Twitter estallaba recientemente en un torrente de encendida polémica cuando un investigador español relataba en casi directo sus prácticas invasivas sobre el cerebro de un gato. Para él, parte de la rutina de los estudios neurofisiológicos. Para muchos de sus seguidores, una imagen cargada de desasosiego. El posterior cruce de mensajes entre defensores y detractores del empleo de animales para experimentación reflejaba posturas tan iracundas e irreconciliables que, cuando solicité al científico su punto de vista para este reportaje, declinó mi invitación y me pidió que no mencionara su nombre.
En los laboratorios de todo el mundo se utilizan cada año unos 115 millones de animales. Entre ellos se cuentan los ratones en los que el oncólogo Manuel Hidalgo ensayó el fármaco que ha logrado la primera curación de un cáncer de páncreas avanzado en una persona, los cerdos usados en la Universidad de León para diseñar una técnica que regenere el miocardio con células madre adultas de un paciente de infarto y las ratas con las que el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo busca la fórmula para implantar a estos pacientes células neuronales desarrolladas a partir de células madre de su propia médula espinal. Todos ellos, fines deseables. Sin embargo, al gran público no le gustaría echar una mirada entre los bastidores de los centros que los persiguen en procesos lentos, y a menudo repletos de intentos fallidos.
Desde que los movimientos en defensa de los derechos animales tomaron fuerza en la década de 1960, hemos ido cuestionando cada vez más cómo y para qué recurrimos a nuestros compañeros de planeta. Mientras unos reclaman que se aparten de la investigación definitivamente, otros han avanzado en la regulación de su uso. El principio básico de toda reglamentación es perseguir constantemente las 3 “erres”: reducir el número de ejemplares utilizados, refinar las técnicas, para causarles el menor daño posible, y reemplazarlas por otros métodos alternativos.
En la práctica
Además, “cada proyecto y cada experimento llevan una reglamentación en la que se debe indicar cuántos animales se utilizan, para qué, que no van a sufrir, los procedimientos eutanásicos, etc.”, manifiesta Jesús del Mazo, responsable científico del Animalario del Centro de Investigaciones Biológicas del CSIC. Las solicitudes deben ser aprobadas por el comité de bioética del centro correspondiente. Del Mazo explica también que, aunque métodos alternativos –como los cultivos de tejidos o la búsqueda de órganos artificiales–, pueden resultar útiles en algunas pruebas, “nunca nos van a dar la información que proporciona un organismo entero con todo su metabolismo”. Por ejemplo, los ratones que utiliza en su trabajo actual, centrado en descubrir cómo la interacción de muchos de los productos químicos que nos rodean podrían afectar al aumento en el primer mundo del cáncer testicular y las malformaciones genitales (sobre todo en varones). “Los compuestos comercializados en nuestro entorno cuyo efecto desconocemos superan los 80.000”, asegura. Las protectoras de animales suelen argumentar que los resultados en otras especies no pueden trasladarse sin más a humanos, pero Del Mazo advierte: “La industria química también ha rechazado resultados de toxicidad de ciertos compuestos con el mismo argumento”.
Otra de las preocupaciones de grupos como la Asociación de Defensa de los Derechos Animales (ADDA) es que el espíritu de las 3 “erres” no esté realmente arraigado en la conciencia de los investigadores. Su portavoz, Montse Paredes, considera que hay experimentos “dedicados a hinchar el currículo de los investigadores, conseguir más fondos, etc., y también hay muchísimos que se duplican en la industria para conseguir productos iguales de distintas marcas”. Como propuesta constructiva, sugiere: “Que se premie a quienes descubran un método alternativo y se dé mayor publicidad a estos”. En esta misma línea, la primatóloga Jane Goodall llegó a pedir el premio Nobel para los científicos que no investigan con animales.
Legislación europea
A pesar de eso, esta práctica no podrá erradicarse jamás, según declaró el 73% de los científicos de Reino Unido a su Centro Nacional para las 3 “erres” (NC3R). Pero sí someterse a mejores controles. En 2009 se prohibió en la UE su uso para la elaboración de cosméticos, si bien con una salvedad que sigue levantando ampollas: hasta 2013 se permite la comercialización de productos para cuya elaboración se haya recurrido a tres tipos de ensayos en animales; eso sí, fuera de la UE. Muchas marcas ya han desterrado las jaulas de sus laboratorios, pero otras están luchando por ampliar la moratoria. Existen varias listas, en español e inglés, que ofrecen información sobre ambas opciones.
Mientras tanto, el Parlamento Europeo aprobó el pasado septiembre una nueva directiva para regular la experimentación animal, que en España entrará en vigor en enero de 2013. Sus principales innovaciones son los controles por sorpresa en los centros de investigación, la posibilidad de delegar en empresas privadas la autorización de los procedimientos y, sobre todo la prohibición de experimentar con grandes simios: chimpancés, orangutanes y gorilas.
¿Qué hacemos con los monos?
Según Antonio Pardo, presidente del Comité de Ética para la Experimentación Animal de la Universidad de Navarra: “Estos dos últimos no se utilizan en investigación”, pero la ley contempla la excepción de que se produjera una situación de emergencia solo solucionable con el recurso a estas criaturas. Además, permite el empleo de otros primates, aunque bajo demostración científica de que no pueden sustituirse por otras especies. Según Pardo, en la Universidad de Navarra, por ejemplo: “Ahora mismo solo el estudio del párkinson y del alzhéimer incluyen experimentos con macacos”.
Las prácticas invasivas en nuestros “primos” constituyen uno de los puntos más candentes en este difícil tema. Tanto que el pasado noviembre un grupo de científicos centroeuropeos firmaron la llamada Declaración de Basilea, como respuesta a una campaña de acoso a neurocientíficos en Suiza y Alemania. En ella argumentan la necesidad del recurso a estas especies y piden un diálogo abierto sobre el asunto.
Algo que ya ha brotado en Estados Unidos, el único país del mundo, junto a Gabón, que consiente la experimentación con chimpancés. Los Institutos Nacionales de Salud (NIH) han paralizado su reciente decisión de volver a utilizar 186 ejemplares de esta especie que ya había “jubilado”. Quienes apelan a su cercanía evolutiva a nosotros se enfrentan a quienes los consideran esenciales, sobre todo para conocer y luchar contra la hepatitis C, cuyo virus contraen 170 millones de personas al año. Un informe científico encargado por los NIH sobre si resultan imprescindibles decidirá su destino.
Stefan Treue, director del Centro Alemán de Primates de Gotinga, considera que: “La vacuna contra la hepatitis C solo puede investigarse en chimpancés”, y por eso agradece la diferencia de legislación a ambos lados del Atlántico, “que nos permite adoptar los descubrimientos realizados en América”. Asimismo, advierte de que en la investigación aplicada, “China está realizando una gran campaña publicitaria para que los experimentos con animales se trasladen de Europa a allí”. Lo que dificultaría aún más el debate público. Incluso por Twitter.
Pilar Gil Villar