La cueva de los cristales gigantes. México
Prepárate para el agobiante, oscuro, portentoso, maravilloso inframundo de la Cueva de los Cristales Gigantes de Naica. A 290 metros bajo el desierto de Chihuahua, al norte de México, la plataforma de cemento que llaman “El Mirador” te invita a diez minutos de éxtasis en la Capilla Sixtina de la cristalografía.
Una cueva recalentada casi 50 grados que te acoge con un aliento de humedad cercana al 100 por 100. Su abrazo es un azote a cuatro sentidos y un bálsamo para la vista.
Cristales gigantes de selenita, una variedad de yeso peculiar por un brillo que te atrapa, surcan por doquier este teatro del tiempo. Hieren, desde el suelo, la tórrida atmósfera; se desgajan de las paredes, lamen los límites de la gruta. Mezclados, solapados, monumentales, temibles.
Cuando la visión de las espadas de diez metros de largo y dos de ancho te corte la respiración, no sabrás si es por la impresión o porque el aire te quema por dentro a cada bocanada. Irónicamente, no dudarás que estás ante uno de los mayores tesoros naturales.
“Tras el asombro por la belleza de aquella cueva única, sentí una sensación de euforia y rompí a reír a carcajadas”, relata el cristalógrafo español Juan Manuel García Ruiz al recordar su primera visita.
Tal momento marcó el comienzo de una investigación con la que presentó la cueva al mundo entero, a principios de siglo. Solo el trabajo de campo llevó a su equipo tres años. “Yo sabía que aquello era posible, que era difícil, pero posible; y estaba allí, delante de mí”, añade con entusiasmo.
“Cuando estudiamos la cueva, cada vez que entrábamos perdíamos dos kilos de agua”, recuerda García Ruiz. Y con gusto: “Es un escenario natural donde ocurren experimentos que, por su lentitud, son imposibles de realizar en el laboratorio; es una ventana al interior de la tierra, que está viva”.
Y guarda recuerdos del origen de la Sierra de Naica. Hace 30 millones de años, el magma caliente empujó hacia arriba la roca caliza. Cuando la temperatura descendió a alrededor de 250 grados centígrados, se formó un mineral llamado anhidrita. Los acontecimientos se confabularon con el agua y el tiempo dio forma a este museo vivo.
Tu visita será breve y los trámites que aseguren que eres físicamente apto, largos; pero vale la pena. Tómate tu tiempo, el paisaje cambiará poco en la Cueva de los Cristales Gigantes.
Cacería en el corredor de los tornados. Estados unidos
Tornado: monstruo de la meteorología que exacerba la fascinación hasta el punto de que ciertos incautos olvidan el peligro mortal que representa para el género humano y se lanzan a la caza del fenómeno. Vicio, perdición que en algunos causa la fuerza de la naturaleza y la belleza del caos. Si eres uno de ellos, tu destino de referencia es el Corredor de los Tornados.
La caza de tornados en las llanuras norteamericanas combina el sabor del peligro con un viaje por la Norteamérica profunda de los campos interminables, los hoteles de paso, la barbacoa, la tex-mex y las largas carreteras. Furgonetas forradas de placas metálicas, grúas que transportan pesados radares y auténticas unidades móviles repletas de instrumentación científica vienen y van por este territorio, que pasa por concentrar el mayor número de tornados en el mundo.
Sus límites no están bien definidos, pero las distintas delimitaciones coinciden en situar el corredor en las llanuras del sur de Estados Unidos, en los estados de Texas, Iowa, Kansas, Nebraska y Ohio. Los tornados y las imponentes tormentas eléctricas que borran la oscuridad de la noche son el resultado del choque entre el aire caliente que sube desde el Golfo de México y el frío que baja.
Para que el tornado se manifieste son necesarias tres condiciones. Ha de haber humedad cerca del terreno, que se calienta y sube hasta una capa de viento que corta su ascenso. Cuando el aire caliente vence la resistencia, lo hace con violencia y provoca una tormenta importante. Si hay vientos en rotación moviéndose a distintas alturas y velocidades, el tornado está servido.
