Tac-Cata-Taca-Tac-Taaac” viene a decir maliciosamente el jefe de las tropas invasoras antes de convertir al Congreso estadounidense en esqueletos de color verde o rojo. Tim Burton, en su Mars Attacks!, que convertía al cine unos cromos de 1962, rescataba a los marcianos malvados, que han sido parte de la historia de la ciencia ficción desde que H. G. Wells escribiera en 1898 La Guerra de los Mundos.
Pero los “hombrecillos verdes” tienen mucha más historia. Por cierto, que el responsable de que tan a menudo los marcianos se pinten verdes, también fue un escritor de ficción: Edgar Rice Burroughs, más conocido por su serie sobre Tarzán de los monos, publicó en 1911 unas presuntas memorias de un capitán norteamericano, John Carter, en su libro La princesa de Marte (la saga continuaría con diez novelas). El excombatiente de la Guerra Civil es transportado a Marte, que se halla en guerra, y acaba interviniendo en el destino de esos seres verdosos. Burroughs empleó, realmente, al Planeta Rojo como metáfora de la condición humana.
Algo de gran tradición en la literatura, siendo uno de los primeros Johannes Kepler con su Sominum publicación póstuma de 1634, que narra un viaje a la Luna donde conoce a sus habitantes; en el caso marciano, destaca Mundos reales, mundos imaginarios del astrónomo y divulgador francés Camille Flammarion en 1865; pero sobre todo Forastero en tierra extraña, de Robert Heinlein (1961), una delirante parodia en la que Valentine Michael Smith, nacido humano y criado por marcianos, vuelve a nuestro planeta y revoluciona el mundo de las creencias religiosas.
Evidentemente, nadie habría pensado en que Marte pudiera tener habitantes si antes no se hubiera gestado la idea de que Marte era un mundo. Como los otros planetas. El nacimiento de la ciencia moderna, y en ello estuvo muy implicada la aparición de la astronomía científica, convirtió a Marte en un lugar. Copérnico, Kepler, Galileo y otros fueron los responsables de que Marte dejara de ser “alguien” para ser “algo”. Desde la antigüedad, de entre los astros del cielo, todas las culturas habían destacado los más brillantes que se movían por la zona zodiacal. Esos vagabundos recibieron nombres relacionados con la mitología de cada cultura que los observó. Y el más rojizo de todos, como metáfora de la sangre y por tanto de la guerra, el nombre del dios responsable de ellas: Ares para los griegos, Marte para los romanos, el creador Marduk de los babilonios o el sanguinario Nacon de la mitología maya.
Lejos de las veleidades de los dioses, el Marte de los astrónomos fue durante siglos un objetivo casi inalcanzable: al telescopio, este planeta se ve como un disco muy pequeño. Y las turbulencias atmosféricas hacen que sea difícil reconocer en su superficie detalle alguno, salvo los casquetes polares (identificados por Herschel en 1781) y cambios en la coloración de las zonas ecuatoriales del planeta, que hoy sabemos debidas a tormentas de polvo y a brumas matinales en un mundo que a veces, durante el verano, alcanza temperaturas por encima de cero grados, pero que hasta la llegada de las primeras sondas espaciales en los años 60 se creyeron debidas a la existencia de bosques caducifolios.
La realidad es a veces terca con las ficciones. Y en el caso de los marcianos, la era espacial fue la responsable: las sondas Viking mataron a los marcianos. O casi: una fotografía, de la zona de Cydonia, parecía mostrar una enorme escultura de una especie de cara humanoide. Pero las imágenes obtenidas por la Mars Global Surveyor hace cuatro años fueron muy explícitas y los vendedores de misterios se encontraron con un cerro convencional.
Marte y sus marcianos seguirán siendo parte de nuestra cultura. Y si un día la NASA realiza el primer viaje tripulado a este planeta, la historia del espacio volverá a alcanzar dimensiones de epopeya, como con el programa Apolo.
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