El cine lleva más de 40 años advirtiéndonos de los planes pérfidos de una tropa de monos que podrían apoderarse del planeta. Aunque la posibilidad es descabellada, desde la primera entrega de la saga, en 1968, El planeta de los simios viene trazando una imagen de la raza humana miserable, avara y devastadora. Si a esto se le aplica, además, la idea del realismo ingenuo –es decir, que creemos que solo nosotros sabemos la verdad mientras que los demás tienen una visión limitada del mundo–, entonces la mesa está preparada para creer en las conspiraciones.
El cerebro manipula los datos que recibe
Si un paciente comenta en una consulta que el atentado contra las Torres Gemelas fue obra de la CIA para justificar la invasión de Irak, o que la debacle financiera se debe a un complot mundial, se le diría que sufre delirio. Ahora bien, si la misma idea es compartida por un grupo, perdería cualquier atisbo de desvarío. ¿Cómo maneja el cerebro nuestras creencias? ¿Es capaz de filtrar la información ante una teoría conspirativa? ¿Se inclina por el desacato o más bien se rinde ante cualquier tentativa de adoctrinamiento?
El neuropsicólogo Javier Tirapu nos acerca las respuestas, no sin antes aclarar que la conspiración está en la sustancia humana. Observemos a nuestros parientes más cercanos, los simios. “¿Conspiran o es que no les interesa el poder y la jerarquía en el grupo? ¿No es posible, cuando los bienes escasean, que unos grupos accedan a ellos para garantizar su supervivencia mientras que otros urden un plan para arrebatárselos?”
Su vida, centrada en relaciones de dominación y sometimiento, alianzas, y una rivalidad permanente, hace irrefutable una idea: todo aspirante al poder tiene algo de simio, confabula y urde un plan.
Al hablar de credulidad y de cómo se forjan nuestras creencias, Tirapu menciona ambos hemisferios cerebrales y el diálogo continuo entre ellos: “Cada uno posee sus propias sensaciones, percepciones, y su propia cadena de recuerdos. Si no tenemos una mente suficientemente abierta como para entender una concatenación de causas, es muy probable creer en un complot mundial”, responde Javier Tirapu.
Hasta llegar a tal conclusión, el hemisferio izquierdo ha tenido que cribar todo ese aluvión de información y ordenarla en su esquema de creencias, destruyendo o distorsionando cualquier dato que atente contra él. “Son mecanismos de defensa que impiden que el cerebro se vea abocado a la incoherencia y a la falta de dirección ante varias posibilidades. Por eso, la estrategia del hemisferio derecho es actuar, cuestionando ese statu quo e imponiendo un cambio de paradigma”, explica Tirapu. Lo difícil es reconciliar estos dos hemisferios. Dice el psicólogo californiano Michael Gazzaniga, de la Universidad de Santa Bárbara, que si nos parásemos a pensar por qué creemos una teoría, nuestro argumento siempre sería falso: “El intérprete (o hemisferio izquierdo) nos dice las mentiras que precisamos para creer que mantenemos el control”. Asiste perplejo a las respuestas automáticas y trata de encajarlas en una ficción coherente, la ficción de cada vida.
Pero el cerebro no actúa solo.
El poder de una buena rima
Quien narra la conspiración cautiva porque posee un discurso coherente, datos novedosos y tramas muy bien trenzadas. Los psicólogos Matthew McGlone y Jessica Tofighbakhsh comprobaron que las palabras bien utilizadas y con rima son un arma de persuasión infalible.
Los géneros de ficción han sabido explotar todos estos poderosos agentes psicológicos que entran en juego en cualquier teoría conspirativa, con obras cuyo punto en común es su potencial dramático y el manejo de los hechos, tan tendencioso que desafía toda lógica. Se añade el efecto arrastre, que lleva a creer en aquello que cree la mayoría. En torno a la Guerra Fría, por ejemplo, se han maquinado decenas de teorías conspirativas que han reverberado en títulos como Dr. Strangelove, en la que Stanley Kubrick plantea una conspiración comunista para fluorizar el agua. Otro buen ejemplo es el éxito de El código Da Vinci, con más de 80 millones de ejemplares vendidos.
Pero ¿y si, como cree Jack Hodgins, personaje de la serie Bones, el enemigo existiese de verdad? “Somos nosotros”, dice Javier Tirapu, “los que vamos a dotar de verosimilitud o de fabulación al relato, a partir de nuestro modo de interpretar el mundo. Por tanto, si existe o no un enemigo imaginario, no lo va a valorar tanto el propio sujeto, sino el patrón que ha formado su cerebro. Y aceptará de mejor grado aquella teoría más congruente con sus ideas”. Además, son tantos los puntos ciegos de las versiones oficiales de cualquier hecho que el apego a las teorías conspirativas estaría justificado aunque solo fuera por la descarga emocional que aporta.
El pensamiento maquiavélico
Sin embargo, la realidad es que muchos estudios han relacionado las creencias conspirativas con la falta de confianza, sentimientos de impotencia e ideas paranoicas. No obstante, Tirapu apunta otra línea de investigación que afirma que quienes creen en las teorías de conspiración podrían ser personas de mente más abierta. Un estudio de la Universidad de Winchester demostró que los voluntarios que puntuaban más alto en los ítems de curiosidad intelectual e imaginación activa eran más propensos a apoyar explicaciones alternativas para los ataques al World Trade Center. Así, los psicólogos consideran que quienes tienen más creatividad también son más abiertos a las ideas conspiracionistas.
Tanto mujeres como hombres pueden ser igualmente propensos a creer en una idea conspirativa. No obstante, otro indicador de conspiración es el pensamiento maquiavélico; es decir, las personas que son más propensas a creer que los demás conspiran es porque ellos mismos lo harían si les diesen la oportunidad.
Lo peor es que esta propensión a creer en teorías conspirativas podría llevar a la incongruencia con tal de mantener una oposición a la versión oficial, según acaba de revelar un estudio en la Universidad de Kent.
Sus autores preguntaron a 137 universitarios si creían que la muerte de la princesa Diana fue provocada por los servicios de inteligencia. Curiosamente, los que sí lo creían no descartaban tampoco que la princesa fingiera su propia muerte para “llevar una vida aislada”. Igual ocurrió con Bin Laden. Los que pensaban que ya estaba muerto en el momento del asalto también eran más propensos a pensar que “aún sigue vivo”.
El estudio concluye con una idea: “Ocultar información importante o dañina lleva a creer ideas incompatibles entre sí”.
¿Cómo es esto posible? “Para los teóricos de la conspiración, aquellos que están en el poder son vistos como falsos, y cualquier explicación alternativa es más creíble», aseguran los autores.
La desconfianza y el miedo llevan a creencias que no requieren un examen previo de los datos, ni, por supuesto, su posterior análisis.
Pero así somos. Nos ponen el arenque rojo, es decir, una información sesgada, y mientras seguimos el rastro de su olor hemos distraído nuestra atención. Y eso que al final, como decía el filósofo austriaco Karl R. Popper: “Los conspiradores rara vez consuman su conspiración”.