Simone Biles, considerada la mejor gimnasta de la historia, con permiso de Nadia Comaneci, ha abandonado las Olimpiadas sin ocultar las razones: “los demonios de su cabeza”

Biles falló su salto y abandonó la competición para explicar, después, que se había roto: “Debo afrontar los demonios de mi cabeza y centrarme en mi salud mental”. Ha abandonado la competición en plenos Juegos Olímpicos. Perfeccionar las acrobacias sobre la barra fija, las paralelas o saltando en el potro requiere algo más que un cuerpo sobresaliente, exige una mente robusta.

La atleta norteamericana tiene 24 años. Años atrás, reconoció ser una de las deportistas que sufrieron el acoso de Larry Nassar, un reconocido entrenador, que abusó de 260 gimnastas.

Biles se implicó personalmente en denunciar públicamente aquel caso de acoso, y también es una voz que se escucha en los EE.UU en el combate contra el racismo. Sin embargo, la presión olímpica ha desatado los demonios de su mente, y se ha retirado del sueño de su vida. Estaba llamada ser la estrella de los juegos olímpicos de Tokio.

Cuando la mente te la juega

Que la mente te la juegue en el deporte es algo que cualquiera reconoce, y no hace falta estar en la élite del deporte. El control mental, sujetar los nervios, que la cabeza no te juegue una mala pasada, sigue siendo un reto. Todos los deportistas de élite cuentan ya con expertos psicólogos que entrenan el cerebro con la misma dedicación que se emplea en entrenar músculos, o cuidar la nutrición. Sin embargo, en el caso de Biles, la mente de la atleta con perfecto control de cada milímetro de su cuerpo, se ha derrumbado.

José Ramón Ubieto, psicoanalista y profesor de la UOC (Universidad Oberta de Cataluña), describe así la presión psicológica en el deporte, sus causas, y cómo lidiar con ella:

Como en una de esas bandas de Möbius dibujadas por Escher, cintas de una sola cara y un solo borde, la presión se inicia en el exterior pero se desliza, sin apenas percibirlo, al interior.

De la presión externa uno siempre puede huir, dejar su trabajo, cambiar de equipo o alejarse del familiar que no deja de intimidarle. Pero ¿cómo huir de sí mismo, de ese deseo construido a partir del deseo del otro? ¿Cómo liberarse de la devoción, asumida, de millones de espectadores que esperan que su ídolo no falle el penalti? O simplemente ¿cómo no decepcionar a tus padres que te pagaron el carné de conducir o el máster?

La presión se percibe siempre como un desafío individual. Es cada uno – aunque el deporte o el equipo de trabajo sean colectivos- quien debe responsabilizarse de obtener la meta propuesta. De allí que el grupo se presente muchas veces como un refugio para los que no soportan la presión.

«Aguantar la presión depende de factores externos (magnitud, duración) pero sobre todo depende del grado de decepción que uno puede soportar en relación a lo que el otro espera de él»

Aquellos que, ya precozmente, se han orientado en la vida tratando de complacer al otro son por ello los más vulnerables. Satisfacer a ese otro que han ido modelando puede resultar extenuante. Y  eso no excluye el recurso a la rebeldía inconsciente (esa “oscura y secreta pasión”) que puede provocar el fracaso de lo buscado.

Por un lado el sujeto trata de obtener el éxito y cumplir así las expectativas. Por otro se rebela en su interior y hace fracasar, inconscientemente, su meta para, de esta manera, no verse completamente alienado al otro. En parte es pues un fracaso de su autoestima, pero a la vez un triunfo del sujeto, que se resiste así a ser un mero instrumento de la satisfacción del otro.

Quizás por ello una buena fórmula, para soportarla mejor, es aceptar que un cierto fracaso no tiene nada de patológico. Al contrario, es lo que permite renovar el deseo de continuar en el partido de la vida.