El 30 de diciembre de 2015 la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC por sus siglas en inglés) anunciaba la verificación de cuatro nuevos elementos de la tabla periódica. La inclusión llena la séptima fila por lo que se supone que, el próximo elemento a descubrir será un gas noble…si “vive” el tiempo suficiente para llegar a ese estado.
Los recién llegados son, por orden numérico el 113, el 115, el 117 y el 118, números que representan la cantidad total de protones que tiene cada átomo de ese elemento.
La última vez que se había abierto la puerta a la mesa más vip de la química ocurrió en 2011 con la aceptación del flerovio (número atómico 114 y nombrado en honor al pionero de la física nuclear rusa Gueorgui Fliórov ) y el livermorio (número atómico 116 y bautizado así para homenajear al Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, donde fue “descubierto” ).
Desafortunadamente, por más que busques en los terrenos más inhóspitos del planeta, no podrás hacerte con un trozo de flerovio, liveromorio o, para el caso, de ununtrio, ununpentio, ununseptio o ununoctio, los nombres provisionales de los elementos 113, 115, 117 y 118.
El primero de ellos fue descubierto en los laboratorios RIKEN, de Japón (aunque un equipo del Instituto de Investigación Nuclear de Dubna, Rusia, aseguró haberlo hecho en 2003, pero sus resultados no fueron aceptados por la IUPAC). Los tres restantes fueron fruto del trabajo colaborativo entre rusos del mencionado instituto y estadounidenses de los laboratorios Lawrence Livermore y Oak Ridge.
Producir un nuevo elemento es muy sencillo, léase con ironía: basta hacer chocar dos átomos de elementos, cruzar los dedos para que haya fusión nuclear y, si eso ocurre, ¡zasca!, nuevo elemento. Solo hay un pequeño problema, mínimo y nimio. De acuerdo con Paul Karol, miembro de IUPAC, “esto ocurre apenas una en un billón de veces. Los experimentos tardan meses y quizás se obtiene algo interesante”.
Con esto no se refiere a que los científicos pueden mostrar un trozo de ununtrio: lo que entregan a la IUPAC es una enorme cantidad de datos que reflejan sus experimentos. Para que esta organización los acepte y verifique un nuevo elemento, estos experimentos deben ser replicados en diferentes laboratorios. Solventado este paso, se invita a los expertos a una reunión para nombrar al nuevo elemento. Y aquí es donde llega la segunda parte más complicada del descubrimiento de un nuevo elemento. Su bautismo. De acuerdo con las directrices de la IUPAC “los elementos pueden llevar un nombre mitológico, un mineral, un lugar, un país, una propiedad o un científico”.
Esta instancia es tan compleja, ya que a menudo son varios laboratorios los que afirman haberlo descubierto, que se ha llegado casi a la guerra por estos temas. En la época de la Guerra Fría, tanto los soviéticos como los estadounidenses aseguraron haber descubierto los elementos 104 , 105 y 106. Obviamente cada equipo quería darle un nombre que reflejara su identidad. El conflicto, que llegó a ser conocido como la Guerra de los elementos transférmicos (el fermio es el elemento con número atómico 100), fue resuelto recién en 1997 por la IUPAC.
Así que, veremos qué ocurre en este caso.
La persecución de nuevos elementos busca probar las teorías de la estructura atómica y, al mismo tiempo, intenta encontrar nuevos elementos pesados, más estables (estos últimos “viven” fracciones de segundo) y con propiedades sumamente extrañas.
Po lo pronto, Kosuke Morita, director del grupo japonés que descubrió el elemento 113, asegura que ya están buscando el 119.
Redacción QUO