Retrocedamos en el tiempo –pero con agallas, 20.000 años, 100.000, dos millones o incluso más– e imaginemos un fresco de la época. Ahí están nuestros antepasados más lejanos, nómadas, en continuo movimiento y trajinando con sus primeros útiles de piedra, hueso, madera y alguna fibra. Hábiles en la caza, recolección y carroñeo; capaces de adaptarse a lo que el entorno les deparase y con recursos suficientes para ir construyendo modelos muy básicos, pero valiosos. Encontraríamos una sociedad pacífica, sin combates organizados, y donde, al margen de las capacidades individuales, cada miembro hace de todo para sobrevivir.
Ni siquiera la fortaleza física le otorga al hombre privilegio alguno. Parece claro que en sus rutinas y tareas cotidianas podríamos encontrar algunos patrones sociales que bien podríamos adaptar a nuestros despachos más punteros.
¿Y si estuvieran aquí algunas de las ideas que andamos buscando para cortar la crisis de un tajo, en lugar de tanta medida de salón y tanto gobernante de medio pelo, con mucho empaque y poca enjundia?
¿Un regreso a las cavernas?
Existe una corriente, la paleovida, que ha empezado a desempolvar un modo de existencia similar al de las cavernas que, según sus adalides, quedó grabado en nuestros genes y cuyo punto de arranque es la dieta y el movimiento. “A pesar del giro contundente que ha dado el mundo desde hace 200.000 años, el hombre continúa con casi idénticos rasgos mentales y estructuras cerebrales que moldeó entonces. De manera que cualquier ejecutivo, político u otro habitante del planeta que aplicara las directrices del Homo sapiens hace miles de años en las sabanas africanas lograría un rendimiento tan excelente como lo era el de aquellos cazadores y recolectores”, asegura Carlos Pérez, codirector de la Clínica Regenera, abanderado de la paleovida en España y firmemente convencido de que esta doctrina podría esquivar parte de los males y desastres del siglo XXI.
En la sociedad paleolítica, la fortaleza física del hombre no implicaba privilegios
¿Por qué volver la vista al Paleolítico después de millones de años? ¿Hay razones para añorar aquella época en la que el hombre parecía preparado para resolver conflictos de toda índole? ¿Serían capaces nuestros ascendientes de desenmascarar todavía hoy a tanto lobo de piel de cordero y serpiente vestida de traje? ¿Qué sería de esos pillos modernos sin más ingenio que el impulso maquiavélico que les lleva a estar al servicio de sí mismos y de su éxito personal?
Existen pruebas arqueológicas suficientes como para sospechar que, sin duda, toda esta calaña sería señalada como amenaza hostil para una comunidad en la que cada individuo conocía su valor añadido al bien común y asumía las metas como propias. La cooperación sería, pues, el modo de motivación más eficaz.
Los beneficios de una vida primitiva
El profesor londinense Nigel Nicholson, pionero en Psicología Evolutiva aplicada al ámbito empresarial y postulante de la paleovida, propone jornadas imaginarias de trabajo con equipos de directivos en las cavernas donde impartirían un singular y novedoso management paleolítico con un modelo de liderazgo basado en la cooperación.
“Hoy”, decía en una conferencia reciente, “la gente escala puestos de poder no para concebir y realizar los mejores planes para el grupo, sino para conseguir sus propias metas.El resto de las personas se convierten para él en adversarios, aliados o irrelevantes. Hemos perdido la capacidad de sentirnos y pensarnos en comunidad. Y eso hace muy difícil liderarla y, más aún, conciliar tantos individuos tratando de realizar su ego. Los granjeros del siglo XXI sobrepastorean su ganado en terrenos comunes para satisfacer sus propios intereses”.
Si rescatásemos algunos de los esquemas paleolíticos, quedarían garantizados la igualdad social y el reparto de bienes según su disponibilidad. Como consecuencia, no habría posibilidad de enriquecimiento y la sociedad estaría libre de corrupción. Ni siquiera habría liderazgos vitalicios, ni hereditarios. Los ciudadanos disfrutarían de una mayor flexibilidad y capacidad de adaptación al cambio del entorno.
Todo tiempo pasado fue mejor
Precisamente en estos momentos, las empresas necesitan, además de todo su arsenal tecnológico, esos cerebros flexibles que se forjaron en los entornos del Paleolítico.
Y necesitan también estructuras paleolíticas donde los incentivos se trazan para estimular la cooperación, y no el esfuerzo individual. “Al fin y al cabo”, concluye Nicholson, “un ejecutivo perfectamente pertrechado con su chaqueta, corbata y porte elegante siempre será un hombre del Paleolítico dotado de herramientas físicas tecnológicas y cognitivas de las que no disponían los hombres que vivieron en aquella época”.
