Al principio existía la Palabra. Tal es el inolvidable y prometedor inicio del evangelio de san Juan y así lo creo yo: el pensamiento vino después. Sí, ya sé que habrá quien crea, opine y aun defienda lo contrario, pero soy un sentimental y no me guío por lo académico, lo erudito y ni siquiera lo instintivo. Siento que fue así, como ahora: que antes de escribir estas líneas me rebotan las palabras en la cabeza.
Mi gusto por las palabras viene de mi –no hay por qué decir lejana– infancia y más concretamente de los anaqueles del salón del hogar familiar, donde destacaba una antología de poesía española en cuyas páginas encontré este principio (¡qué manía!) memorable: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”.

Escribir en 140 caracteres no es un límite al pensamiento

El gusto por jugar con la lengua
A mis nueve años me provocó una conmoción de la que todavía no me he recuperado: de esa frase tan hermosa y sonora solo entendí las palabras razas e Hispania. El resto me pareció un arcano. Consulté el diccionario y cuarenta años después no he dejado de hacerlo. (También supe que su autor era Rubén Darío, que era nicaragüense –¡qué exótico!– y que tal era su seudónimo, ¡qué interesante y misterioso! Desde entonces tengo sincero amor por quienes son lo que no son: Neruda, Molière, Twain… y en general los actores.) Más tarde (poco más tarde) se me afiló el gusto por los juegos de palabras, como el calambur: “Oro parece, plata no es”. “Blanca por dentro, verde por fuera; si quieres que te lo diga espera”, o “El dulce lamentar de dos pastores” (este es de Garcilaso de la Vega en su Égloga I, que ya son ganas de ponerse juguetón) y, sobre todo, los palíndromos: “Anilina”, “Dábale arroz a la zorra el abad”, “Somos o no somos”, y el para mí insuperable “La ruta nos aportó otro paso natural”.
Ya entrado en esa fase humana generalmente atribuida a la madurez y que de forma machacona e insensatamente optimista se conoce vulgarmente como el “medio siglo de vida”, me entregué a las “nuevas tecnologías”, expresión en sí misma tan desfasada como la arcaica “relaciones prematrimoniales”.

Hablar ‘twitter’ estimula la creatividad
Creo, por cierto, que herramientas tipo Twitter no vienen, como tantas veces escucho, a pauperizar nuestro idioma; la belleza del lenguaje pasa por ser conciso, preciso; creo que reducir un texto a 140 caracteres no limita nuestro pensamiento, sino que lo estimula. Lo que tritura nuestro idioma es la deficiente educación que reciben nuestros discentes párvulos. Me pregunto cuántos compatriotas no habrán huido de la lectura a celestinazo limpio.
Es sabido que todo gran viaje comienza con un modesto paso, y este es el origen de mi opúsculo El pequeño libro de las 500 palabras para parecer más culto: un grupo de WhatsApp que sacó lo mejor de mí y que le dio alguna utilidad a mis enciclopédicos conocimientos inútiles. Cada día enviaba una palabra relacionada con la actualidad. Tras dos años (hay que reconocer que tengo amigos pacientes) tenía un botín de palabras hermosas y poco empleadas a las que saqué del armario del olvido. Añadí las citas literarias que ponían cada palabra en contexto y ¡eureka!: por ahí está mi libro. Los libros son como los hijos, que tú sabes que salen de noche, pero no sabes adónde van.

Filandón, reunión nocturna de mujeres, quedó fuera de la selección

El libro que tal vez algún día caiga en tus manos (después de todo, en tanto que lector de esta benemérita revista eres una mente inquieta) es una selección de palabras que me divierten, me entretienen, me evocan, me enorgullecen o me apena que no se usen, porque esa es la clave de la persistencia de las palabras en nuestra memoria: su uso. Compruebo que cada vez que se produce un execrable caso de violencia de género jamás se usa la palabra uxoricida (quien comete uxoricidio: muerte causada a la mujer por su marido). Ni siquiera la más facilita (para los que no se manejen en latín) conyugicidio. ¿Se empobrece el lenguaje? No: nos empobrecemos nosotros, los hablantes.

[image id=»71224″ data-caption=»Miguel Sosa es el autor del libro. Recoge 500 palabras acompañadas por su correspondiente definición y una cita.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

El idioma de un novel
En esta sociedad nuestra tan faltona, donde si tu interlocutor no conoce el significado de una palabra te llamará pedante, no dejo de pensar en la responsabilidad que todos tenemos en el buen y mal uso de nuestro idioma, que es nuestro principal patrimonio. Porque resulta que nuestro idioma lo compartimos con (por citar dos ejemplos extremos) un premio Nobel de Literatura (para quienes gusten de los conocimientos inútiles, el primer compatriota ganador de tal galardón era ingeniero de caminos y ministro de Hacienda: José Echegaray) y un tronista de programa televisivo. Así que habrá que medir muy bien dónde quieres poner tu listón y quién le pone el cascabel al gato (por cierto, que el grano de metal que se pone dentro para que suene se llama escrupulillo).

