Así explicado suena sencillo; pero es fácil imaginar que en el caso del LHC las cosas son bastante más complejas. Dado que el enorme túnel de 27 kilómetros en el que se producirá la colisión es circular, y que los protones tienen la tendencia natural a moverse en línea recta, se necesita la ayuda de electroimanes que vayan guiando las partículas (los protones) para hacer que curven su trayectoria cuando sea necesario. Esos electroimanes son enormes bobinas de un conductor por el que pasa una intensa corriente eléctrica; esta genera un campo magnético potente que se puede modular a voluntad simplemente variando la tensión de la electricidad. Y no son pocos los imanes utilizados, no: nada menos que 1.296 de dos polos y 510 de cuatro polos. La gran cantidad de energía eléctrica necesaria para que estos imanes muy potentes se activen al máximo hace inviable el uso de cables eléctricos normales; por eso se usan unos muy especiales, fabricados de niobio y helio, que se hacen superconductores cuando se en­frían a temperaturas del orden de 271 grados centígrados bajo cero (una temperatura cercana al cero absoluto: -273ºC). Pero este enfriamiento es tan acusado que los elementos del acelerador que están en contacto con los superconductores se contraen. La contracción, por ejemplo, de un tubo a esas temperaturas es del orden de 3 milímetros por metro lineal; es decir, nada menos que ¡diez metros por cada 3,3 kilómetros! Algo que hubo que tener en cuenta a la hora de construir el acelerador. En cuanto a los detectores, están instalados en cada uno de los cuatro enormes huecos, en unos emplazamientos a lo largo del túnel que semejan estaciones de metro subterráneas del tamaño de una catedral… pero a cien metros de profundidad. Cada uno de ellos es gestionado por un consorcio de universidades y centros de investigación, y por sí solos son ya tan complicados y costosos como los más complejos laboratorios del mundo. Todo esto es solamente una pequeña muestra de la complejidad del proyecto; no en vano, su presupuesto seguramente superará los 2.000 millones de euros, cifra que no incluye, obviamente, el coste de construcción del túnel y de las cuatro enormes cavernas de los detectores, que ya existían para el uso del LEP. Resulta paradójico que para investigar lo casi infinitamente pequeño ha­ya que poner en marcha esta gigantesca herramienta, a modo de enorme martillo pilón para machacar partículas ultramicroscópicas. Porque se trata de medir masas tan minúsculas como cuatrillonésimas de gramo (un cero y una coma, seguidos de 23 ceros antes del 1) y energías un billón de veces menores que la necesaria para calentar un vaso de agua un solo grado. Pero eso exige la movilización de 35.000 toneladas de material ultrasofisticado que ha habido que instalar en el túnel y en sus cavernas detectoras, con una precisión inferior a una décima de milímetro.

Ciencia en tamaño micro
Y tanto esfuerzo, ¿para qué? La materia está compuesta por partículas muy pequeñas, unos ladrillos elementales no muy numerosos, y que obedecen unas leyes simples. Todo eso ha sido englobado bajo el nombre de “cromodinámica cuántica”, que es la teoría que explica de qué está hecho el Universo y qué leyes lo gobiernan. Pero las cosas han resultado no ser tan sencillas. La idea romántica de los griegos, según la cual el Universo es comprensible y elegante (cinco sólidos platónicos perfectos, cuatro elementos de la materia, armonía de las esferas en el cosmos, etc.) seguía latiendo en la mente de los grandes físicos del siglo XX. La realidad parecía corroborarlo hasta que la física cuántica, la de las partículas elementales, vino a perturbar el asunto. La cromodinámica cuántica parecía haberlo arreglado, pero recientemente se ha visto que todo es más complicado. Porque ya Einstein murió con la idea de que habría que resolver un dilema: las leyes de la física en el mundo “grande” (el nuestro, el de los planetas, el Universo…) no se pueden aplicar al pequeño mundo de las partículas elementales. Y viceversa. Pero el mundo grande está compuesto por partículas elementales, ordenadas de una u otra forma; ¿cómo es posible semejante contradicción? Incluso en el mundo grande, donde todo parecía bastante claro después de Newton y Einstein, ahora la física del caos comienza también a remover unas aguas aparentemente tranquilas. Por tanto, es obvio que no lo sabemos todo; más bien al contrario. Para resolver el rompecabezas del macro y el micromundo, los físicos han elaborado teorías que matemáticamente dan buena cuenta del problema, aunque obviamente a base de complicarlo mucho. Unas teorías (dimensiones extra, supersimetría, cuerdas y supercuerdas, etc.) que en realidad no valen nada mientras no tengan algún tipo de verificación experimental. Y para ello, sus ecuaciones matemáticas complejísimas han de poder ser traducidas a datos y fenómenos que puedan ser objeto de algún tipo de experimento. Ese es el trabajo de los físicos fenomenólogos, que hacen asequible en el mundo real la enorme abstracción de las elucubraciones de sus colegas teóricos. Para que, al final, los físicos experimentales, de acuerdo con las predicciones realistas de los fenomenólogos, se encarguen en laboratorios como el LHC de verificar si las predicciones son ciertas. Y si no, devolverle la “patata caliente” a los teóricos, para que inventen otra cosa.

Redacción QUO