La temporada de tornados es a finales de la primavera y se
repite, a veces, al comienzo del otoño; cada día puedes ver al menos un tornado en el corredor. Pero hay que encontrarlo. Ello requiere largos trayectos siguiendo las indicaciones del radar y las últimas predicciones meteorológicas. Por supuesto, la experiencia y el equipo técnico de la agencia que contrates para que te guíe es un aspecto fundamental en este viaje.
Si eres científico, la experiencia no se limitará a sacar fotos. Los investigadores más especializados recogen datos de presión, temperatura y humedad interponiendo sus instrumentos de medición en el camino de los tornados. No tienen que acercarse mucho, pero deben predecir con exactitud el camino del gigante. Con ello contribuyen de manera importante al avance de la ciencia.
La visita al Laboratorio Nacional de Tormentas Severas, en Oklahoma, puede resultar interesante para rellenar una mañana del viaje, el momento de menor actividad meteorológica. Sí, los tornados se ven mejor por la tarde, y uno nunca sabe exactamente dónde lo cazará. Así que prepárate para mucha carretera y poca manta.
Viaje al pasado en Altamira. España
Tu huella en el mundo es efímera. Es una verdad incómoda, pero hay excepciones. Tu legado puede vivir siglos. O milenios, como el de los artistas de la cueva de Altamira, en la localidad cántabra de Santillana del Mar. En el camino que va desde el yacimiento arqueológico de la boca de la cueva hasta el angosto pasaje ritual, al final de sus 270 metros, recorres un trayecto que vale por dos: primero imaginas la vida hace 36.000 años, luego desciendes a la esencia de nuestro ser, plasmada en olvidados símbolos rituales.
Es una puerta al pasado. “Un día encontré una piedra de sílex depositada en una repisa, en el mismo lugar donde alguien la dejó hace al menos 13.000 años, después de haber grabado en las paredes de la cueva. Decidimos dejarla allí. Es nuestro gesto, que sigue al suyo 20.000 años después”, relata el director del Museo Nacional y Centro de Investigación Altamira, José Antonio Lasheras. Un guiño en la línea de su extenso esfuerzo por conservar inalterados los anhelos, los recuerdos y las aspiraciones de los distintos grupos humanos que dejaron su impronta en las paredes rocosas durante el Paleolítico superior, desde hace 36.000 hasta hace 13.000 años.
Los visitantes de Altamira se encuentran un lienzo rebosante de preguntas: nadie sabe por qué se pintaron caballos, bisontes, ciervos y no personas, ni qué significan los símbolos abstractos. “Reaccionan con una profunda emoción y sobrecogimiento, unidos a la curiosidad y a la reflexión”, opina Lasheras. Y es que el trabajo es muy bueno. “En Altamira se encuentran representadas todas las técnicas, estilos y temas del arte paleolítico, y todas ellas en grado de excelencia”. Esto explica que artistas de la talla de Miró y Barceló hallan encontrado inspiración en sus murales.
La cueva cerró al público hace doce años porque el gentío amenazaba su particular ecosistema. Pero si eres un viajero afortunado y te llegas al enclave antes de agosto, quizá figures entre las 192 personas a quienes se permitirá entrar durante una media hora. El sorteo es parte de un estudio que evaluará la posibilidad de volver a admitir visitas controladas. En el caso, más probable, de quedarte fuera, tampoco te preocupes demasiado.
El Museo de Altamira ofrece la visita a la Neocueva, una reproducción tal como era durante el periodo que fue habitada y pintada. Lasheras anima a la visita con un argumento convincente: “Sin las modificaciones naturales fruto de los derrumbes –la boca se hundió hace unos 13.000 años– y sin los muros y escaleras añadidos durante el siglo XX para facilitar la visita pública, puede decirse que la Neocueva es más fiel a la Altamira paleolítica que la cueva contemporánea”.
