Prefiero la ciencia a la religión porque, si me dan a elegir entre Dios y un refrigerador, me quedo con el segundo… Al menos, en verano.” Lo dice Woody Allen, cuyas películas no sólo son objeto de culto, sino que han servido incluso de inspiración a algunos científicos. En marzo, la revista Nature publicó un informe sobre el experimento de unos investigadores franceses que trabajan para el Instituto Howard Hughes de la Universidad de Columbia, y que clonaron ratones a partir de células olfativas. Estos confesaron que la idea se les ocurrió viendo El dormilón (Sleeper, 1973), donde Woody era criogenizado en los setenta y despertaba mil años más tarde, en un futuro regido ¡por la nariz de un tirano! (El Jefazo), que los científicos usan para clonar al dictador, muerto en atentado.
Suena a disparate. Más aún, si se recuerda que en la comedia también salen gallinas transgénicas del tamaño de un elefante. Pero debajo del humor exagerado late una visión del futuro bastante probable. Lo demuestra el hecho de que, antes de rodar el filme, Woody se reunió con Isaac Asimov, maestro de la ciencia ficción, para que leyera su guión y le dijera si tenía visos de credibilidad. El escritor, además de reírse a carcajadas, le dio el visto bueno. “Asimov”, cuenta Woody, “me decía que, gracias a la Ciencia, comprendería los misterios del Universo. No sé…A mí ya me parece difícil no perderme en Chinatown”.
El lado sexy de la Física
Woody Allen le hizo caso a Asimov, y se dedicó desde entonces a leer manuales de divulgación científica. “Gracias a la sección de Ciencia del New York Times, mis conocimientos de la Teoría de la Relatividad son similares a los que tenía Einstein… Me refiero a Einstein Musjhiv, el vendedor de alfombras de mi barrio”.
Ironías al margen, Woody Allen domina algunas de las más sesudas teorías de la Física. Y lo demostró en septiembre de 2003, cuando publicó un artículo en el New Yorker en el que ironizaba sobre la hipótesis de moda entre los físicos: la Teoría del Todo. También llamada Teoría de las Supercuerdas, postula que los constituyentes más diminutos de la materia son una especie de cuerdecillas que vibran en un espacio de diez dimensiones: las cuatro que conocemos más otras seis, que no podemos percibir. Tras el Big Bang, sólo tres de ellas (altura, longitud y anchura) se expandieron al mismo tiempo que el Universo, mientras que el resto de ellas quedó comprimido en un espacio de 10 cm. También pretende determinar si la materia última del Universo está formada por partículas o por ondas.
Santo Grial científico
Sobre esta última cuestión, Woody Allen afirma en su artículo que descubrió la respuesta observando a su cimbreante secretaria, Dolores Kelly: “No hay duda, está hecha de ondas”, afirma. “Te das cuenta de que es pura onda cada vez que se dirige hacia la máquina del café. No niego que tenga también partículas de buena calidad, pero estoy seguro de que han sido sus ondas las que la han ayudado a conseguir esas baratijas de Tiffany’s que acostumbra a lucir”.
La Teoría de las Supercuerdas es para sus defensores, como el físico Brian Greene, “el Santo Grial de la Física, que nos permitirá descubrir la materia última de la que está compuesta el Universo”. Pero no todos son tan optimistas respecto a esta teoría, que genera acalorados debates en el seno de la comunidad científica. Y Woody Allen se ha alineado precisamente con el bando crítico.
“Existen las dichosas cuerdas”, explica Allen. “Yo he sentido cómo vibran cada vez que me acerco al campo gravitacional de la señorita Kelly y noto cómo me entran ganas de tocar sus gluones (partículas sin carga electromagnética) con mis bosones (partículas elementales que siguen las reglas de Bose-Einstein). Mi deseo, entonces, es hacerle unas cuantas perforaciones cuánticas”.
