Lo ideal sería tener muñecos idénticos a nosotros. Réplicas sin vida en las que poder estudiar al detalle cómo funciona nuestro organismo, cómo enferma y cómo reacciona a los tratamientos que diseñamos. Pero no las tenemos. Por eso, la ciencia aborda nuestro estudio con el resto de posibilidades a su alcance. Entre ellas, la manipulación genética le ha abierto rutas insospechadas hace 30 años. Como la de pensar en sustituir las células enfermas de un cerebro con párkinson por otras sanas elaboradas a partir de, por ejemplo, piel del paciente y, por tanto, libres de rechazo inmune. Una meta ambiciosa a la que Chen Xigu se encaminó en 2001 con un niño de siete años y un conejo.
El primer embrión de oveja y humano tiene una célula humana por cada diez mil de ovino
Necesitaba conseguir células embrionarias –con capacidad de formar tejidos diferentes, también el cerebral– genéticamente idénticas a las de un donante. Y, aunque la oveja Dolly aún no había nacido, el camino de la clonación había avanzado lo suficiente como para saber que, si se transfería el núcleo de una célula (aunque no fuera un espermatozoide) a un óvulo desnucleado y se aplicaba al conjunto una corriente eléctrica, se podía impulsar el desarrollo de un embrión. Con una carga genética prácticamente idéntica a la del donante del núcleo.
Los núcleos de Xigu procedían de la piel del niño. Los óvulos, de conejas. ¿Por qué? Porque son mucho más fáciles (y baratos) de conseguir que los de mujeres.
De momento, su objetivo era solo comprobar si el resultado de la fusión llegaba al estadio –llamado blastocito– en el que ya se pueden obtener células embrionarias.
En ningún caso habría dejado que prosperasen más allá, pero tampoco le hizo falta decidirlo, porque no lo consiguió. De los mil óvulos con los que probó, solo cien aceptaron el núcleo, y apenas un puñado llegó al tercer día de desarrollo, un estadio anterior al de blastocito. Pero los autores consideraron el estudio una vía a tener en cuenta para la investigación del mal de Alzheimer o el grupo de enfermedades raras conocidas como ‘de la motoneurona’, entre las que se incluye la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), con una prevalencia de 3,5 casos por 100.000 habitantes y año, según la Sociedad Española de Neurología.
Embriones de 28 días
El trabajo de Xigu se inscribe en el campo de la medicina regenerativa. La que busca reparar nuestras células, tejidos y órganos defectuosos con otros creados a propósito para curarnos. Pero las fusiones entre humano y animal también se utilizan para crear muestras y organismos con una enfermedad determinada para poder observar en qué momento y por qué mecanismos surge.
La inclusión de un gen de autismo humano en monos modificó su comportamiento con sus congéneres
A partir de ahí, se pueden diseñar tratamientos y probarlos en primer lugar en esos tejidos híbridos. Como contienen material humano, su reacción estará más cercana a la nuestra que a la de
los animales modelo usados rutinariamente en los laboratorios. De hecho, hace más de 30 años que se utilizan células del sistema inmunitario humano para que una cepa de ratones de laboratorio desarrolle órganos linfáticos a partir de los que se estudia, y se ha avanzado significativamente en la lucha contra el sida, el cáncer y otras enfermedades. El reto se acentúa cuanto más distantes están las especies mezcladas, y más compleja es la variación que se desea introducir. Como la de llegar a crear órganos completos de una especie en otra.
