Unos 75 años atrás un brote de ántrax (también conocido como carbunco) infectó a decenas de ciervos en el oeste de Siberia. Algunos de ellos acabaron con sus cuerpos sepultados bajo la capa de hielo perenne de la tundra, el permafrost. Sus restos y los de su asesino, podrían haber permanecido allí durante siglos, pero una ola de calor el verano pasado habría liberado esporas de Bacillus anthracis y todo comenzó. Al contrario de lo que ocurre con otros patógenos, al ántrax no busca mantener a su víctima con vida el mayor tiempo posible. Todo lo contrario:al ántrax le gusta la descomposición. Una vez que el oxígeno entra en el cuerpo del animal muerto, la bacteria se transforma en esporas a la caza y captura de nuevas víctimas.
En 2011 los científicos ya habían advertido que esto era posible, que un aumento de temperatura podría liberar virus y bacterias congelados en el premafrost: “Como consecuencia de la fusión del permafrost, podrían volver los vectores de algunas epidemias mortíferas de los siglos XVIII y XIX, sobre todo cerca de los cementerios donde se enterró a las víctimas”, se podía leer en el artículo.
En agosto de este año su pronóstico se convirtió en realidad cuando un niño de 12 años murió por ántrax en la región de la península de Yamal, 20 personas resultaron infectadas y más de un centenar fueron hospitalizadas por la sospecha de contagio. Por si fuera poco 2.300 renos morían por la misma causa.
Y esto es solo el principio según los expertos: bastaría un aumento de las temperaturas de poco más de un grado, para que se derrita el permafrost, una manta bajo la cual, durante cientos de miles de años, han permanecido durmientes decenas de virus y bacterias.

Juan Scaliter