DESCÁRGATE AQUÍ cuatro canciones para cuatro estados de ánimo

Un día cualquiera no sabes qué hora es…” ¿A que ya estabas cantando La chica de ayer (Nacha Pop) para tus adentros? Pues ya has experimentado uno de los aspectos más intrigantes de los que desde hace poco tienen en danza a los neurocientíficos: ¿por qué no podemos sustraernos al estímulo musical? Un ejemplo lo tienes a tu izquierda: hay investigadores que creen que llevamos el ritmo con el pie como mecanismo automático para aligerar el aumento de circulación sanguínea que se produce en nuestras piernas cuando escuchamos un disco.

La otra nueva gran pregunta que resuena últimamente en el oído de los científicos también tiene bemoles: ¿por qué el ser humano tiene una habilidad especial para codificar la música y distinguirla de otros sonidos? Podríamos tomarla como una de tantas capacidades de disfrute que tiene el Homo sapiens, si no fuera por algo que apunta el neurocientífico Francisco Mora Teruel: por economía evolutiva, el cerebro no conserva ninguna habilidad o mecanismo que no le sea imprescindible para la supervivencia. Así que si a través de los siglos –el instrumento más antiguo es una flauta de hace 44.000 años– nos hemos quedado con esa copla, será porque nos sirve para algo importante.

De gira por Barcelona
En Montreal (Canadá), aparte de un maravilloso y añejo festival de jazz hay una universidad (la McGill) desde donde un equipo de investigadores ha explicado en la revista Nature Neuroscience algunos mecanismos cerebrales que desata el acto de escuchar música. Encontramos en Barcelona a Robert Zatorre, un miembro de la “banda”, y antes de que empiece a cantar todo lo que sabe sobre su estudio le preguntamos qué es música. Es decir: ¿hay algo que trascienda culturas y gustos, y que todo ser humano considere melódico? “Sí, hay algunos patrones muy, muy básicos de ritmo y acordes sencillos, estructuras que todos reconocemos como música”, contesta, “pero es cierto que, más allá, la distinción entre ruido y música depende mucho de las culturas, del aprendizaje previo. Quizá la ópera china le parezca horrible a un occidental”.

Esa estructura básica se aprecia en parte al descubrir que miles de canciones como La Bamba (Ritchie Valens), Twist and shout (Isley Brothers) y Like a rolling stone (Bob Dylan) obedecen a la llamada “teoría de los tres acordes”, muy conocida entre los músicos: se trata de conjuntos de tres notas que, en un momento u otro, acaban apareciendo en la partitura. Por ejemplo, en el 95% de las canciones que comienzan en un acorde de do acaba apareciendo un fa y resolviéndose en un sol. No falla.

Bach y la canción del verano
Pero el trabajo de Zatorre y los demás versaba sobre el poder excitante de las melodías que más nos gustan (mira también el cuadro de arriba, a la derecha). Detectaron mediante técnicas de neuroimagen que cuando está a punto de llegar el momento cumbre de una melodía segregamos cerca de un 6% más de dopamina, el neurotransmisor de la recompensa cerebral (la cocaína logra hasta un 12%). Y lo mejor de todo es que Bach, sin ser neurólogo, ya lo sabía. Los experimentos realizados en Montreal descubrieron que las piezas más atractivas del músico alemán –y de muchos otros genios– juegan al despiste con las neuronas: exponen una espléndida melodía que luego parece estar a punto de relucir varias veces, pero que casi nunca se consuma.

Logran una especie de feliz ansiedad e incertidumbre. Es algo que le discutimos a Zatorre por teléfono, porque los “éxitos del verano” triunfan precisamente a base de repetir el mismo estribillo cien veces y sin ocultaciones. “Sí, pero son como los dulces: te acabas cansando de tanto comerlos y los olvidas pronto. Lo que realmente produce un placer duradero y las que retiene mejor el cerebro son melodías y estructuras más complejas, con más capas”, rebate.

O sea, que exista una cierta complejidad nos aúpa a un mayor disfrute porque hace trabajar al cerebro, lo estimula. Y aquí viene la gran peculiaridad evolutiva de la música: “Representa a la vez lo más elaborado de la mente humana en cuanto a cultura y cognición [que reside en la corteza cerebral], y lo más emocional[el núcleo accumbens]”. Y eso es algo que muy pocas cosas logran con tanta eficacia como el escuchar una canción.

Pero el buen oído y/o la capacidad para entender y disfrutar de un buen disco de Ella Fitzgerald nada tiene que ver con la inteligencia, tal como la conocemos. Se trata más bien de un tipo de habilidad distinta, como la de la facilidad de palabra, por ejemplo. Y de hecho, los enfermos de síndrome de Williams, con la capacidad mental de un niño, suelen estar dotados para este arte. Varias investigaciones han descubierto que existen circuitos neuronales especialmente dispuestos para descifrar el ritmo y la melodía.

Quienes tienen mejor sentido musical presentan un mayor grosor en las zonas de la corteza cerebral encargadas del oído, pero ahora el reto de los investigadores es saber qué porción de ese grosor se adquiere gracias al ambiente (un entorno en el que se escucha o se estudia música) y qué parte la aportan los genes. Aunque a los neurocientíficos más bien les suena que tiene más que ver la experiencia, lo que se ha oído.

Eso sí, parece que a partir de los 18 años, aproximadamente, es muy difícil educar el oído. Se sabe porque quienes empiezan muy pequeños su formación musical adquieren frecuentemente la habilidad de saber qué nota está sonando, sin más (oído absoluto). Pero si esta formación empieza en la adolescencia, lo más que se obtiene es oído relativo (saben qué nota suena si antes se les da una referencia tonal).

El ritmo y el rito
En un último, pero importante, detalle confluyen las dos preguntas iniciales de toda esta milonga: la influencia de la música en el ser humano y su posible función evolutiva. El influjo de tocar un instrumento es tal que “refuerza conexiones cerebrales entre el procesamiento auditivo y el proceso motor; y a la inversa, cuando vas a tocar una nota con un dedo, predices cuál va a ser su sonoridad. Además, cuando la escuchas, comparas esta nota con la esperada”. Nos lo cuenta el psicólogo Antoni Rodríguez Fornells desde el grupo de Cognición y Plasticidad Cerebral del Instituto de Investigación Biomédica de Bellvitge y de la Universidad de Barcelona. De ahí el origen de las terapias musicales (véase el cuadro de la izda.).

¿Y qué tiene que ver esto último con la función evolutiva? Muy fácil: si das con algo a lo que nadie puede sustraerse, que logra disparar la euforia y que activa algunos mecanismos motores, tienes una herramienta inmejorable para aglutinar grupos sociales. ¿Por qué, si no –se preguntan los antropólogos–, las letanías y cantos aparecen en tantos rituales a lo largo y ancho del mundo? Una muestra: en su libro Blues. La música del delta del Mississippi (Turner, 2010) Ted Gioia cuenta cómo esa música racial nació en parte de las canciones de trabajo con las que el capataz mantenía, con una fórmula de incitación y respuesta, el ritmo de trabajo de la plantación.

Ya ves que hoy hay más preguntas que respuestas. Pero la más difícil es: ¿cómo es que triunfa Raphael?

Redacción QUO