De Salomé a Shakira han pasado 2.000 años. Ha llovido lo suyo, pero nunca lo suficiente para calmar los sofocos que provoca en el hombre el contoneo de una cadera femenina. Aquella princesa idumea, hija de Herodes, tomó siete velos y fue capaz de subyugar a capricho a su padrastro con una de las danzas de cadera más enigmáticas y lujuriosas que jamás había visto el ser humano. Ahíto de impudicia, el hombre le sirvió en bandeja de plata la cabeza de Juan el Bautista.
Fábula o verdad, la historia quedó recogida en las páginas del Nuevo Testamento, y desde entonces las danzas del vientre han cautivado con idéntica carga de misticismo, leyenda y erotismo. Pero ¿qué tiene la mitad inferior de nuestro cuerpo? ¿Es privilegio únicamente de unas pocas desafiar todas las miradas?
Eva las tiene anchas
La respuesta a todas estas preguntas es casi unívoca: a poco que una mujer contonea el paso cuando echa a andar, su sensual ritmo alcanza un asombroso e irreverente poderío. Tan poderoso que no fue la costilla de Adán, sino la cadera de Eva la responsable de convertirnos en lo que hoy somos. Lo dice José Enrique Campillo Álvarez, catedrático de Fisiología en la Universidad de Extremadura y autor de La cadera de Eva, dando así consistencia científica a este asunto: “De nada habrían servido las prodigiosas contribuciones morfológicas, neuroendocrinas y metabólicas que lograron, a lo largo de millones de años de evolución, desarrollar nuestro gran cerebro si, paralelamente, no hubiera evolucionado una cadera capaz de parir el cráneo que lo contiene. No hubiera sido posible el crecimiento del cerebro a lo largo de la evolución si no se hubiera acompañado de cambios en la pelvis de la hembra. La cadera dio solución al principal problema que tuvo que resolver la evolución: cómo parir una criatura con una cabeza cada vez más voluminosa”.
Por eso ha sido clave en la evolución humana la elección por parte del macho de una hembra con una proporción de cintura-cadera menor de 0,8, inconfundible indicador de calidad genética. “Quiere decir”, señala Campillo Álvarez, “que la elegida de cadera ancha poseía buen estado nutricional y no estaba ya preñada. Y de ahí viene el gusto ancestral del macho por unas nalgas y caderas grandes, y un abdomen plano”.
La evolución debió de implantar en algún lugar del hipotálamo que una cadera generosa indicaba mayor facilidad para parir un cerebro grande. Es decir, menores problemas en el parto y mayor garantía de una prole abundante.
El mito de la fecundidad
Otro error ha sido pensar que los andares femeninos y su balanceo comprometedor son una señal biológica de que la mujer está lista para la reproducción. De hecho, y frente a estudios anteriores, un equipo de investigadores de la Universidad de Queen, en Ontario (Canadá), examinó los niveles hormonales sexuales de un grupo de voluntarias que habían sido calificadas como más sexys en sus andares y comprobó que estaban más alejadas del período de ovulación. Las que se encontraban en plenos días fértiles caminaban, sin embargo, con un discretísimo movimiento de caderas y las rodillas más unidas. ¿Disuaden las mujeres con esta actitud a hombres no deseados durante su período fértil? A la psicóloga Meghan Provost, coordinadora de tal experimento, no le cabe la menor duda. En ese momento, en lugar de atraer a un número amplio de competidores varones les interesa forjar un vínculo fuerte con un solo hombre, con el que criará a sus hijos y el único que hará ese largo viaje que describió Pablo Neruda: “De tus caderas a tus pies”.
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