El museo también ofrece la posibilidad de conocer el modo de vida paleolítico con una muestra permanente que atesora cientos de objetos de la sociedad de los cazadores-recolectores. Y durante la noche de los museos, en mayo, la magia de las lámparas de piedra rellenas de tuétano como combustible ilumina las pinturas. Es un instante especialmente emocionante.
La visita a Altamira es alimento para el espíritu, aunque el cuerpo tampoco pasa hambre en los parajes de colinas verdes de sus alrededores. El nivel gastronómico es excelente, y las rutas de senderismo, apetecibles. No dejes de acercarte a otras cuevas de la región, que cuentan con una abundante oferta de arte rupestre, ni de probar la quesada. Y aprovecha para ampliar tu humilde huella en el mundo. Lleva de vuelta unos buenos sobaos para tus amigos: se acordarán de ti.
El vergel del desierto de atacama. Chile
El desierto de Atacama es una lengua seca y salada, endurecida, que lame el este de Chile. Desde el cielo, una franja ocre de unos 100.000 kilómetros cuadrados abrazada por los Andes al este y por el Pacífico al oeste. Pero no es tierra baldía. Su fértil campo de estrellas no tiene parangón.
Atacama es la Meca de los astrónomos, dice el director del Observatorio Astronómico Nacional, Rafael Bachiller. “La emoción que sentí al contemplar por primera vez el cielo del Sur en esas condiciones es indescriptible, la transparencia de los cielos atacameños hace que el número de estrellas que percibimos con el ojo desnudo sea enorme”, rememora. “Este cielo, unido a la naturaleza mineral del paisaje, crea la consciencia de que viajamos por el inmenso espacio sobre un planeta.”
Para llegar a este vergel rutilante hay que ir a Calama, a más de 1.500 kilómetros al norte de Santiago de Chile y recorrer unos 2.400 km sobre el nivel del mar. Luego, otros 100 kilómetros hasta San Pedro de Atacama atravesando los Salares de Atacama. Allí puedes contratar una excursión astronómica que te abra la ventana al firmamento austral: “El centro de la Vía Láctea alto sobre el horizonte, las Nubes de Magallanes y la Cruz del Sur son algunos de los espectáculos celestes que más nos impresionan a los visitantes que llegamos del hemisferio Norte”, concreta Bachiller. No es casualidad que sea precisamente a esta tierra adonde los astrónomos, de profesión y de vocación, deberían viajar al menos una vez en la vida. Su sequedad y la capacidad de sus salares para absorber la poca humedad ambiental hacen que la límpida atmósfera estorbe poco a la contemplación. Las estrellas apenan titilan. Te miran, fijamente, miles de ellas. Estas condiciones atraen a los investigadores de todo el mundo.
El plato fuerte es el radiotelescopio gigante ALMA, en la llanura de Chajnantor, a 5.000 metros de altitud. “A mí me hace recuperar la fe en la humanidad el hecho de que culturas tan diferentes –participan 19 países– nos pongamos de acuerdo en un proyecto de fines eminentemente pacíficos, que persigue investigar nuestros orígenes cósmicos”, concluye Bachiller. Y es que, a escala cósmica, no somos gran cosa; parece mentira que haya que viajar tan lejos para recordarlo.
Termiteros gigantes de kakadu. Australia
Cuenta la leyenda que los espíritus moldearon la tierra de Kakadu durante un sueño, en los albores de la creación. Definieron su flora y su fauna, y escribieron las leyes de los Bininj Mungguy, los guardianes del territorio. Actualmente, los aborígenes cuidan el legado de los espíritus y enseñan a los visitantes lo impresionante de la obra, ahora llamada Parque Nacional de Kakadu y catalogada como Patrimonio de la Humanidad. Tanto si te entusiasma la naturaleza como si eres un apasionado de la arquitectura, te interesará porque alberga los termiteros más altos que puedas encontrar en el continente austral.
