Recuerdo la desapacible mañana de febrero de 2006 en que logré contactar, después de una ardua labor de localización, con el genetista australiano Ian Findlay. En Quo 126, iba a publicar un dossier titulado A buenas horas donde contaba varios crímenes de la historia resueltos ahora gracias a las nuevas técnicas forenses. Yo había leído que Findlay tenía el encargo de extraer muestras de saliva de los sellos que había estampados en las cartas que Scotland Yard recibió en nombre de Jack el Destripador.

En aquellos terribles días de 1888, la policía británica puso especial interés en una misiva que portaba una trenza de pelo que decía ser de Catherine Eddowes, una de las víctimas de la bestia humana que aterrorizó al barrio de Whitechapel, insultantemente cerca de la seguridad y el confort del Palacio de Buckingham. Findlay también iba a cotejar la información genética que hubiera en el pelo con análisis de descendientes actuales de Eddowes. Me contó entristecido que había fallado en ambos casos: en el de la saliva, porque las muestras no eran suficientemente grandes; y en el del pelo, porque “ni siquiera era cabello humano”.

Caso reabierto, polémica encendida.

Junio de 2012. Leo que un abogado inglés retirado ha retomado la investigación y está empeñado ahora en demostrar que la obra horrenda de Jack el Destripador fue realmente la de una mujer, Elisabeth Williams.

Ese abogado, John Morris, acaba de publicar Jack el Destripador, la mano de una mujer (en inglés, ed. Seren Books), y ¿a quién ha contratado para corroborar su teoría de que en realidad se trató de una asesina? Al propio Ian Findlay. De nuevo, el genetista es difícil de encontrar. Ha cambiado de trabajo y ahora investiga en el Southbank Institute of Technology (South Brisbane, Australia), pero su email está ilocalizable y la diferencia horaria no ayuda mucho a telefonearle.

Le lanzo varios cebos por la red y, mientras, logro contactar por medio de la editorial con el autor del libro de mayor revuelo de los últimos meses en Reino Unido. Morris ha osado entrar en la especie de “religión” que ya es para muchos el ripperismo (por Jack the Ripper, que es como se dice en inglés) con una teoría que raja de arriba abajo dos partes vitales en el cuerpo de creencias asumidas por los investigadores y expertos que le han precedido.

Uno, el dato de que el sospechoso era una mujer, que ya es bastante revolucionario porque solo hay otra mujer entre las decenas de sospechosos “históricos”; y dos, el método de utilizar elementos probatorios que no provienen directamente de la época. Hasta ahora, criminólogos, escritores, expolicías y hasta el FBI se han basado en testimonios, interrogatorios, despojos, pistas y cartas –Scotland Yard recibió decenas y solo una se da por creíble– recolectadas en aquel sucio Londres victoriano.

John Morris, sin desdeñar todo ello, ha añadido un enfoque totalmente nuevo: ha repasado casos de asesinos de los siglos XX y XXI que han destripado a sus víctimas y, entre ellos, ha puesto especial atención en aquellos donde se habían producido extracciones de úteros, como fue el caso de las víctimas de Jack. “He analizado 30 crímenes, el último en enero de este año, en los que a las mujeres asesinadas se les había extraído el útero, o se había intentado”, me cuenta por correo electrónico, “y en todos ellos las agresoras eran otras mujeres”.

Y aclara: “A tres de sus víctimas, Annie Chapman, Catherine Eddowes y Mary Kelly, se les extrajo el útero, mientras Polly Nichols presentaba síntomas de haber sufrido otro intento”. Y muy importante para su teoría de la mujer destripadora: no había signos de abusos sexuales, la violación no era el móvil de esa carnicería. Lo dijo ya en 1888 el juez de instrucción Wynne Edwin Baxter, quien coordinaba la investigación: “El útero es el objeto que el asesino deseaba poseer”.

Lizzie, la esposa estéril

En pleno intercambio de correos con Morris, Ian Findlay asoma por el buzón: “Hola, me dicen que me estás buscando”. ¡Bingo! Pero para preguntarle con precisión tengo que terminar de coser la teoría del autor del libro. Según su idea, Elisabeth (Lizzie) Williams, esposa del cirujano sir John Williams –a la sazón, otro de los muchos sospechosos– estaba amargada porque no lograban concebir “y en aquella época siempre se daba por sentado que el problema era de la mujer”, puntualiza. John Morris leyó la biografía del marido, a cargo de Ruth Evans, y halló que “Williams era el único hijo casado de la familia y, por lo tanto, el único abocado a dar un heredero. Y estaba triste por no lograrlo, así que mantengo que el matrimonio tenía problemas a cuenta de esa cuestión”.

Pero algo no me cuadra y, aun a riesgo de enfadarle, le interrogo: el mero hecho de que Lizzie fuera esposa de un cirujano no significa que ella supiera seccionar cuerpos, ¿no? “Es que nadie ha demostrado que el Destripador tuviera conocimientos más allá de los que uno pueda adquirir viendo a alguien trabajar como cirujano”, responde muy seguro. “Y bien podría ser que él le hubiera mostrado sus habilidades en algún momento; pero reconozco que no hay pruebas de ello”, remata el escritor. Así que, hasta aquí, los elementos de la teoría de Morris parecen subjetivos: una mujer que supuestamente odia a quienes sí pueden ser madres, y que puede haber tenido conocimientos de cirugía; todo ello, apoyado en la similitud con varios crímenes actuales.

Pruebas tangibles

Pero el autor del libro partía de indicios reales: “A Mary Kelly la mataron en su casa. En su chimenea encontraron restos de una falda de algodón, una capa y un sombrero. El inspector Frederick Abberline creyó entonces que el asesino se valió de las llamas” para iluminar mejor los trabajos de desmembramiento. Y era ropa que Kelly nunca había llevado, porque la prostituta ni siquiera tenía sombrero. Otro detalle que muchos hoy siguen pasando por alto es que, junto al cuerpo de Catherine Eddowes aparecieron tres botones ensangrentados de un botín de mujer.

Así que abro ese correo electrónico pendiente y le pregunto a Ian Findlay: ¿el ADN de la saliva del sello es de una mujer? “Sí, era ADN de mujer”. Se levanta la sesión.

Elisabeth Williams, el rostro de la sospechosa

Esta es la fotografía real de Lizzie Williams, la supuesta destripadora, según el libro Jack el Destripador, la mano de una mujer.
LEE ABAJO toda la historia del descubrimiento

John Williams, el marido ‘ex sospechoso’

El marido de Elisabeth, sir John Williams, ha sido desde siempre uno de los sospechosos porque, al ser cirujano, tenía las habilidades necesarias para seccionar cuerpos.

Mary Kelly, poco después de ser asesinada

Esta de la víctima Mary Kelly, tomada después de su asesinato, en el camastro donde vivía, en una habitación compartida del bario de Whitechapel.

Así lo veía la prensa

A falta de fotos, la prensa inglesa imaginaba las escenas gracias a estos grabados.

‘Jill the ripper’, la otra mujer sospechosa

Así se llamó a Mary Piercey, que ya había sido condenada por otro crimen. Se la relacionó especialmente con la muerte de Mary Kelly.