Javier Velaza, Universitat de Barcelona

Pestes, plagas, pandemias… Casi ninguna época de la historia se ha librado de su plaga y cada civilización la ha reflejado en sus obras literarias a través del filtro de sus propias creencias, sus miedos y sus obsesiones.

Cuando Enlil, dios acadio de los cielos y la tierra, se cansó de soportar el ruido que ocasionaban los seres humanos recién creados, intentó exterminarlos mediante una peste. Lo narra el Poema de Atrahasis, que fue escrito hace más de 3 700 años y que inaugura así una relación entre literatura y pandemia que se ha mantenido estrecha, ininterrumpida y fértil hasta nuestros días.

 

La ira de los dioses

Para las culturas primitivas, toda peste era el castigo de la divinidad a los pecados individuales o colectivos. En los libros más tempranos del Antiguo Testamento –hacia el siglo VIII a.e.c.– un cruel Yahvé no vacila en lanzar sus plagas contra egipcios e israelitas.

El Apolo de la Ilíada –puesta por escrito por esa misma época, aunque de tradición oral anterior– venga el rapto de Criseida extendiendo la peste con sus flechas en el campamento de los griegos:

“(…) y sin pausa ardían densas las piras de cadáveres”

Todavía Sófocles nos presenta una Tebas asolada por la epidemia que había motivado su rey Edipo, sin saberlo él, con un viejo crimen:

“Un dios portador de fuego se ha lanzado sobre nosotros y atormenta la ciudad la peste, el peor de los enemigos”.

El enfoque científico

Pero bajo esa Tebas mítica Sófocles estaba aludiendo en realidad a la Atenas de su propio tiempo, que desde el 430 a.e.c. estaba siendo diezmada por una terrible epidemia. Se ha discutido ampliamente sobre su posible etiología, pero ahora parece identificarse con la fiebre tifoidea, la Salmonella Typhi.

Tucídides narró en su Historia de la Guerra del Peloponeso los estragos de esa enfermedad, que él mismo contrajo y que acabó con la vida del más ilustre de los atenienses, Pericles. Sin embargo, el suyo es por primera vez una relato de base científica –pretende, siguiendo la doctrina de Hipócrates, describir detalladamente los síntomas de modo que “en el caso de que un día sobreviniera de nuevo, se estaría en las mejores condiciones para no errar en el diagnóstico”–, e incorpora elementos de interpretación psicológica y social.

“La epidemia acarreó en la ciudad una mayor inmoralidad (…) Ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía; de una parte juzgaban que daba lo mismo honrar o no honrar a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente, y, en cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido; pendía sobre sus cabezas una condena mucho más grave que ya había sido pronunciada, y antes de que les cayera encima era natural que disfrutaran un poco de la vida”.

De esa misma peste de Atenas hará un relato truculento el poeta romano Tito Lucrecio Caro en el último libro de su poema –probablemente incompleto– Sobre la naturaleza de las cosas.

La Peste de Atenas por Michiel Sweerts, c. 1652–1654.
Los Angeles County Museum of Art / Wikimedia Commons

La peste Antonina

Roma iba a padecer también sus propias pandemias, que recogieron puntualmente sus escritores. Si el gran Virgilio inventó en sus Geórgicas una epidemia del ganado, la “peste Antonina” –una viruela, a lo que parece– fue terriblemente real. A pesar de los desvelos del mismísimo Galeno, causó según el historiador Casio Dión más de dos mil muertes diarias en la ciudad, entre las que se incluiría la del emperador Lucio Vero en el año 169.

La plaga de Justiniano, azote de Bizancio

El imperio bizantino, por su parte, padeció durante dos siglos la letal “plaga de Justiniano”, de la que da cuenta Procopio de Cesarea en su Historia de las guerras persas:

“Incluso aquellos que con anterioridad disfrutaban entregándose a acciones viles y perversas, desterraron de su vida diaria todo delito para practicar escrupulosamente la piedad”.

El Decamerón y los Cuentos de Canterbury

Se trataría en este caso de la peste bubónica. La misma que reaparecería en la Europa del siglo XIV y que serviría de telón de fondo a una de las grandes novelas de esta época. Boccaccio utiliza el aislamiento durante diez días –de donde el título Decamerón– de diez jóvenes en una villa a las afueras de Florencia como marco narrativo para hilvanar cien relatos breves que alternan temáticas diversas con un predominio de lo amoroso y del culto a la inteligencia.

Poco después, siguiendo su modelo y en un Londres recurrentemente afectado por la epidemia, Geoffrey Chaucer escribirá sus Cuentos de Canterbury.

En 1487, Sandro Botticelli ilustró el Decamerón con cuatro tablas dedicadas a la historia de Nastagio degli Onesti. Esta tabla, la primera, y otras dos se exponen en el Museo del Prado.
Wikimedia Commons / Museo del Prado

De lo apocalíptico a lo alegórico

En la literatura moderna y contemporánea, la temática generará una multitud de obras que irán desde lo apocalíptico hasta lo alegórico, con particular énfasis en el tratamiento de la repercusión psicológica y social de las pandemias, ya sean reales, como la tuberculosis o el SIDA, ya imaginadas.

Si bien resulta imposible llevar a cabo aquí un catálogo exhaustivo de esos títulos –algunos de ellos, por cierto, francamente prescindibles desde el punto de vista de sus méritos literarios–, no podrían faltar en él ni el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, ni la Historia de la columna infame de Alessandro Manzoni, ni El último hombre en la tierra de Mary Godwin (Mary Shelley), ni La máscara de la muerte roja de Edgar Allan Poe, ni La muerte en Venecia de Thomas Mann, ni Nemesis de Philip Roth, ni El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez.

Los mejores valores del ser humano

Portada de La Peste de Albert Camus (Gallimard, 1947).
Gallimard

Pero si una obra merece destacarse entre todas, esa es, desde luego, La peste de Albert Camus, donde la epidemia en Orán es a la vez trasunto de la expansión del nazismo y ocasión para la reflexión existencialista.

Por encima del horror, de la angustia y de la tentación de salvación individual que cualquier peste provoca, Camus impone los mejores valores del ser humano, a saber, la capacidad de reconocimiento en el otro, la solidaridad y la dignidad. En palabras del doctor Rieux, el héroe común de la obra:

“Es una idea que puede hacer reír, pero la única manera de luchar contra la peste es la honestidad”.

Quizás la lección más recomendable para estos días y para los que han de venir.The Conversation

Javier Velaza, Catedrático de Filología Latina, Universitat de Barcelona

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.