El pequeño libro de las 500 palabras para parecer más culto no es sino mi biografía lectora, un acto de amor por las palabras. Es una selección caprichosa, sin prevalencia geográfica; deliberadamente he dejado fuera palabras tan americanas y tan divertidamente curiosas como la costarricense samuelear (dicho de un hombre: contemplar o tratar de verle las partes sexuales o los muslos a una mujer) y la ecuatoriana bagrero (dicho de un hombre: que gusta de las mujeres muy feas) y tan localmente españolas como la leonesa filandón (reunión nocturna de mujeres para hilar y charlar) y la extremeña presta (hierbabuena). Las palabras seleccionadas vienen inmejorablemente acompañadas de una cita literaria de autores como Cervantes, Quevedo, Borges, García Márquez y Eduardo Mendoza: más de doscientos escritores.

Tener una buena cita
Un ejemplo con la palabra titilar. Según su definición, dicho de un cuerpo luminoso: centellear con ligero temblor. “[…] La soledad comienza a poblarse de monstruos; la noche titila en una punta con colores caídos, desiertos, y el alba saca llorando los ojos del agua”. La frase es de El habitante y su esperanza, de Pablo Neruda.
Me gusta esta cita literaria por lo que tiene de juguetona. Los astros, en efecto, titilan, palabra que Neruda conocía bien.

El hijo del ferroviario publicó su celebérrimo Veinte poemas de amor y una canción desesperada con solo veinte años, y en su vigésimo poema, justo antes de la canción desesperada, dejó para la posteridad este verso: “Y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”. Donde los astros, en vez de cumplir con su obligación de centellear con ligero temblor, y por obra y gracia del arte poético de un chileno universal, tiemblan, sí: pero de frío.
Finalmente, creo que es un libro para ser degustado; y su contenido sugiero que sea empleado con prudencia.

Adarce:
(Del lat. adarce, y este del griego αδαρκη) 1. Costra salina que las aguas del mar forman en los objetos que mojan.
Cencido:
1. adj. Dicho de la hierba, de una dehesa o de un terreno: que aún no ha sido hollado.
Dingolondango:
1. m. coloq. Expresión cariñosa, mimo, halago, arrumaco. U. m. en pl.
Esplín:
(Del ing. spleen, bazo, hipocondría.) 1. m. Melancolía, tedio de la vida.
Flébil:
(Del lat. flebilis) 1. adj. poét. Digno de ser llorado. 2. adj. poét. Lamentable, triste, lacrimoso.
Lampo:
1. m. poét. Resplandor o brillo pronto y fugaz, como el del relámpago.
Hialino:
(Del lat. hyalinus y este del gr. υαλινος) 1. adj. Fís. Diáfano como el vidrio o parecido a él.
Íncola:
(Del lat. incola) 1. m. p. us. Habitante de un pueblo o lugar.
Jarifo:
(Del ar. hisp. sarif, y este del ar. clás. sarif, noble) 1. adj. Rozagante, vistoso, bien compuesto o adornado.
Mador:
(Del lat. mador, -oris) 1. m. Ligera humedad que cubre la superficie del cuerpo sin llegar a ser verdadero sudor.
Nefelibata:
1. adj. Dicho de una persona: soñadora, que anda por las nubes.
Giste:
(Del al. Gischt, espuma) 1. m. Espuma de la cerveza.
Ñiquiñaque:
1. m. coloq. p. us. Persona o cosa muy despreciable.
Ojienjuto:
(De ojo y enjuto) 1. adj. coloq. Que tiene dificultad para llorar.
Plúrimo:
(Del lat. plurimus, sup. de multus, mucho) 1. adj. cult. Abundante o variado.
Raquear:
1. intr. Andar al raque, buscar restos de naufragios.
Satis:
(Del lat. satis, bastante) 1. m. p. us. Vacación, especialmente de estudiantes.
Brizar:
(De brezar) 1. tr. Acunar, cunear.
Tronga:
(De or. inc.) 1. f. germ. Mujer galanteada o pretendida por un hombre.
Uxoricidio:
1. m. Muerte causada a la mujer por su marido.
Venusto:
(Del lat. venustus, de Venus) 1. adj. Hermoso y agraciado.
Yactura:
(Del lat. iactura) 1. f. Quiebra, pérdida o daño recibido.
Zullenco:
(De zulla) 1. adj. coloq. Que ventosea con frecuencia e involuntariamente o no puede contener la deposición.
Quillotra:
(De quillotro) 1. f. coloq. Amiga, amante.

Redacción QUO