Las prominencias se conocen como “catedrales”, dada su envergadura. Pueden llegar a medir cinco metros de alto, y en ocasiones rozan el doble de dicha cota. Es como si los seres humanos construyéramos un rascacielos de más de un kilómetro de altura, asentado en una manzana de tu ciudad. Eso sí, a diferencia de nosotros, estos obreros incansables construyen sin plano ni capataz, y solo emplean barro mezclado con su propia saliva.
Las termitas son insectos frecuentes en el norte de Australia,
y las estructuras que erigen son ciertamente interesantes.
Vale la pena estudiar su razón de ser. En esencia, las colonias de termitas son muy parecidas a las de las hormigas, con su vida de castas y sus ciudadelas de pasadizos y recovecos. Las torres permiten que las ciudades subterráneas, perfectamente aisladas, permanezcan refrigeradas correctamente y mantengan una temperatura constante, tanto en las estancias comunes como en los almacenes de alimento.
Desde el punto de vista plástico, los montículos componen una estampa sorprendente. En algunas zonas del parque se repiten en el paisaje como si formaran una auténtica ciudad humana salpicada de edificios. Algunos tipos de termitas que edifican estructuras semejantes, no de las que abundan en Kakadu, incluso tienen la habilidad de orientar sus construcciones, de aspecto aplanado, todas de la misma manera. Sus ciudades se asemejan a campos de obeliscos colocados según un patrón arcano. Es por esta alucinante habilidad por lo que han adoptado el sobrenombre de termitas magnéticas.
Pero no todas las termitas del Kakadu construyen montículos. Algunas ahuecan las ramas y los troncos con los que los aborígenes fabrican los sonoros didgeridoos que saldrán a tu camino. Otras se comen la madera necesaria para que infinidad de animales puedan anidar en los árboles, enriqueciendo el ecosistema del parque. En definitiva, la voracidad de estos insectos es una contribución muy importante para el parque terrestre más grande de Australia, que ronda los 20.000 kilómetros cuadrados.
Es fundamental informarse bien antes de reservar alguna de los numerosas excursiones que se hacen en el parque, puesto que entre la época de sequía y la de lluvias torrenciales los aborígenes distinguen seis estaciones diferentes. Cada época y cada una de las siete regiones en las que se divide el parque tiene sus atractivos.
Los cocodrilos son uno de ellos. Y las cataratas también. Peligrosa mezcla, sí, pero quizá puedas unir ambos en la visita a las cataratas de Gunlom, un salto de agua de 30 metros que puede que te suene de la película Cocodrilo Dundee.
El avistamiento de aves también es una actividad interesante. Por supuesto, siempre que viajes a Australia debes tratar de encontrarte cara a cara con algún canguro y conocer a los aborígenes. No te pierdas nada; todo en Kakadu es diferente: como recuerdan los termiteros, la naturaleza nunca deja de sorprender.
La gran migración por la vida. Tanzania
Desde el aeropuerto de Kilimanjaro te quedan 350 kilómetros de tórridas carreteras y pistas acribilladas: un incómodo trayecto de dos días, cuando viajas por Tanzania. Estás cansado, dudas si valdrá la pena. Flaquezas del viajero. Pasajeras. Absurdas. Ridículas tras presenciar el espectáculo: más de un millón de ñus y 200.000 cebras que persiguen las lluvias que dan vida en el ecosistema del Serengueti-Mara. Sí, vale la pena.
Entre las acacias dispersas, a lo largo de una llanura infinita, las siluetas de los ñus recorren un círculo de 500 kilómetros que se repite cada año. Es la migración terrestre más grande. Los animales siguen el crecimiento de la hierba, haciendo frente a la enfermedad, al cansancio y a numerosos depredadores. Su peripecia está en la misma base de la cadena trófica de su ecosistema.
“La emoción de ver la fauna salvaje viviendo en libertad en vastos territorios vírgenes, donde el encerrado es el ser humano que está en el vehículo, el cielo repleto de estrellas de las noches de la sabana, los aromas a hierba fresca que emergen con la lluvia, todas aquellas sensaciones que en nuestro mundo son imposibles o muy difíciles de encontrar, están allí”, relata Xavier Xurinyach.
