Toda tragedia tiene un inicio, y esta también. Según los escritos, todo comenzó en 1851, en el pueblo californiano de Murphys, un villorrio nacido de la Fiebre del Oro. Allí trabajaba August Dowd, un cazador que proveía de alimento a la Union Water Company. Un día, un oso se puso en su camino; August le disparó con reconocida velocidad pero escasa precisión, y debió seguir el rastro del animal herido durante horas, hasta que llegó a un paraje con árboles tan grandes que nadie le creyó cuando regresó asegurando que había descubierto el oro verde.
A partir de ese momento, los buscadores de oro y todo el séquito de advenedizos que les rodeaba, sedientos de madera para sus hogares y aparejos, vieron en estos gigantes una fuente de riqueza tan valiosa como el propio metal. Solo en California se llegó a talar más de un millón de metros cúbicos de madera por año, suficiente para llenar el estadio Santiago Bernabéu.
Semejante expolio no solo tuvo consecuencias ambientales, sino que propició la corrupción de la tierra: diferentes organizaciones compraban parcelas en nombre de mineros e inmigrantes. Por ejemplo, la Timber and Stone Act de 1878 propició la venta de más de 40.000 kilómetros cuadrados de tierra (la extensión de Suiza) a grandes empresarios que la compraban mediante testaferros para venderla, con sustanciosas ganancias, a granjeros.
El tamaño de los árboles se convirtió también en un negocio millonario que los empresarios oportunistas del momento supieron aprovechar. Uno de ellos fue el buscador de rarezas P. T Barnum, creador de uno de los circos más famosos de la historia. Barnum exhibía un tronco que decía que había visto cómo se ponía la primera piedra de las pirámides egipcias y que era contemporáneo de Moisés.
Algo no tan descabellado según algunos investigadores, que aseguran que una variedad de pinos de California puede vivir casi 5.000 años.