Ver una hora de Netflix o Youtube supone 55 gramos de CO₂. Nuestra vida digital genera una huella de carbono que no debería ser invisible

Borja Martinez Huerta, UOC – Universitat Oberta de Catalunya; Cristina Cano Bastidas, UOC – Universitat Oberta de Catalunya y Xavier Vilajosana, UOC – Universitat Oberta de Catalunya

The Carbon Trust, una organización independiente, ha publicado recientemente un informe en el que cuantificaba en 55 gramos de CO₂ el impacto de una hora de vídeo en streaming (por ejemplo Netflix, Filmin o Youtube).

Una noticia así puede provocar desconcierto: ¿es eso mucho?, ¿hay que sentirse mal por ello? Al fin y al cabo algunos lectores sabrán que un vehículo de combustión emite unos 100 gramos de CO₂ por cada kilómetro recorrido. En ese sentido, mi conciencia puede estar tranquila por meterme un atracón de series, ¿no? Y además, ¿qué tiene que ver el CO₂ con Netflix?

Noticias de este tipo sería mejor tratarlas desde una perspectiva más general. No es correcto focalizar el problema en un servicio en concreto. Y es que la mayoría de los usuarios no son conscientes de la cantidad de energía que requiere el funcionamiento de todos los servicios y aplicaciones digitales que forman ya una parte indispensable de nuestro día a día.

La mayoría de estos servicios corren en el cloud –la nube–, una entidad abstracta y difusa para muchos, pero con un consumo energético bien real y escalofriante.

El coste energético de recoger información de 1000 millones de km en 220 países

No solo generamos huella de carbono cuando vemos vídeos en streaming. Pongamos otro ejemplo. Cuando usamos Google Maps en nuestro smartphone para llegar a un sitio determinado, para encontrar un restaurante o cualquier otro punto de interés, en realidad estamos haciendo dos cosas. En primer lugar, orientarnos. Es evidente. En segundo lugar, estamos compartiendo con Google nuestra ubicación.

Google Maps incorpora una aplicación denominada Traffic, que nos permite saber en tiempo real el estado del tráfico de las carreteras y calles. Para obtener esta información, Google recopila continuamente la ubicación de todos los dispositivos que en ese instante tienen instalado Google Maps. De esta forma, puede conocer a qué velocidad se están moviendo los usuarios que están transitando por una determinada vía.

Tras eliminar datos erráticos o que aportan información dudosa, y tras calcular que la velocidad de la mayoría de usuarios en las proximidades de esa vía es muy baja, Google puede determinar que probablemente hay un atasco. ¿Inteligente, no?

Para cumplir solo esa función, Google está constantemente recogiendo información de usuarios de todo el planeta, en cada calle, en cada carretera (según ellos mismos cubren 1000 millones de km en 220 países). Pero Google no solo informa al usuario del estado del tráfico en tiempo real, sino que es capaz de predecir con sorprendente exactitud a qué hora va a llegar a su destino. Para ello no solo utiliza la información disponible en el instante actual, sino que realiza estimaciones mediante potentes algoritmos de inteligencia artificial que son capaces de adivinar cómo estará cada vía en los próximos minutos. ¿Y cómo aprende una inteligencia artificial? Básicamente a partir de la información del pasado. Google lleva más de 10 años almacenando datos de todas las carreteras del mundo.

Las lucrativas macrogranjas de datos

Es difícil imaginar la ingente cantidad de datos que hay que transferir, almacenar y la potencia de computación necesaria para realizar una acción como la que acabamos de describir a escala global. Detrás de esta hercúlea tarea está el cloud, una tecnología que nos podríamos imaginar como una enorme flota de coches de alquiler, donde cada empresa de servicios (desde Spotify hasta Wallapop) alquila los recursos que utiliza en cada momento.

Pero el cloud –la nube– no es una entidad etérea. El cloud se traduce en el plano material en los centros de datos; las instalaciones que alojan los dispositivos de procesado, almacenamiento y comunicación.

Existen multitud de centros de datos en diferentes lugares y de todas las escalas imaginables. En los últimos años han aparecido centros de datos de dimensiones descomunales (los llamados hyperscale data centers).

Estamos hablando de grandes naves –o quizás algo más parecido a macrogranjas– con kilómetros de pasillos que albergan decenas de miles de procesadores y unidades de almacenamiento.

Vista aérea de un centro de datos de Microsoft Azure (Fuente: Microsoft)

Cada vez que hacemos clic dejamos huella

Cuando hablamos de hyperscale hablamos de unos pocos por continente. Por ejemplo, Amazon recientemente anunció la creación en Aragón de una infraestructura para dar servicio a una nueva región en Europa, que se sumará a las 6 ya existentes: Frankfurt, Londres, París, Irlanda, Estocolmo y Milán.

Los centros de datos son la columna vertebral del mundo digitalizado moderno. Más allá de las plataformas de ocio o del comercio electrónico, los servicios en la nube se han vuelto esenciales para otros sectores industriales como los sistemas de fabricación distribuida, la logística, las finanzas y muchos otros.

No hay un único culpable –nuestros ejemplos de Netflix o Google Maps–. Es un problema a escala global: detrás de cada aplicación en nuestro smartphone, de cada sitio web que visitamos, de cada servicio que opera discretamente en la nube, existen centros de datos encargados de procesar la colosal cantidad de información que se genera en nuestra vida digital.

Para aquellos que trabajan con un ordenador, es un buen ejercicio revisar el historial del navegador en los últimos días: verán que han visitado cientos de sitios web.

