Hace 49.000 años un niño de casi 8 años compartió con al menos 12 familiares lo que hoy es la Cueva de El Sidrón (Asturias). Allí murió a esa edad y quedó cubierto por una tierra que fosilizó gran parte de sus huesos. Hoy ese esqueleto le ha contado al mundo nuevos secretos sobre su extinta especie: los neandertales.

Los explican el investigador Antonio Rosas – del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)– y sus colegas en un artículo de la revista Science. El pequeño J1 (de juvenil 1) tenía un tamaño corporal similar al de cualquier niño moderno de su edad, cifrada en 7,7 años a partir de las marcas de crecimiento de sus dientes. Algo robusto, eso sí: unos 26 kilos y 111 cm de altura.

Sin embargo, su cerebro no estaba aún formado del todo. El porcentaje de desarrollo se habría correspondido con el de un humano moderno de solo 5 o 6 años. Los investigadores calcularon su tamaño a partir de dos fragmentos del cráneo. El modelo en 3D elaborado para ellos por el Laboratorio de Morfología Virtual tiene 1.330 cc, un 87,5% de los 1.520 que solían alcanzar los adultos.

La interpretación de ambos datos tiene repercusiones para entender la evolución humana. Las especies –como humanos y neandertales– de cerebro grande tenemos un problema de eficiencia energética. El cuerpo necesita invertir mucha energía para hacer crecer un cerebro. Nuestra estrategia ha sido dejar que primero crezca él y, cuando está casi listo, “recuperar de golpe el tiempo perdido con el estirón de la adolescencia” para completar el cuerpo adulto, según explicaba Rosas en la presentación del estudio. Eso nos ha permitido “estar mucho tiempo aprendiendo –esa es la manera de transmitir los conocimientos–. Y creíamos que este patrón era exclusivamente humano”, alegaba, pero J1 ha venido a mostrarnos un desarrollo similar. “Falta por saber si ellos tenían un estirón”.

¿Qué implica esto? Los autores son cautos, pero apuntan a que probablemente se heredara ese crecimiento lento de un antepasado común que, según el investigador, estaría entre “el Homo ergaster africano de hace 1,6 millones de años, y el Homo antecessor”, de hace unos 900.000 años.

Las especulaciones sobre si un cerebro de crecimiento más lento indica más o menos inteligencia, o sus interesantes repercusiones para la vida en común aún necesitarán evidencias en futuros trabajos. Y hay material para ello. Junto a los restos del pequeño, al que el artículo atribuye el sexo masculino, se han desenterrado otro juvenil menos completo, tres adolescentes, 4 hombres y 3 mujeres adultos y un niño de 2 o 3 años. Entre estos últimos la madre y el hermano pequeño del individuo estudiado ahora.

Sus informaciones podrán corroborar también la razón para una segunda peculiaridad anatómica respecto al humano moderno: el retraso en el desarrollo algunas vértebras, poco maduras para su edad cronológica. Los autores han jugado con la hipótesis de que podría deberse a que el característico tronco henchido de los neandertales tardaba más tiempo para formarse. Pero Luis Ríos, coautor del estudio y también miembro del Grupo de Paleoantropología del Museo de Ciencias Naturales CSIC, apunta a que “son los huesos que rodean la médula espinal y podría ser que todo el sistema nervioso presentara una maduración prolongada”. No obstante recalca que se necesita más información para afianzar conclusiones.

Lo que sí han deducido es que este niño, diestro como el resto de su grupo, participaba en tareas de adultos. Dan fe de ello las marcas de corte de sus dientes. Los usaba como una tercera mano –una actitud ya conocida en esta especie– para sujetar ¿pieles? ¿fibras vegetales? Que sujetaba con la izquierda y pulía o afilaba con herramientas manipuladas con la derecha. Los golpes “sin duda bastante desagradables”, según Rosas, de estas provocaban esas huellas. Era pues un aprendiz, que nunca llegó a maestro, pero ha conseguido impartirnos su lección.

Pilar Gil Villar