Profería turbadoras obscenidades y movía su cuerpo convulsivamente exhibiendo las más provocativas posturas”. Así describía el ‘Boston Medical Surgery Journal’ a una de las primeras ninfómanas de la historia diagnosticada como tal en 1841. La llamaron Miss T, tenía 29 años y era hija de un granjero del condado estadounidense de Massachussetts. Al parecer, los médicos determinaron que el desmesurado tamaño de su clítoris era el culpable de su furor uterino y emprendieron una batalla contra el placentero –y pecaminoso– órgano mediante medicamentos caústicos aplicados en la zona, duchas de agua fría y sangrías. Tras varias semanas de lucha lograron anular por completo sus deseos sexuales.

Lo cierto es que ya desde la antigua Grecia se tiene constancia de la existencia de mujeres con un insaciable apetito sexual –las célebres ninfas, divinidades propiciadoras de la reproducción, en recuerdo de las cuales se utiliza este nombre, que viene del griego ‘nymphê’ (jovencita) y ‘manía’ (obsesión)–.

Muertas de deseo

Pero no fue hasta el pacato y moralista siglo XIX, marcado por la represión sexual y la moral victoriana, cuando la actividad sexual excesiva, como se define a la ninfomanía en sentido estricto, comenzó a considerarse una enfermedad.

Así, el neurólogo Richard Krafft-Ebing, que vivió a finales del XIX, afirmó que en los casos más extremos podía producir la muerte. De hecho, en 1871 el psiquiatra Maresch documentó tres casos: se decía que las víctimas morían de agotamiento a causa de sus delirios obscenos.

Pero lo que más inquietaba a los expertos era tratar de averiguar las causas del problema. Al principio, el movimiento frenológico pensó que su origen estaba en el cerebro y que quienes sufrían esta enfermedad poseían un cerebelo muy desarrollado… Hasta que al realizar la autopsia a una conocida ninfómana vieron que lo tenía más bien pequeño. Después se dijo que obedecía al hecho de poseer un clítoris muy desarrollado… pero también se descartó. Y así, a base del método ensayo-error, llegaron a la conclusión de que sólo podía deberse a causas psíquicas.

¿Es pecado?

Y no iban desencaminados, aunque la cultura represiva también jugó su papel. De hecho, ha habido que esperar más de dos siglos de estudios para borrar ese halo pecaminoso que envolvía a la ninfomanía y que hizo que se considerase como tal a mujeres que simplemente manifestaban sus apetencias sexuales en una época en la que eso no era políticamente correcto. hoy día, sólo se cataloga como una patología cuando se convierte en una conducta incontrolable que causa problemas en la vida cotidiana.

De hecho, lo que realmente se tiene en cuenta a la hora de diagnosticarla no es el número de relaciones, sino cómo son éstas desde el punto de vista cualitativo: son destructivas, provocan sentimiento de culpa y de arrepentimiento una vez que se han consumado, ya que en muchas ocasiones se realizan con desconocidos, disminuyen la autoestima y siempre se disocia el componente emocional del sexual. “El problema de esto es que el sexo sin amor resulta muy adictivo, ya que se obtiene placer sin compromiso y sin tener que pensar en las necesidades del otro”, afirma José Mª Vázquez Roel, médico de la clínica Capristano, especializada en la adicción al sexo.

Por otra parte, aunque la cantidad apenas se tiene en cuenta, sí es destacable que se necesitan como mínimo seis orgasmos en cada sesión de sexo.

Todo está en la ‘psique’

¿Significa esto que cualquier mujer puede llegar a convertirse en ninfómana? Lo cierto es que no. Es preciso que se den ciertos factores que predisponen a ello. por ejemplo, según explica el catedrático de psiquiatría Francisco Alonso, tienen más probabilidades las féminas con personalidad de organización límite, es decir, impulsiva, inestable y con dificultades para mantener relaciones de amistad duraderas. Dentro de los factores psicológicos, también influye el hecho de que la mujer haya sufrido rechazo en sus primeras relaciones, que tenga complejo de inferioridad o que haya sido objeto de abusos sexuales en la infancia o en la adolescencia temprana.

Esto último, según explica Francisco Alonso, es una reacción de sobrecompensación y de defensa llevada al máximo extremo: “En lugar de ser víctimas deciden pasar a ser protagonistas activas”, afirma Alonso. En este sentido, José Mª Vázquez Roel corrobora que “es una forma de buscar la gratificación sexual que no se ha tenido”.

Base biológica

Pero en ocasiones es preciso escarbar más a fondo para encontrar las raíces del trastorno. Y es que a veces obedece a factores neurofisiológicos. Para entenderlo, la conducta sexual está regulada por el sistema límbico –situado en el cerebro–. Mientras el núcleo amigdaloide y el hemisferio izquierdo regulan la sexualidad en un sentido inhibidor, el hipotálamo y el hemisferio derecho elaboran la estimulación sexual y desarrollan la organización erótica y el orgasmo. Por ello, cuando estas dos últimas áreas registran mayor actividad, es probable que se produzca una exaltación de la conducta sexual. Tal es su influencia que en ocasiones el hecho de sufrir un traumatismo craneoencéfalico puede provocar ninfomanía, si se ven afectadas estas áreas.