Se contagió del mal de África en 2001, durante un viaje a Kenia, y no puede dejar de volver. “Una persona con sensibilidad por la naturaleza tiene que ir al menos una vez en la vida”, subraya convencido.
El guía turístico Marc Magrans lleva 14 años mostrando la gran migración. “Para quien le gusta la naturaleza y la fauna salvaje, África es un buen destino; pero no es lo mismo ir a ver una migración que ir otro día: la migración lo multiplica todo por cien”, explica. Hay dos momentos clave. El primero es hacia febrero, cuando más de un millón de animales se concentran para dar a luz ante la mirada golosa de los leones, las hienas y los guepardos. “Es cruel, pero así es la vida en África”, dice. El segundo punto es hacia noviembre, cuando cruzan el río Mara en su camino a Kenia. Los cocodrilos protagonizan entonces una de las imágenes de depredación más televisada.
Ahora es un espectáculo único, pero antes no era tan raro. Ya han desaparecido otras migraciones africanas de ñus, de bisontes americanos y de antílopes rusos. La proyección de una carretera que cruzará el Parque Nacional del Serengueti de este a oeste es la nueva amenaza. Según un estudio publicado en 2011 en la revista científica PLOS ONE, la población de ñus caería alrededor del 35 por ciento si llegase a construirse. Podría ser el final de otra gran migración de ungulados. Pero mientras no llegue el aciago día, el espectáculo debe continuar en la sabana.
La furia del volcán Arenal. Costa Rica
Costa Rica es sinónimo de exuberancia biológica. Muchos buscan el romance medioambiental en este país, del tamaño aproximado de Aragón. Deberían probar suerte en el Parque Nacional Volcán Arenal. Turistas y científicos descubren allí la faceta más explosiva de la madre tierra. Entre el verde frondoso de la selva tropical, el cono de 1.600 metros de altitud del volcán Arenal saluda coqueto –es el más joven de Costa Rica–, sabedor de que pocos lugares en el mundo desnudan los encantos de los escupefuegos como este.
El Arenal forma parte del Anillo de Fuego del Pacífico, un cinturón que recorre las costas del océano Pacífico repartiendo papeletas para erupciones y terremotos. Bajo el fondo del océano, las placas tectónicas rozan y se mueven arriba y abajo, producen tensiones que surgen como dramas a la superficie.
Cuando enfurece, el Arenal lanza bloques incandescentes a más de 700 kilómetros por hora. Su boina de vapor de agua y otros gases se le fija a la cabeza como si no pudiera existir sin ella. Esta neblina molesta menos al amanecer, el momento por excelencia para fotografiar al coloso.
Por la noches, las coladas de lava protagonizan un espectáculo digno de ver. Es una de esas excursiones que organizan varias agencias y que es desaconsejable dejar de hacer. Podrías adentrarte en la noche de la selva por tu cuenta, pero recuerda que si quieres acercarte al volcán es necesario hacerlo en condiciones de seguridad que las empresas proporcionan y que los trabajadores del parque natural comprueban. La vista no es el único sentido que estimula el volcán. Gracias a una afortunada cadena de acontecimientos, el magma subterráneo calienta unos manantiales de agua del bosque lluvioso que han dado lugar a balnearios de cinco estrellas y apartadas calas termales.
De día, con el sonido de la selva y el volcán en el horizonte, o de noche, con una bebida relajante en la mano, estos oasis del relax marcan gran parte de la estancia del turista. Aunque también ofrecen variadas opciones activas.
Entre ellas, destacan las bajadas por los rápidos del Sarapiquí haciendo rafting, los paseos por la selva cruzando más de diez puentes colgantes, los vuelos sobre la espesura en una tirolina y las locas bajadas por las cascadas que salpican los cañones selváticos con la única ayuda de una cuerda. Cómo no, las actividades de observación de aves y la visita al Ecocentro Danaus para conocer la plétora de especies vegetales de la zona son opciones muy adecuadas para el visitante típico.
