Fue su silencio al escucharme. No… Su alegría y el no parar de hablar. O quizá su pelo, que solo me hacía pensar en acariciarlo. No, fueron sus regalos, pequeños pero inmensos, que me había traído del mar. No, definitivamente fue su ternura lo que me enloqueció.

No lo conocía personalmente. Sabía que era un investigador muy prestigioso y que en su especialidad, el sueño en las enfermedades mentales, era el mejor.

Habíamos hablado varias veces por teléfono. Recuerdo la primera vez que vi su número en mi móvil fuera de horario laboral. Estaba en un supermercado y sentí las vibraciones en mi estómago. Me senté sobre un montón de cajas mientras hablábamos. Su voz penetraba en mis neuronas. Al terminar, miré las cajas… Nunca pensé que el papel de váter fuera tan romántico.

“Tu pelo huele a flores”, me dijo en nuestro primer encuentro, bajo un árbol en plena calle

Un árbol en plena calle fue testigo de nuestro primer encuentro.

–Tu pelo huele a flores” –me dijo. Sonreí y le vi sonreír. Esa sonrisa que siempre me ha acompañado y que me ha hecho feliz.

La dopamina, la acetilcolina, la serotonina y el resto de neurotransmisores ocuparon las siguientes horas. Yo le hablaba de mis investigaciones, de cómo estaba estudiando estas sustancias en los animales; pero creo que él no me escuchaba. Solo me miraba fijamente. Sus ojos iban penetrándome como gotas de agua, resbalando por cada uno de los pliegues de mi piel. Me sentí la chica más deseada del universo.

–Enamorarse es solo una función más de nuestro cerebro, que tiene que ver con las sustancias que estudio –le solté de golpe a ese hombre que flotaba–. Cumple los criterios de adicción, tolerancia y dependencia. Te enamoras a pesar de que sabes que puede terminar mal (adicción), necesitas cada vez más para sentir la misma sensación (tolerancia) y te desesperas cuando de golpe te abandona (dependencia)… Y todo esto dura dos años como máximo. Después, la acetilcolina, que parece la mayor responsable de esta función, se queda dormida. Hasta que una nueva sonrisa la despierta.

Y después, la noche se comió la luz. Y me dejé perder por sus abrazos, por sus besos, por su inmensa ternura de hombre maravilloso y por su calor irreemplazable…

Han pasado cinco años. La ciencia se equivoca, me dice cada vez que hablamos sobre nuestro primer encuentro. “La acetilcolina tiene insomnio”, pienso yo. Tendré que seguir investigando… le.

Redacción QUO