Esa es la finalidad del último hito en quimeras de laboratorio, como se conoce a los organismos obtenidos injertando células o embriones de unas especies en otras. El apelativo procede de
la criatura mitológica con cabeza y patas de león, una cabeza de cabra que salía de su lomo y cola de serpiente. El pasado 17 de febrero, en el congreso de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia en Austin (EE.UU.), Pablo Ross, veterinario de la Universidad de California en Davis, anunciaba haber creado junto a Hiromitsu Nakauchi, de la Universidad de Stanford, un embrión de oveja en el que durante cuatro semanas se desarrollaron células humanas que conseguían crear tejidos. Concretamente, una por cada 10.000 de oveja. El propio Ross reconocía: “creemos que todavía no es suficiente para generar un órgano”, pero la cantidad multiplicaba por diez los resultados del hito anterior en su campo, con solo un año de diferencia: el primer embrión de cerdo en el que habían crecido células humanas. El trabajo, que también contó con la colaboración de Ross, se había publicado en la revista Cell con Jun Wu como primer autor. Wu trabaja en el laboratorio del Instituto Salk de California, dirigido por el español Juan Carlos Izpisúa Belmonte, un referente mundial en el campo de la medicina regenerativa. En su empeño hacia los órganos de laboratorio, ya había conseguido generar minirriñones en ratones, o un páncreas.
Cerdos ‘made in Spain’
Pero si pretendemos obtener órganos que algún día nos sirvan a los humanos, “se piensa en organismos con una similitud en cuanto al tamaño de ese órgano, la gestación del animal, etc. También en función del conocimiento que se tiene de esa especie a nivel de desarrollo”, explica Nuria Monserrat, que colaboró con Izpisúa en el proyecto de los minirratones. De ahí los cerdos, una especie con trayectoria en el mundo de los trasplantes. En 2002 se implantó en España la primera aorta porcina a un paciente de aneurisma de 72 años, y casos anteriores en Reino Unido, Alemania o Italia habían demostrado que el rendimiento de estas era mejor que el de las mecánicas.
Pero ¿cómo se intenta un crear un órgano de humano dentro de un cerdo? El experimento de Wu llevó cuatro años, en los que primero se desarrolló el procedimiento de implantación junto al argentino Pablo Ross en la granja para investigación de la Universidad de California en Davis. Después lo pusieron en práctica en las instalaciones de la murciana Agropor. Allí inyectaron dosis
de entre 3 y 10 células en 1.506 embriones de cerdo de pocos días en placas de laboratorio.
Al cabo de unos días, transfirieron grupos de entre 30 y 50 de esos embriones a cuarenta cerdas, en cuyos úteros se desarrollarían. Aunque la mayoría no salió adelante, entre tres y cuatro semanas después fueron extrayendo los 186 que sí lo habían hecho. En su poco más de un centímetro, destacaba al microscopio un punto rojizo. Eran las células humanas, marcadas con fluorescente para distinguirlas. Una esperanza, aunque a largo plazo, como resume Elisabeth Coll, directora médica de la Organización Nacional de Trasplantes: “Nosotros apoyamos este tipo de investigación al cien por cien. Sería estupendo poder evitar el tema del rechazo con células propias, pero todavía vamos a tardar mucho en conseguir eso”, manifiesta.
En efecto, en los resultados de Wu, los embriones más desarrollados eran los que menos células humanas tenían, un fenómeno que hace ver la dificultad de esa integración interespecies. Sin embargo, tanto ellos como la oveja de Stanford habían evitado que las células humanas migraran al cerebro o empezaran a diferenciarse como cerebrales.
Ese logro no es baladí. Una de las preocupaciones que rodean a este tipo de investigación es la posibilidad de que un número suficiente de células cerebrales empezara a otorgar al animal conciencia o sufrimiento humanizados. Otra es que las células madre humanas llegaran a formar óvulos y espermatozoides, por la potencialidad implícita de que dos quimeras pudiesen concebir un embrión humano. Por eso, estos experimentos están sujetos a comités bioéticos que los permiten y regulan con claros límites los procedimientos y tiempos.
Y los propios investigadores acotan los riesgos en el diseño de los experimentos. “Lo importante es que lo que uno está inyectando ya esté prediferenciado en la placa de cultivo correctamente. Intentas poner la mayor parte de sistemas de freno. Si una célula está bien instruida y prediferenciada a páncreas, no dialogará bien con el nicho cerebral [del receptor]. No va a llegar a término”, aclara Nuria Monserrat. Actualmente ella trabaja en el Instituto de Bioingeniería de Cataluña, donde busca crear minirriñones en placas de cultivo, sin injertarlos en otro organismo.
