El nombre de Alfred Hitchcock es sinónimo de intriga y de suspense. Sin lugar a dudas, ha sido el gran maestro del género en el ámbito del cine. Y pese a los 33 años transcurridos desde su muerte, ningún otro director ha logrado superarle. Pero el autor de Vértigo, además de un artista genial, fue también un hombre atormentado y acomplejado, un personaje que vivió asfixiado por miedos insuperables.
Por eso, ahora que está a punto de estrenarse Alfred Hitchcock, película en la que Anthony Hopkins encarna al mítico cineasta, es el momento perfecto para repasar aquellos episodios de su infancia y juventud que marcaron su vida de forma dolorosa y llegaron a provocarle una serie de traumas que, años después le servirían de inspiración para algunas de sus más célebres películas.
Una madre lisiada
Hithcock nació en 1899 en el East End londinense, en el seno de una familia de comerciantes. Su padre, William, era un hombre duro y estricto que le educó con mano de hierro, hasta el punto de que el pequeño Alfred llegó a sentir auténtico pánico de su figura. Algo que no es de extrañar, dados los peculiares métodos educativos del patriarca. En una ocasión en la que su hijo cometió una travesura mayor de lo habitual, William se las apañó para que, como castigo, el niño pasara una noche encerrado en una celda de la comisaría del barrio. De aquella experiencia al futuro cineasta le quedaría un imborrable miedo a la policía.
El temor que le provocaba la figura paterna hizo que Hitchcock se refugiara en su madre. Ellen Kathleen era una mujer que pasaba la mayor parte del tiempo en la cama debido a una lesión en las piernas que le impedía moverse con facilidad. Tal vez por eso no resulta difícil comprender la morbosa atracción que Hitchcock tendría a lo largo de su vida por las mujeres impedidas. Ciñéndonos a sus películas, basta recordar el caso de Marnie la ladrona (1964), en la que todo el filme pivota sobre la cojera de la madre de la heroína. Pero esta obsesión también nos sirve para comprender cómo quedó fascinado al ver la película de Luis Buñuel Tristana (en la que la protagonista es coja), un filme que le produjo una impresión tan grande que le llevó incluso a leer la novela original de Benito Pérez Galdós.
Pero además de impedida, Ellen Kathleen era una mujer manipuladora y posesiva. Por un lado trataba a su hijo con una ternura exagerada (le llamaba “mi corderito sin mácula”), mientras que por otro lado le obligaba a hacer continuos ejercicios de contrición. Cada noche, el niño estaba obligado a subir a la habitación de su madre, sentarse al lado de su cama, confesar lo que había hecho mal a lo largo del día y rezar con ella para pedir perdón. Con tales antecedentes resulta fácil entender por qué en el cine de Hitchcock las madres posesivas son personajes omnipresentes. Como en Encadenados (1945). En ella, Claude Rains interpreta a un nazi cobarde, débil y pusilánime, incapaz de tomar decisiones por sí mismo. Pero su madre, mujer de apariencia benévola, se revela como un monstruo, una asesina fría y despiadada a la que no le tiembla el pulso a la hora de envenenar al personaje de Ingrid Bergman.
Elegir el momento de ser castigado
Hitchcock estudió hasta los catorce años en un colegio de los jesuitas. Los religiosos se encargaron de acabar la tarea que inició su padre en lo que se refiere a inculcarle un temor sin límites a la autoridad. “Su método de castigo era altamente dramático. El pupilo debía decidir cuándo recibir la penitencia que se le había impuesto. Debía dirigirse a la habitación especial donde se hallaba el cura o el hermano lego encargado de administrarlo. Algo parecido a decidir el momento de tu propia ejecución. Creo que era algo malo”, declaró.
Como reacción a esa dureza, Hitchcock sacó a relucir una vena gamberra y casi sádica. Según relata su biógrafo Donald Spoto, el futuro cineasta era una especie de líder entre sus compañeros, y entre sus trastadas preferidas estaba la de ordenar atar a otros colegiales y prenderles pequeños petardos en el trasero. Ese gusto por las bromas macabras y de mal gusto le acompañaría toda su vida, como demuestra el hecho de que en 1964, durante el rodaje de Marnie, le envió como regalo a la hija de Tippi Hedren (Melanie Griffith, que tenía siete años), la cabeza reducida usada en la película Atormentada (1949). La niña rompió a llorar del susto tras abrir el paquete.
Pero en sus años de estudiante, Hitchcock descubrió también su pasión por el mundo de lo criminal, aprovechando los domingos para visitar la Torre de Londres y el Museo de Scotland Yard. Allí se interesó por los crímenes de Jack el Destripador y esa afición por las figuras homicidas le empujó también a leer a los maestros del horror, como Edgar Allan Poe.
Acomplejado por la obesidad
A los catorce años, debido a la prematura muerte de su padre, Hitchcock abandonó sus estudios y se puso a trabajar. Desempeñó diversos empleos, hasta que en 1920 empezó a trabajar como decorador en una productora cinematográfica. Allí conoció a la que se convertiría en su esposa, Alma Reville. Era una mujer muy inteligente, aunque físicamente no muy atractiva, que le atrajo desde el primer momento. Aunque, debido al miedo irracional que le provocaban las personas con poder o con un estatus superior al suyo, dado que ella (guionista) tenía un empleo de mayor categoría, Alfred tardó mucho tiempo en atreverse a dirigirle la palabra.
También influyó el hecho de que Hitchcock se sentía acomplejado por su aspecto físico, ya que estaba avergonzado de su gordura. De hecho, revisando sus filmes es fácil entender que su prototipo habitual de galán (encarnado por actores como Cary Grant, James Stewart y Sean Connery) representaba el estilo de hombre que le hubiera gustado ser: alto, esbelto y elegante.
Fue en 1922 cuando, convertido ya en director, Alfred se atrevió por fin a cortejar a Alma. Un cortejo al que ella fue receptiva desde el primer instante. En 1926, durante un viaje en barco por motivos profesionales, Hitchcock le pidió matrimonio. Según relató en su biografía, ella estaba en su camarote, víctima del mareo, cuando el director entró y le pidió que se casara con él. “No dijo ni sí ni no. Solo soltó un eructo”, relató el cineasta, “algo que yo interpreté como una respuesta positiva. Como diálogo no fue muy brillante, pero pese a todo, fue una de mis mejores escenas”.
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