1. Tortugas gigantes.

de la especie Cheirogaster perpiniana, de 2 metros de largo.

2. Hipparion crassum.

un équido de tres dedos.

3. Árboles de gran tamaño.

del estilo de los actuales cipreses. También podría haber secuoyas.

4. Dinofelis.

felino del tamaño de un puma y pariente de los “dientes de sable”, aunque sus caninos tenían un tamaño normal.

5. Gases tóxicos.

que emanan del lago de origen volcánico.

6. Rinocerontes.

De la especie Stephanorhinus megarhinus. A diferencia de sus parientes africanos, se alimentaban de frutos y vegetales blandos.

7. Mastodontes.

Entre ellos, el Anacus arvernensis, de 3 m de alto.

8. Macacos.

como Macaca prisca, parecido a los que hoy viven en Gibraltar.

9. Bóvidos.

De presencia grácil pese a sus 500 kilos de peso, alcanzaban 1,60 metros de altura.

10. Lynx issiodorensis.

primer representante del linaje de los linces, pero más grande que los actuales.

11. Tapir.

En el Camp ha aparecido el ejemplar más antiguo del registro fósil europeo.

Nuestro planeta ha conocido mejores momentos que el actual. El último de ellos tuvo lugar hace algo más de tres millones de años. El continente europeo o, mejor dicho, el Mediterráneo, acababa de salir de una de las peores crisis, si no la peor, de toda su historia geológica.

Hace unos seis millones de años, las fuerzas tectónicas que todavía en la actualidad empujan a la placa africana contra Europa cerraron la entonces amplia conexión marítima existente entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo. Dado que, ayer como hoy, el Mediterráneo es un mar deficitario que depende de los aportes del Atlántico para su mantenimiento, tras la desconexión sus aguas comenzaron a evaporarse a un ritmo vertiginoso.

La caída del Mare Nostrum

En poco más de 1.500 años (una minucia hablando en términos geológicos) el flamante Mediterráneo se desecó casi en su totalidad, de manera que las dos grandes cuencas de este mar, oriental y occidental, quedaron reducidas a una serie de lagos salobres, no muy diferentes del actual mar Muerto.

Desde los márgenes continentales, los ríos y arroyadas excavaron profundos cañones, y nutrieron los lagos interiores con agua dulce. Esta, a su vez, se iba evaporando de nuevo y dejaba grandes depósitos de sal y yeso que todavía se encuentran en el fondo del Mediterráneo, a cientos de kilómetros de profundidad. Sobre las áreas desecadas se extendieron la estepa cálida y el desierto, solamente interrumpido por los grandes relieves de las islas Baleares, Córcega y Cerdeña, que se habían convertido en imponentes macizos montañosos. Poco antes, el mundo entero había padecido otra crisis global. Entre 8 y 7 millones de años atrás, las zonas áridas se extendieron por los continentes como nunca lo habían hecho. Por primera vez, en amplias extensiones de África, América del Sur y Australia las sabanas y los incipientes de­sier­tos se expandieron en aquellas zonas que antes habían ocupado los bosques. Pero en la historia de la vida no hay mal que por bien no venga. Esta expansión de las zonas áridas forzó la evolución de un grupo de antropomorfos que hasta entonces habían poblado los bosques tropicales de África, y dio lugar a un nuevo tipo de locomoción bípeda que está en el origen de nuestro propio linaje, el de los homínidos.

Pronto, las aguas volvieron a su cauce. En el caso del Mediterráneo, literalmente, ya que las fuerzas erosivas abrieron una nueva brecha donde hoy se sitúa el estrecho de Gibraltar, y el océano Atlántico de nuevo abocó sus aguas en la cuenca mediterránea, que se inundó tan rápido como se había desecado y adquirió su configuración actual. O casi, porque, de hecho, hace unos 4 millones de años, a principios del llamado período Plioceno, el nivel general de los océanos se elevó cerca de 60 metros. Grandes ríos como el Ródano se convirtieron en rías de agua salada, no muy diferentes de las actuales rías gallegas. Tras la crisis de hace seis millones de años, la biosfera había entrado en un nuevo óptimo climático.
Así, hace entre 5 y 3 millones de años el planeta conoció una nueva fase de estabilidad, dominada por las altas temperaturas y por un clima bastante más húmedo que el de la actualidad. Las temperaturas estaban en general unos 5ºC por encima de las de hoy, mientras que en Europa las precipitaciones sobrepasaban entre 400 y 700 mm la media actual del continente. Bajo estas condiciones, el casquete polar antártico, la única superficie helada que existía por aquel entonces, redujo notablemente su grosor, lo que provocó un aumento general del nivel de los océanos y convirtió en rías buena parte de los valles fluviales que desembocaban en el Atlántico y en el Mediterráneo, como en el caso ya mencionado del Ródano y los más cercanos del Llobregat y del Guadalquivir. En este contexto de altos niveles de temperatura y humedad, la vegetación de Europa occidental estaba formada por bosques subtropicales de hoja perenne como los que hoy encontramos al sudeste de China y en el delta del Misisipi, en donde predominan las Taxodiáceas, los llamados “cipreses de los pantanos”. Al sur del Mediterráneo, África conocía lo que se ha llamado la “edad de oro del Plioceno”, con los bosques ganando de nuevo terreno a las sabanas y dando cobijo a nuestros antepasados, cuya vida todavía se desarrollaba en buena medida en los árboles.

Redacción QUO