Y explica cómo pueden aprovechar otras líneas de investigación los conocimientos obtenidos en la creación de quimeras. Si se quiere elaborar un órgano humano en una placa de cultivos “hay que saber qué señales dar a las células para que se dispongan de una forma determinada. En el experimento de los minirriñones esas señales venían del ratón. Utilizamos esos modelos quiméricos para saber cuáles son. Trabajar con ellos ayuda a saber cuál es la pieza que falta en el puzle”, afirma.
Conocer ese lenguaje molecular de las células hizo posible, por ejemplo, cultivar metros de piel a partir de las células de un niño con una mutación genética conocida como piel de mariposa. En el Hospital Infantil de Bochum (Alemania) corrigieron la mutación en la nueva piel que le injertaron y salvaron así su vida.
Leche e insulina
La vida de los 525.000 niños que, según la OMS, mueren al año de enfermedades diarreicas, especialmente en países en desarrollo, podría depender de unas cabras. Alojadas en la misma granja de la Universidad de California en Davis mencionada antes. En este caso, lo que se introdujo en ellas no fueron células humanas, sino el gen responsable de crear lisozima, un componente de nuestra leche materna con propiedades antimicrobianas. El equipo de Elizabeth Maga consiguió que las cabras la produjeran en su leche. Como su universidad decidió no comercializarlas, se ha asociado con una universidad de Brasil para hacerla llegar a quienes la necesitan. Ahora está probando una versión que combata el colon irritable, una enfermedad con mayor incidencia (y, por tanto, clientela) en Estados Unidos.
También genética fue la modificación que realizó en China Zhen Liu para que unos macacos portaran el gen humano MECP2, relacionado con el autismo. Querían comprobar si mostrarían los síntomas de la enfermedad y si su descendencia la heredaría, para acotar mejor la implicación del gen en el trastorno en personas. Efectivamente, los monos mostraron alteraciones
de comportamiento.
Pero el cerebro también ha sido objeto de exploración quimérica. En 2011, el equipo de Su-Chun Zhang injertó células madre embrionarias en cerebros de ratón y consiguieron que llegaran a activar las células cerebrales de los ratones. Su objetivo: averiguar más sobre cómo se forman y especializan en sus funciones los diversos tipos de células del cerebro, un conocimiento valioso en el estudio de enfermedades como la de Alzheimer o la de Parkinson. En ese camino avanzó también Steven Goldman cuando insertó células cerebrales de fetos humanos en cerebros de ratones recién nacidos. Comprobaron que se convertían en glías, no en neuronas, y que esos ratones obtenían resultados cuatro veces mejores que los normales en sus pruebas de habilidad.
Por su parte, antes de su quimera de oveja, Nakauchi había logrado que una rata desarrollara un páncreas de ratón. Recurrió a las técnicas de edición genética y silenció los genes responsables de la formación del páncreas en el embrión de rata antes de introducir en él las células madre de ratón. De esta forma, estas tendrían menos interferencias para “dialogar” con el nicho responsable de crear el órgano.
El páncreas generó insulina y fue trasplantado a ratones diabéticos, a los que curó.
Y, en la Universidad de Tokio, Takashi Yokoo logró riñones que funcionan y producen orina trasplantando riñones embrionarios de cerdo, con su vejiga y todo, en ratas adultas. Su próximo paso será crear riñones de células madre humanas en embriones de cerdo.
China a la cabeza
Sin embargo, la generación real de órganos en animales podría llegar de China. Allí la ley permite llevar los embriones a término, y el planteamiento difiere del de otros países. “Sabemos que hay empresas allí que piensan en la producción de órganos desde un punto de vista más empresarial –dice Monserrat–. Tienen dinero para crear animales con genes silenciados de páncreas, riñón, corazón… en varios momentos de la gestación y hasta que resulten viables. Estamos en una carrera”. Se admiten apuestas.