pero alzó el globo hasta los 700 metros, una altura para la que no estaban preparados. La pérdida de hidrógeno a partir de ese momento fue constante, y el sistema de cables que el propio Andrée había diseñado para guiar la nave demostró ser completamente inútil a la hora de tomar ningún rumbo. El Eagle, a solo unas horas de partir, ya se había convertido en una simple bolsa de aire a merced de los vientos. Renqueante, perdiendo hidrógeno y sin posibilidad de ser dirigida, la aeronave estuvo subiendo y bajando sin control durante dos días, hasta que finalmente se posó herida de muerte en mitad de la nada.
A partir de entonces, y hasta el momento de sus trágicas muertes, se encontraban solos, sin medios para comunicarse con la civilización y frente al interminable océano azul y blanco que representaba el Polo Norte. La travesía a pie sería nuevamente un cúmulo de desdichas y despropósitos. A pesar de que la expedición estaba bien equipada con rifles, trineos, esquís, calzado para la nieve e incluso un pequeño bote, la dura realidad les demostró que casi nada de este aprovisionamiento era lo adecuado. El propio Andrée lo dejó escrito en uno de sus diarios: “Es un terreno infernal. Profundos desniveles se alzan entre enormes paredes de hielo”.
En previsión de un largo camino de retorno, los tres aventureros cargaron los trineos con aproximadamente 600 kilos de provisiones, entre herramientas y comida. Un peso excesivo que acabó por romperlos y que además les dejaba agotados jornada tras jornada. Después de las primeras dos semanas, se vieron obligados a abandonar la mayor parte de la comida e instrumental innecesario, y su principal sustento fueron focas y osos polares que cazaban con los rifles. A mediados de septiembre de 1897, y cuando se cumplían dos meses desde su salida de Svalbard, las temperaturas bajaron rápidamente y decidieron construir un refugio. Allí, en su improvisado cubículo de nieve y flotando a la deriva en la banquisa polar, el destino aún les guardaba una terrible sorpresa. La plataforma en la que se asentaba el precario campamento construido por nuestros exploradores les desplazó durante semanas hacia el sur, hasta colisionar violentamente contra una pared de hielo junto a la isla de Kvitøya a principios de octubre. El choque de banquisas dejó destrozado su refugio y les obligó a desplazarse hacia la isla, lugar en el que finalmente se perdieron en la historia para siempre.
Murieron por comer carne de oso
Tras su desaparición, se enviaron numerosas expediciones de rescate que estuvieron buscando sin éxito durante años. En agosto de 1930, dos marineros del buque Bratvaag, en ruta por aguas antárticas a la caza de focas, levantaron por fin el místico velo al encontrar las piezas clave del rompecabezas. Aunque aún no existe una respuesta absoluta, la gran mayoría de estudiosos coinciden en señalar que las causas de sus muertes pueden estar conectadas con la ingesta de carne de oso polar en mal estado. Además, su trágico final se justifica con una innumerable serie de errores. El globo, mal calculado, perdía hidrógeno cada minuto que pasaba, su sistema de guía dejó de funcionar apenas despegó y excedieron por mucho la carga que podía soportar al llevar consigo múltiples objetos inservibles, entre los que se encontraban incluso algunas botellas de champán y vino de Oporto. Añaden que el arrojo de Andrée sobrepasaba sus verdaderos conocimientos de ingeniería, y que tanto el diseño del aerostato como la preparación de la expedición ya hacían aguas mucho antes de partir. A pesar de todo, Andrée lo intentó y merece un lugar en el imaginario libro de las grandes hazañas.
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