Los sobornos, el tráfico de influencias… no nacieron ayer. Recientemente se ha descubierto el primer caso conocido de corrupción. Se remonta al antiguo Egipto y se lo conoce como el Tebasgate. El investigador egipcio Ahmad Saleh descifró la inscripción de un papiro en el que se cuenta la historia de un funcionario de Tebas llamado Peser que, en tiempos del faraón Ramsés IX, dirigía una trama en connivencia con una banda de saqueadores de tumbas. Según explica Saleh, el caso se cerró con un proceso en el que ni Peser ni otros cargos públicos implicados fueron condenados.
Contra el cobro de falsos impuestos
Existen, además, otros documentos que demuestran que la corrupción estaba arraigada en las sociedades antiguas. Sin salir de Egipto, tenemos el Decreto de Horemheb, de 1300 a. C., y en el que ya se recogen normas contra estas prácticas. “Se castigará con implacable rigor a los funcionarios que, abusando de su poder, roben cosechas o ganado a los campesinos bajo el pretexto de cobrar impuestos. El castigo será de cien bastonazos. Si el involucrado fuera un juez, la pena será de muerte”, se señala en dicho código.
Sobra decir que dicho reglamento no extirpó el virus de la corrupción, que encontramos siglos después igual de arraigado en la Grecia clásica. Hasta las más ilustres figuras de la civilización helena se vieron salpicadas por escándalos de esta índole.
Como Fidias, el arquitecto que construyó el Partenón, a quien sus contemporáneos echaron en cara quedarse con parte de los fondos destinados a las obras. Y el gran orador Demóstenes, acusado de delitos tan variopintos como chantajear a jóvenes adinerados con los que mantenía relaciones o quedarse con el dinero depositado en un tribunal como prueba de un delito.
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Como afirma el historiador Paul Veyne, en la antigua Roma la corrupción se institucionalizó hasta el punto de que: “Lo malo no era que se realizasen estas prácticas, sino que fueran demasiado evidentes”. Según el especialista, el clientelismo, el favoritismo y el tráfico de influencias eran prácticas comunes en la metrópoli, mientras que el gobierno de las provincias del Imperio estaba considerado como una práctica económica en la que los altos cargos podían enriquecerse con facilidad.
Cicerón, por ejemplo, ganó su popularidad como orador denunciando la corrupción de Verres, el gobernador de Sicilia, y extendió sus acusaciones hasta el resto del Imperio. Él mismo escribió: “Todos robaban, todos saqueaban. Y entonces las riquezas empezaron a considerarse un honor, la pobreza un oprobio y la honradez sinónimo de malevolencia”.
De Duque a Cardenal
La Edad Media y el Renacimiento pusieron de manifiesto que ni siquiera la Iglesia católica estaba libre de este mal. La ruptura de Lutero con el Vaticano se debió, entre otros motivos, a lo mucho que le escandalizaba la práctica de conceder indulgencias a cambio de dinero.
España tampoco estuvo libre de esta lacra. Y entre los historiadores hay unanimidad al considerar al duque de Lerma uno de los mayores corruptos de nuestra historia. Este noble se enriqueció al convencer en 1601 al rey Felipe III para que trasladase la corte de Madrid a Valladolid. Fue una perfecta operación de especulación inmobiliaria ya que meses antes, el duque había adquirido terrenos que luego vendió a precio de oro a la corona. Y cuando las corruptelas de este personaje fueron demasiado evidentes, se libró del cadalso gracias a sus influencias en el Vaticano, logrando que el Papa le nombrase cardenal. Las leyes españolas impedían condenar a quien ostentase dicho cargo, lo que hizo que el pueblo acuñase una canción que decía: “ Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se viste de colorado”.
Una falsa esperanza
Émulos del duque de Lerma serían los cardenales franceses Richelieu y Mazarino, que se enriquecieron gracias a sus cargos. Todo llegó a estar tan podrido que el rey Luis XIV de Francia escribió: “No hay gobernador que no cometa injusticias, soldado que no viva de modo disoluto, señor que no actúe como tirano”.
Tras la Revolución Francesa, el auge de la sociedad burguesa y el nacimiento del capitalismo hicieron vislumbrar una luz de esperanza, en la creencia de que el triunfo de una nueva clase social supondría el fin de los abusos de la nobleza, la monarquía y la iglesia, pero no fue así. Tal y como explica el historiador Alberto Brioschi en su obra Breve historia de la corrupción, lo que ocurrió fue que: “Estas prácticas empezaron a ser comunes entre banqueros, industriales y políticos. Las grandes compañías internacionales empezaron a pagar sobornos en el exterior de sus países, y lograron millonarios contratos gubernamentales. La corrupción, mediante las asignaciones de contratos llegó a movilizar, en algunos países, más del 20% del dinero público, poniendo en entredicho el principio de igualdad entre las personas y, en ocasiones, a la misma democracia”. Una historia que se prolonga hasta hoy.