Los animales no hablan, y el que calla, otorga. He ahí el problema. Nos otorgan permitirnos dudar de cuándo, cómo y hasta qué punto sufren. Porque convivimos con ellos, los criamos,cazamos, pescamos y nos los comemos.
Los mantenemos en zoos y acuarios, experimentamos con ellos en aras de la ciencia, la cosmética y los productos de limpieza, montamos a sus lomos, corremos delante (y detrás) de ellos y los toreamos. En todas esas actividades puede surgir la pregunta ¿le estará doliendo esto?, e incluso ¿compensa ese dolor mis intenciones?

¿Cómo se quejan?
Ninguna de las dos tiene una respuesta sencilla. En primer lugar, porque tendemos a tomar nuestro propio sentido del dolor como referencia y “nosotros somos probablemente la especie capaz de articular una respuesta más compleja al dolor, integrando la memoria y el aprendizaje”, como destaca Francesc Padrós, del Servicio de Diagnóstico Patológico de Peces de la Universidad Autónoma de Barcelona. Por eso, la ciencia ha empezado a buscar indicios de malestar tanto en la fisiología como en el comportamiento de las distintas especies.

El umbral de dolor varía de un individuo a otro, incluso en ratones genéticamente idénticos

En el organismo, el punto de mira se dirige hacia los receptores del dolor, las rutas neuronales, y la actividad cerebral. Se han comprobado muchas similitudes incluso en especies muy alejadas de nosotros. Uno de los recursos de investigación consiste en aplicar sustancias analgésicas o anestésicas y comprobar si cesan las manifestaciones supuestamente “de alivio”. Como la de las gambas, que, tras recibir sosa cáustica en las antenas, se las frotaban incesantemente. En efecto, si antes de la sosa se les aplicaba anestesia, continuaban tan inexpresivas como siempre (a nuestro entender).
Sin embargo, ni la presencia de un equipamiento anatómico adecuado para detectar el daño, ni esos actos reflejos para evitarlo terminan de recibir la consideración de dolor.

El término técnico que abarcan es nocicepción, básicamente darte cuenta de que algo ha amenazado tu integridad y salir pitando antes de saber qué es. En nuestro mundo, retirar la mano de la plancha ardiendo. Lo de “¡ahí va, vaya ampolla me va a salir! ¿mejor pasta de dientes o agua fría?” y prometerse no mirar más series mientras se alisan camisas ya sí califica como experiencia dolorosa.

Disimular para vivir
La diferencia con la nocicepción la encontramos cuando la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor lo define como una experiencia puramente consciente, con un componente sensorial y emocional. Solo que no todo el mundo (esta vez en el sentido más amplio) se expresa igual. “Muchos animales han adaptado mecanismos de afrontamiento para gestionar el dolor. En la naturaleza, un animal herido, cojo y sufriente se convierte con facilidad en objetivo de un depredador; por eso, pueden haber evolucionado para esconder el dolor”, señala Jayson Lusk, del Departamento de Economía Agrícola de Estados Unidos y autor del libro sobre la relación entre la economía y el bienestar animal Compassion, by the Pound. Para destapar ese disimulo hay quien ha buscado las formas de expresión de las molestias. Y aquí vuelve a aparecer el fantasma de nuestro egocentrismo. A veces no miramos donde deberíamos.

[image id=»73477″ data-caption=»Para aturdir a las vacas antes de matarlas, se recomienda la pistola de perno cautivo. Dispara un cartucho de fogueo que empuja un pequeño perno metálico. Este penetra en el cráneo y le produce una conmoción.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Paul Flecknell, del Instituto de Neurociencia de la Universidad de Newcastle (Reino Unido), se dio cuenta de que solemos buscar síntomas “humanizados” en otras especies y no observamos la parte adecuada de la anatomía, o no lo hacemos durante el tiempo suficiente. Especialmente preocupado por el bienestar de los animales de laboratorio, decidió mirarel asunto a la cara. “El comportamiento de un animal tras una operación abdominal puede ser distinto a cuando le operan la espalda o el cuello. Y no nos indica su grado de dolor. Sin embargo, sus expresiones faciales sí pueden indicarlo en todas esas situaciones”, explica.
En efecto, junto a su equipo lleva años analizando los gestos de ratas, ratones, cobayas, conejos…, para establecer escalas de dolor, a semejanza de las usadas para niños y bebés, que tampoco saben comunicar a los médicos la intensidad de su sufrimiento.