Conocer un volcán cara a cara no es moco de pavo, y bien vale un viaje a Costa Rica. Eso sí, ten cuidado a la hora de organizar el plan. Es importante saber que el período de lluvias va de mayo a enero, y que de febrero a abril se extiende el período seco. Para gustos hay colores, pero igual para mojarte ya te vale con los ríos de agua celeste de este encantador parque… La lluvia, mejor en el manantial-jacuzzi.
Caprichos de la meseta del colorado. Estados unidos
No te molestes en buscar un adjetivo; el paisaje que el tiempo ha cincelado en la meseta del Colorado es indescriptible. Con tesón inagotable, ha moldeado con inspiración caprichosa los 340.000 kilómetros cuadrados que comparten los estados estadounidenses de Colorado, Utah, Arizona y Nuevo México. Aún cincela con agua y lija con viento sus piezas únicas: mesas inaccesibles, cañones insondables, pináculos etéreos… Perseverante, su trabajo descubre capas de épocas en las que el excursionista habría nadado en mares jurásicos, o lidiado con dinosaurios, en las que los volcanes sacudían con su furia las entrañas de la tierra.
Sobre el papel, la meseta del Colorado es puro veneno. El óxido de hierro tiñe la superficie de un color infernal. Los nombres con los que los exploradores mormones bautizaron algunos de sus accidentes geográficos no ayudan; seguramente no quieras establecer tu hogar en Scorpion Gulch (barranco del escorpión, en inglés), ni en Coyote Buttes (cerros del coyote), ni mucho menos en Hell Roaring Canyon (cañón del infierno rugiente). Pero una excursión no te hará daño. Piensa en los indios que poblaron la zona, o, mejor, en el explorador John Wesley Powell.
El americano completó 1.600 kilómetros en su afán por reconocer por vez primera el Gran Cañón, en 1869, con una compañía de diez hombres en cuatro barcas. Lo consiguió sin mapas. Y le bastó el único brazo que conservaba tras la Guerra Civil americana para trepar, descender, portear… y anotarlo todo. Su objetivo, el Gran Cañón, es un testigo mudo de la plasticidad de la tierra bajo nuestros pies. El río Colorado ha cavado un barranco de 1.600 metros, hasta estratos depositados hace 1.700 millones de años.
El cañón no es la única obra maestra del río Colorado, aunque sea la más famosa. En el Parque Nacional Bryce Canyons, en Utah, la estampa de infinitos pináculos se extiende como la cama de un faquir colosal. Es una imagen típica, seguro que la has visto más de una vez y te pensabas que era otro planeta. Si miras bien en el suelo, puede que encuentres algún fósil de dinosaurio. Cuando levantes la mirada, busca pinturas rupestres de los antepasados de la zona. Los restos de animales de hace unos 160 millones de años están en la formación de arenisca Navajo. En el Antelope Canyon apenas verás una rendija desde afuera, pero es un mundo de inefable belleza bajo el suelo.
Otro de los grandes atractivos geológicos de la meseta del Colorado son los inmensos arcos de piedra que salpican su yerma superficie. La mayor colección está en el Parque Nacional de Arches: solo en sus 310 kilómetros cuadrados hay 95 arcos impasibles. Cualquiera diría que la naturaleza es un genio más bien caprichoso ante una estampa como la del Delicate Arch, de 16 metros de altura y poco o ningún sentido.
Pero, como casi todo, el arco tiene una explicación. Así como todas las demás extravagancias que salpican la meseta. Aunque los mecanismos por los que la erosión y el aire libre crean figuras de la belleza y la majestuosidad de las rocas de la meseta del Colorado no son sencillos de comprender. Este viaje brinda una oportunidad única para estudiarlos, y para admirar la belleza de sus resultados. Ante las obras de arte del tiempo, te sientes como uno de los exploradores intrépidos de la época de John Wesley Powell, cuando las tierras inexploradas esperaban a los científicos casi a la puerta de sus casas. La meseta del Colorado es un museo sin patronato. Sus exposiciones no necesitan comisario. Ni taquilla.