También los neurotransmisores influyen en nuestro comportamiento erótico. De hecho, en las ninfómanas se da una hiperfunción de los sistemas dopaminérgico y noradrenérgico –la dopamina y la noradrenalina son activadoras sexuales, frente a la serotonina y las endorfinas, que son inhibidoras–.

En todo caso, hoy día existen tratamientos bastante efectivos –y mucho menos traumáticos que los de antaño–. Normalmente se utiliza psicoterapia para que la paciente aprenda a vincular sexo y afectividad, así como para eliminar las alteraciones psicológicas que suelen acompañar a la ninfomanía, como la paranoia, la ansiedad y la neurosis. También se administran medicamentos estimuladores de la serotonina, sustancias que inhiben el sistema dopaminérgico, tranquilizantes y antiandrógenos para reducir el exceso de testosterona, que aumenta el deseo sexual. Así que ante esto, y después de ver que en cuestiones de sexo no siempre es mejor pecar por exceso que por defecto, tal vez deberíamos reconocer como cierto que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. 

Cleopatra, la previsora

El sexo era para esta ‘pequeña’ reina como el comer. La gran embacaudora de hombres tuvo su primer amante a los 12 años y con 16 ya estaba seduciendo a César; así que no es de extrañar que dispusiera de un templo especial lleno de vigorosos jóvenes cuya única misión era complacerla sexualmente. ¿Qué importaba, pues, que alguien no se rindiera a sus encantos? Podía llevar a su cama diariamente a cuantos hombres de su templo deseara.

Lady Jane Ellenborough

Un infinito deseo de satisfacción sexual presidió toda su vida, desde su niñez –cuando se fugó con una banda de gitanos–, hasta su matrimonio con el barón de Ellenborough –durante el cual mantuvo relaciones con el bibliotecario de su abuelo, su primo y el príncipe Schwarzenberg–, pasando por Balzac –que la retrató en su ‘Comedia Humana’ como Lady Arabela– y por las uniones continuas durante sus viajes.
A los setenta años su apetito sexual y su hermosura seguían intactos. Así, continuó manteniendo relaciones hasta su muerte.

El castillo de Gala

La unión de Dalí y Gala fue extraña, porque al primero le repugnaba el contacto físico y a ella le encantaba. Por eso tuvo amantes toda su vida. A los 75 años, Dalí le regaló el castillo de Púbol, que utilizó para todo tipo de ceremonias sexuales, orgías incluidas, con jóvenes adolescentes. Uno de sus preferidos llegó a construirse una casa de un millón de dólares, gracias a la generosidad de su anfitriona.

Vivien Leigh: en el cine y en la vida real

El rostro de Vivien Leigh se contenía en sus películas, casi todas ellas de ‘femmes fatales’, como ‘Lady Hamilton’ o ‘César y Cleopatra’. Casada desde 1940 con el genial actor inglés Lawrence Olivier, sus veinte años de matrimonio fueron un infierno para el segundo, que aguantó continuas infidelidades, algunas de ellas en público. Olivier se vio obligado a abandonarla. Al final de su vida, el actor reconocía respecto a su separación: “Tuve que elegir y elegí sobrevivir”.

Mesalina: excesiva

Casada a los 16 años con el emperador Claudio cuando éste contaba 49, trató de emular a las prostitutas recibiendo en su palacio a todo cliente que lo deseara. Cuando esto no le era suficiente, se ponía un velo en la cabeza y se echaba a las calles en busca de hombres. Si se encaprichaba con alguno, le obligaba a dejar mujer, hijos, profesión… Y si éste se negaba repetidas veces, como le ocurrió a Valerio Asiático, le esperaba la muerte.

María Magdalena: el diablo

Así ha imaginado la tradición durante siglos a María Magdalena. La Biblia no explica expresamente que fuera una ninfómana, pero sí la relaciona con la prostitución, al menos si identificamos a María Magdalena con la pecadora que ungió los pies de Jesús. Una pecadora en la que habían habitado siete demonios. Y es que en la Antigüedad se pensaba que las ninfómanas estaban poseídas.

La probadora real de Catalina la Grande

Esta reina lo hacía seis veces al día, pero el candidato tenía que pasar antes por su probadora, Miss Prota, cuya misión era reclutar a jóvenes sanos y hermosos y examinar sus capacidades sexuales –sensualidad, erección…–. Cuando habían superado todos los requisitos, los aspirantes eran admitidos en el harén de la emperatriz, que estaba formado por una media de 21 amantes oficiales.

Escrito en el rostro

Los rasgos de la cara de Mª Luisa de Parma, la esposa del rey español Carlos IV, ofrecían una sensación tal de lascivia y disolución, que el mismísimo Napoleón comentó al contemplarla: “¡Tiene el destino escrito en el rostro!”. De hecho, entre sus amantes más conocidos estuvo Manuel Godoy, que además fue su protegido.