Analgésicos pobres
Al igual que nos ocurre a los humanos, Flecknell ha visto que el umbral de dolor varía tremendamente entre sus individuos objeto de estudio, “incluso entre ratones de laboratorio genéticamente idénticos”. No solo hay diferencias en la molestia, sino también en la respuesta a los analgésicos que les administran. Porque las normas de manejo de estos animales establecen medidas para evitarles un exceso de malos ratos. “Algunos de los analgésicos que utilizamos no son lo suficientemente buenos”, asegura. Mientras continúan sus investigaciones, están intentando divulgar esa información entre todos aquellos que trabajan con animales de laboratorio.
Padrós también corrobora la individualidad de sus pacientes, los peces. “En experimentos de comportamiento puedes identificar claramente cuáles son más tímidos, cuáles más proactivos”, afirma. En cuanto a sus respuestas al daño, no podemos recurrir a su cara de susto, ni al alarido que podría emitir un perro. “Una trucha o una carpa intentará huir si la pinchas, igual que si le muestras una foto amenazadora de un lucio”, añade. De hecho, en la Universidad de Nueva York acaban de probar un robot capaz de asustar a los peces cebra tanto como un depredador de carne y espinas.
Ante la amenaza, muchas especies de peces liberan al agua una proteína que sus congéneres traducen como un claro ¡huye!, pero Padrós puntualiza que es difícil saber “hasta qué punto la respuesta al dolor es compleja. Si bien los peces son capaces de recordar y cambiar su comportamiento por experiencias pasadas”.

Tiburones afectados
En la línea de las reacciones observables, Ila France Porcher, autora de The Shark Sessions, publicaba en LiveScience que los tiburones que escaparon de una matanza “nadaban de forma más errática y lenta que los moribundos por causas naturales, como si no mantuvieran el equilibrio”.
En un entorno más científico, Lynne Sneddon, de la Universidad de Liverpool, estudió lo que ocurría en el cerebro de peces sometidos a agresiones. Cuando les golpeaban en la cabeza y les aplicaban calor y ácido, hasta 22 neuronas disparaban con un patrón muy similar al del dolor en humanos. Y ya a simple vista, observaron que si les inyectaban en los labios veneno de abeja o ácido acético, sus branquias se aceleraban con el ritmo respiratorio de la natación a la máxima velocidad, tardaban 90 minutos en volver a comer, giraban de un lado a otro y se frotaban los labios en las paredes y suelo del acuario. Sin embargo, el grupo de control se quedó tan tranquilo tras una inyección de solución salina.

Las crías de elefantas asiáticas estresadas se reproducen menos y mueren más jóvenes

Pero los males acuáticos afectan también a criaturas más alejadas anatómicamente de nosotros: los crustáceos. Bob Elwood empezó a interesarse por su bienestar cuando un chef le preguntó si sufrían (suponemos que en el camino del mar al plato). Tras realizar el experimento con las gambas y la sosa cáustica, ha demostrado enla Queen’s University de Belfast (Reino Unido) que la respuesta de los cangrejos a una leve descarga eléctrica va más allá de esa huida espontánea de la nocicepción. Los Carcinus maenas dejaban de acudir a un refugio en el que recibían el calambre, para elegir otro sin estorbos de ningún tipo. Es más, cuando se aplicaba ese mismo “tratamiento” a cangrejos ermitaños –que utilizan conchas de caracol como armaduras para proteger su blando abdomen–estos llegaban a abandonar la concha en su escapada. Un acto desesperado en términos de supervivencia.

Sienten dolor y miedo

[image id=»73479″ data-caption=»La rata topo desnuda es el único animal conocido sin dolor en la piel. La causa: no puede sintetizar la sustancia neurotransmisora que avisa al cerebrodel daño.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Y mientras la investigación va desgranando estos datos sobre especies incapaces de hacernos muecas o gritarnos, las empresas americanas PetPace y I4C Innovations tienen a la venta sendos “collares inteligentes” que nos avisan si nuestro perro se encuentra mal. En ese caso, podremos correr con él al veterinario y asegurarnos de que no sufra si hay que someterle a alguna intervención. Nos preocupa. Oficial, legalmente, también nos preocupan otros. La FAO de Naciones Unidas reconoce que: “La investigación científica ha demostrado que los animales de sangre caliente (incluyendo el ganado), sienten dolor y miedo”, ambas importantes causas de estrés que, apunta, “afecta a la calidad de la carne”.Como consecuencia, especifica una serie de prácticas que incluyen evitar los contrastes de luz en vacuno, porcino y avestruces, por su sensibilidad a ellos. Y no silbar cerca de vacas, ovejas y, de nuevo, avestruces para no perturbar su afinado oído.
Y más adelante recomienda usar los punzones eléctricos lo menos posible, o únicamente con los más tercos, ya que una descarga eléctrica leve es más humanitaria que golpearlo con un palo o torcerle la cola. Por ejemplo.

