El 30 de junio de 1908 a las 7:17 de la mañana la región de Tunguska en Siberia se vio sacudida por una explosión que derribó árboles en un radio de más de 50 kilómetros, cerca de un cuarto del tamaño de toda la ciudad de Buenos Aires. El evento tuvo tal magnitud que fue detectado por estaciones sismográficas y hasta por una estación barográfica (que mide las variaciones de la presión atmosférica) en el Reino Unido y su potencia fue equivalente a la de un arma nuclear de unos 10 a 15 megatones (esto se establece por el área devastada). Toda esa energía sería suficiente para dar electricidad a una ciudad durante al menos un año. Los días siguientes a la explosión, se generaron nubes noctilucentes (que brillan de noche) en gran parte de Europa. Esto hacía posible, como se describió entonces, que se pueda leer un periódico de noche sin necesidad de luz artificial.
La causa de esto sería una roca de unos 80 metros de diámetro habría explotado en el aire. El cometa habría estado compuesto de polvo y hielo y se vaporizó al chocar con la atmósfera, pero el choque habría causado el alto grado de destrucción. Desde entonces, muchos científicos han ideado diferentes métodos para intentar anticiparse y reaccionar a cualquier impacto de un cuerpo en nuestro planeta. Y, pese a la fantasía cinematográfica que habla de bombas nucleares y escudos gigantescos, se lo han tomado muy en serio.
La realidad es que si ahora mismo descubriéramos un asteroide en rumbo de colisión con la Tierra estaríamos prácticamente indefensos. Por ello la Nasa tiene su propio sistema de detección de cuerpos potencialmente peligrosos y la Agencia Espacial Europea, ESA, ha creado la misión AIDA, Asteroid Impact & Deflection Assessment (Misión de Análisis de Impacto y Desvío de un Asteroide), está compuesta por dos sondas.
La primera es AIM (Asteroid Impact Mission) destinada a probar tecnologías que permitan desviar la trayectoria de un asteroide que se acerque a la Tierra. AIM será lanzada en 2020 a la caza y “captura” del asteroide binario Didymos, compuesto por un cuerpo principal de unos 800 metros de diámetro, y una luna, apodada Didymoon, de 170 metros de diámetro. Si todo ocurre de acuerdo a lo planificado, en el verano de 2022, ambos se acercará a 11 millones de kilómetros de la Tierra (30 veces la distancia a la Luna) y allí se encontrarán con AIM que los estudiará a conciencia hasta la llegada de DART, Double-Asteroid Redirection Test, que llegaría a un poco más tarde y se estrellaría con Dydimoon a unos 6 kilómetros por segundo. El propósito de esta bofetada cósmica es ver si con ello se altera y cómo, su trayectoria, para así prevenir posibles impactos en nuestro planeta.
Una misión como esta requiere una tecnología específica que se basa en pilares como la comunicación y la navegación. Una empresa española, GMV, es la responsable del análisis de la misión, del subsistema GNC (Guiado, Navegación y Control) y de una parte importante del diseño de las operaciones. En Quo hemos hablado con Mariella Graziano, Directora de Sistemas Espaciales – Aerospace de GMV para comprender las dificultades de una operación espacial a 11 millones de kilómetros. Y sus posibilidades de éxito.
“Hay muchos elementos que hay que tener en consideración – responde por correo electrónico Graziano –. Primero el tiempo de latencia, debido a que se está mandando un mensaje al Espacio profundo. La nave se irá a más de una unidad astronómica (distancia entre la Tierra y el Sol), aunque las operaciones críticas cerca del asteroide se harán cerca de 0.5 unidades astronómicas. Debido a esa latencia, no es posible reaccionar a un fallo de manera inmediata desde la Tierra y hay que invertir mucho más esfuerzo en la detección de fallos y la reacción de manera autónoma (Failure Detection, Isolation and Recovery o FDIR). También, en las operaciones nominales, la nave tendrá que hacer operaciones de manera autónoma, como por ejemplo la fase más crítica de acercamiento a Didymoon y el aterrizaje del Lander en su luna”.
Una operación de este calibre requiere pensar nuevos escenarios, posibles fallos, problemas inesperados, todo ello exige crear nuevos sistemas de comunicación, navegación y control que podrían llegar al uso cotidiano en algunos años. “Para el grado de autonomía necesario – continúa Graziano – se están desarrollando tecnologías innovadoras de navegación óptica, ya que una de las partes más difíciles es sin duda la estimación a bordo del estado relativo de la nave respecto al asteroide, con alta precisión. Aparte de eso se están desarrollando muchos otros experimentos, como por ejemplo el ensayo de comunicación óptica que puede aumentar de manera impresionante la capacidad de comunicación, y que al mismo tiempo necesita desarrollos muy precisos de algoritmos autónomos para apuntar a las estaciones de tierra. Estas tecnologías, junto a las anteriores mencionadas, tienen un claro impacto no sólo para las futuras misiones espaciales, sino también para el usuario en tierra”.
Teniendo en cuenta las distancias, la demora en la comunicación puede llegar a los 20 minutos, lo cual dificulta notablemente la capacidad de reacción ante imprevistos.
“Uno de los objetivos más importantes de AIM – agrega Graziano – es exactamente el de evaluar el efecto de las estrategias para desviar asteroides en trayectoria de colisión con la Tierra. Para asteroides de tamaño pequeño-mediano (del orden de 100 metros de diámetro) el “kinetic impactor” es una estrategia muy prometedora consistente en impactar con el cuerpo para desviar su trayectoria. El efecto del impacto no es predecible únicamente con modelos matemáticos, porque existen factores como por ejemplo la eyección de gas y polvos que va a salir del cuerpo y que no se han podido estudiar de manera extensiva. Este efecto será medido gracias a los instrumentos a bordo de la nave de AIM”.
Por otro lado, existen cada vez más proyectos a nivel europeo dentro del marco de la defensa planetaria. Es el caso, por ejemplo, del proyecto NEoshield-2, sucesor de NEOShield (Near-Earth Object), cuyo objetivo fue evaluar objetos con trayectoria «peligrosa» en el espacio exterior. Todo ello de cara a evitar otro Tunguska, pero la realidad es que “es muy frecuente la re-entrada y destrucción en la atmósfera terrestre de objetos provenientes del espacio, ya sea naturales o generados por el hombre (Basura espacial o Space Debris). No existe evidencia alguna de que un asteroide, o cualquier otro objeto celeste, se encuentren ahora en trayectoria contra la Tierra y tenga la capacidad suficiente de impactar contra ella. Pero sí que existe una lista de objetos que se encuentran supervisados y observados por los radares”.
Juan Scaliter