Y con todo ello, ¿resolvería nuestra mente paleolítica la crisis, el desánimo y la falta de salidas? ¿Acabaría con la codicia de las clases dirigentes? “El principal error del ser humano es ignorar su pasado prehistórico, porque esas raíces están ahí e influyen en la mayoría de nuestros comportamientos. No tener en cuenta este hecho suele dar lugar a muchos problemas de adaptación”, responde Elena Gaviria Stewart, etóloga y profesora de Psicología Social en la UNED. Seguramente, según Gaviria, seguimos conservando las destrezas para dirigir y tomar decisiones que se desarrollaron a lo largo de la evolución de nuestra especie, y que nuestros ancestros del Paleolítico ya manejaban. “El problema es que esas destrezas se desarrollaron para ser útiles dentro de un modo de vida y una organización social bastante distintos de los que caracterizan actualmente las sociedades humanas avanzadas. Quizá la cuestión no está tanto en rescatar esas destrezas como en recuperar el modo de vida para el que fueron diseñadas. En muchos casos, eso será imposible, pero cuando se hace, está demostrado que funciona. Algunos pasos ya hemos dado en esa dirección, como la recuperación de la democracia como principio que rige nuestra sociedad”.
La cultura del esfuerzo garantizaba que el liderazgo no fuera vitalicio, ni tampoco hereditario
El poder del líder, como recuerda la etóloga Elena Gaviria Stewart, derivaba de la legitimación de los seguidores, y sin su aquiescencia no había posibilidad de influir en el grupo. “Hoy, los mandos son nombrados por instancias superiores, y los subordinados no tienen ningún poder para sancionar a sus jefes. Las diferencias de estatus, apenas apreciables en el Pleistoceno, ahora implican abusos y una menor tendencia a empatizar con los subordinados.” Resultado: nuestros dirigentes andan titubeantes, y los de abajo estresados y agobiados. ¿Qué tal si probásemos a exhumar el liderazgo paleolítico? ¿De qué modo podría conciliarse con nuestra compleja situación política y laboral? Gaviria sugiere la hipótesis del desajuste, según la cual la versión de liderazgo existente en nuestros días que más se asemejaría a la de los primeros grupos humanos es el liderazgo transformacional, enérgico, entusiasta y capaz de involucrar y transmitir esa pasión a todos los miembros del grupo. “Además”, añade, “las grandes empresas funcionan mejor organizadas en secciones pequeñas, del tamaño que tenían las bandas de cazadores-recolectores, con mínimas diferencias entre superiores y subordinados”.
Adiós a la corrupción. En estos grupos no existía excedente de bienes, por lo tanto, tampoco había posibilidad de enriquecimiento
Pero esa mirada hacia esquemas pasados a veces tiene también connotaciones perniciosas. Una frase del biólogo estadounidense Edward O. Wilson dice algo así como: “Tenemos cerebros paleolíticos, instituciones medievales y tecnología del futuro”. Según explica en su libro The future of live, en el cerebro actual se mantienen inalterables tres elementos que encienden su emoción y dan sentido a su vida: “Una pequeña parcela de geografía, un limitado grupo de parientes y un futuro visto a través de dos o, como mucho tres, generaciones de seres humanos”. ¿Y por qué esa cortedad de miras? “Precisamente, por culpa de esa parte de cableado duro del cerebro que hemos heredado de nuestros tiempos paleolíticos”. El problema es que esos valores, tan importantes para la supervivencia de nuestros antepasados, hoy no solamente carecen de sentido, sino que pueden empañarse con significado letal para la estabilidad y supervivencia del planeta.
¿Y qué dicen nuestros genes?
¿Será verdad que, de acuerdo con nuestro código genético, seguimos programados para un modo de vida paleolítico? Para el biólogo Carles Lalueza-Fox, investigador del ADN antiguo en el Instituto de Biología Evolutiva, ha habido demasiados cambios genéticos en los últimos miles de años como para creer que esto es así. “Quizá algunos rasgos no tienen grandes consecuencias evolutivas, como el color azul de los ojos, cuya mutación tiene unos diez o doce mil años, pero otros están relacionados con aspectos fisiológicos, metabólicos, inmunológicos e incluso cognitivos.” La capacidad de digerir lactosa en la vida adulta, gracias a varias mutaciones genéticas, es el ejemplo más claro. Pero tiene que haber otros cambios genéticos asociados al modo de vida neolítico que implican alteraciones en la protección frente a nuevas enfermedades infecciosas transmitidas por animales domésticos, por ejemplo. “E incluso, probablemente”, añade Lalueza-Fox, “cambios en el comportamiento, asociados a la emergencia de sociedades complejas y jerarquizadas. Tenemos varias formas de investigar esto, pero la principal ahora es generar genomas de mesolíticos europeos (es decir, de cazadores-recolectores anteriores a la llegada del Neolítico) y compararlos con los actuales, para conocer el alcance de los cambios genómicos.
Sin duda, corrían otros tiempos.