De la granja al plato
No obstante, una cosa son las normas y otra la práctica en un sector con amplia repercusión social, como la ganadería. Frecknell considera que “hemos aprobado muchas leyes a nivel nacional y europeo, pero hacemos cosas que ignoran sus principios”. Nos habla de dos colegas suyos, Moloney y Kent, que desarrollaron hace más de siete años una técnica para aplicar anestesia local a los corderos antes de castrarlos y cortarles la cola. Se podía hacer en la propia granja “pero resultaba más cara, de manera que no se utiliza”.

[image id=»73478″ data-caption=»El pico y faringe de las ocas son especialmente sensibles. Un informe de la UE destaca que la alimentación forzada para hacer paté debe dolerles.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Jayson Lusk reconoce el peso del factor económico en el trato al ganado. “Si un animal sufre lo suficiente como para ser menos productivo, al granjero le puede interesar aliviar el dolor”. Y menciona la influencia de los consumidores en esos comportamientos. “Algunos estarían dispuestos a pagar más por productos de granjas donde se usen analgésicos. Así podrían paliar los costes y se fomentaría cada vez más su aplicación.”
El campo para utilizarlos sería amplio. Castrarlos, cortarles los cuernos, el pico o la cola, son prácticas habituales en las que, según Lusk, se inflige un dolor momentáneo a cambio de evitar otro a largo plazo: mayor agresividad y heridas a otros compañeros de granja. Pero Flecknell destaca que son dolorosas también después de la intervención, por lo que habría que aliviarlas hasta que las molestias desaparecieran. Si no se exigen esos paliativos es porque “pensamos en nuestro gato o perro, pero a medida que nos alejamos de nuestras mascotas, vamos reduciendo la preocupación y la empatía”. En una relación que puede alcanzar extremos sorprendentes.

Mi perro antes que tú
Cuando Jack Levin y Arnold Arnuke pidieron a 240 voluntarios que leyeran historias de maltrato a niños, cachorros, perros y personas adultas respectivamente, y evaluaran su nivel de empatía con cada una, no esperaban un resultado así. Las personas adultas daban menos pena que cualquier otra categoría. Perros incluidos. La interpretación de los dos sociólogos se basa en que, probablemente, tendemos a sentir más pena por quien no puede valerse por sí mismo. O quien nos ha tocado la fibra sensible.

De hecho, Francesc Padrós medio bromea en esa línea cuando nos dice: “La percepción pública de estas cosas depende muchísimo de si una especie ha aparecido en una película Disney o no”. Efectivamente, cuando leemos que las crías de elefantas asiáticas estresadas se reproducen menos y mueren antes, casi podemos ponerles la cara del orejudo Dumbo. La fatal herencia la dejan las hembras que arrastran madera en Birmania durante la época del monzón, pero no se registra en sus compañeras activas en otros meses.

Tomando medidas
Incluso sabemos que las ratas pueden ser pesimistas. En la Universidad de Bristol vieron que mostraban más expectativas de que les dieran comida si estaban a gusto en casa que cuando lasmetían en un entorno desconocido. Pero lo más práctico es que, a raíz de las nuevas líneas de investigación como esta, cada vez son más las actitudes hacia la protección de los animales.

En Inglaterra, uno de los países con más sensibilidad hacia estos temas, se van imponiendo la pesca sin muerte y el uso de anzuelos con una forma especial y sin arponcillo, “mucho menos lesivos”, según Padrós.
Y en el ámbito de la ganadería, grandes empresas de alimentación, como Nestlé, Heinz, Unilever, Burguer King y Costco han empezado a anunciar prácticas como mayor uso de huevos camperos, reducir el número de ganado al que se le corta la cola o los cuernos sin analgésicos, y dejar de engordar los pollos hasta que se les clava la jaula. Bueno, algo es algo.

Pilar Gil Villar