Para todos los demás, piensen por un momento en las aplicaciones que han utilizado en las últimas horas –acceso al banco, comprobar el tiempo, pedir un Glovo, Uber–; piensen también en las redes sociales –TikTok, Instagram, Facebook, Twitter–, o en la simple comunicación –WhatsApp, Telegram–.

Toda nuestra actividad gira ya alrededor de los datos, infinidad de datos que deben ser procesados y almacenados en el cloud, es decir, por esos grandes centros repletos de procesadores y dispositivos de almacenamiento. Esta frenética actividad digital centrada en los datos no parece tener límite en un futuro próximo.

La rentable nube de Amazon

Todo el mundo conoce Amazon, el gigante de la venta por Internet. En su día Amazon desarrolló su propio cloud para soportar la plataforma de venta que estaban lanzando. Pero al cabo de pocos años desarrolló una nueva línea de negocio aprovechando precisamente su experiencia en el cloud.

Esta línea, denominada Amazon Web Services (AWS), consiste básicamente en alquilar a terceros su plataforma cloud. Lo que inicialmente se planteó como una forma de escalar su ingeniería se ha convertido hoy en día en el 13 % de las ventas totales de Amazon, pero mucho más importante, en el 75 % de su beneficio operativo. Piensen por un momento todo lo que puede llegar a vender Amazon a nivel mundial. ¿Quién no ha pedido recientemente algo a Amazon? Ahora piensen que su gran negocio, en realidad, no es la venta de productos, sino el cloud.

El 1 % del consumo mundial de electricidad

Los centros de datos son instalaciones que consumen una enorme cantidad de energía. A nivel global, la energía necesaria para abastecer sus nodos de computación e instalaciones se estimó en unos 205 TWh en el 2018. Para contextualizar, este valor supone aproximadamente el 1 % del consumo mundial de electricidad (22 848 TWh en 2019, según la IEA), el equivalente a la demanda total de un país de tamaño medio como España (249 TWh en 2019).

Hay que destacar que las empresas que dominan el mercado mundial del cloud –entre ellas Google, Amazon y Microsoft– afirman estar fuertemente comprometidas con la reducción de su impacto.

Los centros de datos modernos son mucho más sostenibles que las generaciones anteriores, en parte debido al uso de procesadores mucho más eficientes, pero también a la mejora en los sistemas de refrigeración y otros avances.

Centro de datos de Google con aerogeneradores en Eemshaven, Holanda.
Google

Además, estas empresas están haciendo fuertes inversiones en renovables, tanto para alimentar sus propios centros de datos como en inversiones puramente estratégicas. Por ejemplo, entre otras iniciativas, desde 2017 Google compra en el mercado de las renovables el equivalente al 100 % de su uso anual de electricidad, y para 2030 pretende funcionar con energía verde en su totalidad las 24 horas del día.

Pero en este artículo nos gustaría también centrarnos en la otra parte de la ecuación: en los usuarios.

Los granos de arroz en un tablero de ajedrez

El tamaño de los centros de datos es un vivo reflejo del volumen del consumo y la actividad económica a nivel global. Somos muchos seres humanos –miles de millones– los que utilizamos los servicios digitales en nuestro día a día, y son muchos los servicios que utilizamos.

Cuando el creador del ajedrez —un antiguo matemático de la India— mostró su invento al rey de un lejano país de Oriente, el rey estaba tan satisfecho que le concedió al inventor que él mismo decidiera cuál sería su recompensa. El sabio le pidió al rey algo que de buenas a primeras aparentaba ser bastante humilde: por el primer casillero del tablero de ajedrez debía recibir un grano de arroz; por el segundo, dos; por el tercero, cuatro; y así sucesivamente, duplicando la cantidad cada vez.

El rey, que no debía saber mucho de aritmética, rápidamente aceptó la petición, y le ordenó a su tesorero que contase los granos de arroz correspondientes y que se los entregase al inventor. Cuando el tesorero realizó el cálculo de los granos adeudados, le tuvo que explicar al monarca que habría que darle al inventor una cantidad de granos cuyo valor era superior a todos los activos del reino –solo en la última casilla habría 9 223 372 036 854 775 808 granos de arroz, unos 200 000 millones de toneladas, contando que en un gramo de arroz pueda haber entre 40 y 50 granos.

Solo cuando miramos el problema desde una perspectiva global –cuando sumamos los granitos de arroz– descubrimos la magnitud de algo aparentemente inocente. Y es que cuesta mucho conceptualizar los grandes números.

No existe a corto plazo una solución para mitigar el impacto de las tecnologías digitales. Lo que sí podemos plantear es hacer un uso responsable. Podemos empezar por poner consciencia en nuestra relación con todas esas aplicaciones digitales. ¿Están a nuestro servicio? ¿O somos nosotros los que estamos a su servicio?

Estas aplicaciones están específicamente diseñadas para incrementar el tiempo que pasamos en ellas, mientras recolectan nuestros datos con los que después hacen su negocio.

Antes de dejar que Netflix reproduzca sin preguntarnos el siguiente capítulo de la serie que estemos viendo, pensemos si realmente eso es lo que queremos hacer, teniendo en cuenta el impacto en nuestras propias vidas y en el medio ambiente. Imaginen si cada persona pusiera su granito de arroz por un futuro más sostenible y humano.The Conversation

Borja Martinez Huerta, Investigador en Gestión de Energía, UOC – Universitat Oberta de Catalunya; Cristina Cano Bastidas, profesora agregada en redes inlámbricas, UOC – Universitat Oberta de Catalunya y Xavier Vilajosana, Catedrático, UOC – Universitat Oberta de Catalunya

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.