El gran problema que los detractores de las Supercuerdas encuentran para dicha teoría es la imposibilidad de demostrarla empíricamente, ya que sería necesario construir un acelerador de partículas del tamaño de la Vía Láctea. “Es una pena que no construyan ese cacharro, porque los aceleradores de partículas siempre me han parecido algo muy sexy”, comenta Allen. “Traté de meterme en uno con mi secretaria. Mi plan consistía en aproximarme mucho a ella, para que nuestros quarks (partículas de materia de que están compuestos los neutrones y los protones) se acercaran a la velocidad de la luz y su núcleo chocara con el mío. Pero sucedió una catástrofe… Se me metió en el ojo un trozo de antimateria y tuve que buscar un isótopo para sacármelo.”
La teoría de la relatividad
“La realidad tal y como la conocemos es mera ilusión, aunque una ilusión muy persistente”, afirmaba Albert Einstein. Y Woody Allen le respondía varias décadas después: “Pues si todo es mera ilusión y nada existe, creo que he pagado demasiado por mi alfombra”.
El duelo de citas viene al caso porque la Teoría de la Relatividad es, desde hace años, una obsesión permanente para el cineasta, quien asegura incluso que la teoría de Einstein se parece a una erección, porque “cuanto más piensas en ella, peor se pone la cosa”.
Y uno de los puntos que aborda la Teoría de la Relatividad es el de la expansión del Universo, que, según Woody, es la causa de que de joven llegara siempre tarde al trabajo: “Al expandirse el cosmos, el tiempo se ralentiza, y por eso cada vez tardaba más en levantarme de la cama. Luego estaba lo del espacio… Como los conceptos ‘arriba’ y ‘abajo’ también son relativos, el ascensor siempre me llevaba a la azotea. Y a ver quién pillaba un taxi allí”.
Consecuencia: el pobre Woody siempre llegaba tarde al “curro”. “¿Pero como se le explica eso al jefe?”, prosigue. “Traté de hacerle ver que todo era culpa de las teorías de Einstein, pero que si la empresa me diera un cohete con el que pudiera viajar a la velocidad de la luz, entonces siempre sería puntual. Mi jefe se lo tomó como una insubordinación”.
El resultado fue que amenazó con reducirle el sueldo: “Tampoco me importó mucho, porque, si lo comparamos con la velocidad de la luz o la cantidad de átomos de la galaxia de Andrómeda, mi sueldo ya era muy pequeño”.
Woody en el diván
“Hace quince años que voy al psicoanalista. Le concederé un año más, y luego me iré a Lourdes”, afirmaba el director. Pero treinta años después, Woody sigue acudiendo a su cita semanal con el especialista.
Pero por debajo del humor con que Allen retrata el psicoanálisis late el profundo respeto que el cineasta siente por esta disciplina médica. Prueba de ello es que durante el año 2003 se sometió a una sesión de psicoanálisis en directo en un auditorio de Nueva York, donde Woody desnudó su alma ante ochocientas personas, incluidos diez psiquiatras.
“Tras treinta años acudiendo al especialista, me hubiera gustado estrecharle la mano y decirle: ¡empate!” Con esta frase, Allen admitía que el psicoanálisis no había solucionado sus inseguridades, aunque, añade: “Me ayudó en momentos en los que fui desgraciado. Pero un confesor también me habría servido y no me habría cobrado cien dólares semanales”.
Cuando uno de los psiquiatras le preguntó por el motivo que le llevó a psicoanalizarse, Woody confesó: “Mi madre decía que era un niño dulce, pero que luego me amargué. Creo que fue al descubrir que soy un ser mortal”.
Algo que recuerda una escena de Annie Hall (1977) en la que su protagonista, Alvyn, discute con su madre y un médico:
Madre: Mi hijo está mal, doctor.
Doctor: ¿Por qué estás deprimido, Alvyn?
Madre: Es por algo que leyó en una revista. Venga, Alvyn, cuéntaselo al doctor Flicker.
Alvyn: El Universo se está expandiendo.
Doctor: ¿El Universo se está expandiendo?
Alvyn: Sí, y si el Universo es el todo y se está expandiendo, eso quiere decir que un día estallará y se acabará ¡todo! Incluido yo…
Madre: ¿Pero qué tiene que ver el Universo? Tu estás aquí, en Brooklyn, y Brooklyn no se está expandiendo. Así que levántate y saca la basura de una vez.
Vicente Fernández López