La envidia está programada en nuestros circuitos cerebrales, y las grandes empresas la utilizan en su beneficio. Sirve para aumentar el precio de un producto, o conseguir que ahorremos en el recibo de la luz

¿Qué te llevaría a pagar 80 euros de más por un iPhone? Haberlo visto en manos de otro y que se te retuerza la tripa. Sí, el sobreprecio que podrán sacarte en cualquier tienda será la penitencia por el más vergonzoso de los pecados, la envidia, según aseguran los resultados de un estudio dirigido por el holandés Niels van de Ven y publicado en el Journal of Consumer Research.

Pero solo si consideras (incluso a tu pesar) que el tipo se merecía el teléfono con toda justicia. Si, por el contrario, atribuyes su ventaja tecnológica a los mimos de su papá, su actitud de trepa o su habilidad para apropiarse de lo ajeno, ni siquiera desearás un iPhone. Tu desprecio por sus métodos te llevará a elegir un producto similar, que te permita medirte, pero no identificarte, con tu adversario, como una Blackberry. Incluso aceptarás un precio elevado por ella. A la vista de sus resultados, Van de Ven aconseja a los fabricantes plantearse qué modelos eligen en sus campañas, para no terminar favoreciendo a la competencia.

MIEDO A LA DESIGUALDAD

La envidia nos lleva a ser capaces de hacer sacrificios personales si a cambio conseguimos que al otro le vaya peor. Porque “la gente está dispuesta a gastar recursos de cualquier tipo (dinero, tiempo, esfuerzo…) para reducir la diferencia en el nivel de bienestar material con otras personas más o menos cercanas”, según Antonio Cabrales, catedrático de economía de la Universidad Carlos III (Madrid), quien ha analizado las repercusiones de la “aversión a la desigualdad” en el entorno económico y empresarial.

Para abordar estos temas suele utilizar juegos de laboratorio en los que pide a un voluntario que reparta con otro, por ejemplo, un pastel imaginario en determinadas proporciones (del tipo 20% para ti, 80% para mí). El destinatario de la oferta que no la acepta se queda sin nada. “Si le importara su propio bienestar, aceptaría incluso que el otro obtuviera el 99% y solo le diera a él el 1%, antes que no recibir nada”, explica Cabrales. “Sin embargo, casi todo el mundo dice que ni hablar a eso. El límite admisible se sitúa en un reparto 75/25”.

Podríamos pensar que tal reacción se debe a un sentido innato de la justicia, pero cuando las propuestas las hace un ordenador a un grupo de personas, la situación cambia radicalmente. “Entonces, se asiente a repartos de 70/30 a la primera, por muy injustos que sean, por temor a dejarlos pasar y que se los lleve el siguiente”, asegura el profesor, quien ha buscado las razones evolutivas de tal comportamiento. Su hipótesis apunta a que nuestro instinto no consiente que alguien tenga más, porque tememos las ventajas que ello pueda proporcionarle en el futuro. Imaginemos dos monos capuchinos, de los que uno come un plátano y queda saciado, y otro come dos. El primero está satisfecho, pero “¿y si ambos intentan emparejarse y el más gordito y de pelo más reluciente se llevala hembra?”, plantea Cabrales. “Pues el primero preferirá que ninguno de los dos coma nada y llegar a la segunda etapa en las mismas condiciones.” Si en vez de mono es persona, se encargará de que no se le note el deseo; sobre todo, porque la envidia surge hacia las personas del entorno más próximo. Lo tenemos ya tan asumido que Cabrales y su equipo han detectado estrategias arraigadas en el mundo empresarial y dirigidas en gran parte a evitar sus devastadoras consecuencias:

– Ley de la desigualdad. Se tiende a que todos los empleados tengan el mismo nivel de capacidad, hasta el punto de dejar ir a los muy valiosos por no pagarles más.

– Salario mediocre. Los buenos ganan menos de lo que debieran por su rendimiento, y los malos, más.

– Los ascensos van mucho más lentos de lo que correspondería por los logros del trabajador.

ALGO MÁS QUE DINERO

Independientemente de donde surja, la intensidad de esta pasión, que nuestra cultura identifica con el verde y la alemana con el amarillo, quedó patente en un experimento de los economistas británicos Andrew Oswald y Daniel Zizzo. Tras repartir oro de forma desigual entre los participantes, les ofrecieron ir pagando cada vez más por destruir las ganancias de los demás. El 62% de ellos quemó el oro de sus oponentes en una espiral devastadora que les llevó a eliminar casi la mitad de las ganancias del grupo. Mientras los más beneficiados inicialmente atacaban por igual a ricos y pobres, los más desfavorecidos se cebaban especialmente con quienes consideraban injustamente agraciados. A pesar de ello, lo más probable es que no se tratara del dinero en sí, sino del estatus que proporciona. Solo eso explica que los habitantes de naciones ricas no seamos inmensamente felices por principio. El también británico Chris Boyce intentó buscar una explicación a este fenómeno y relacionó el nivel de satisfacción de sus compatriotas con sus ingresos. Los más felices no eran quienes más ganaban, sino aquellos que más cobraban dentro de sus grupos de edad, formación, sexo, barrio, etcétera.

SI NO LA VENCES, ÚSALA

Y ya hay quien ha sabido dotar de un giro positivo a esa permanente alerta ante los logros del vecino. Algunas empresas estadounidenses de suministro de energía consiguen que sus abonados reduzcan el gasto enviándoles una lista con el consumo de otros cien clientes del barrio elegidos al azar, y destacando a los campeones del mes en eficiencia. Aunque el beneficio social también puede surgir de forma no intencionada, esta vez por parte de las “víctimas”. Niels van de Ven (el del estudio sobre el iPhone) también descubrió que cuando alguien percibía que era objeto de una envidia agresiva, sin deseo de emulación por parte del otro, se mostraba mucho más propenso a ayudar a los demás. Con esa buena disposición resultaba más difícil intentar fastidiarle y se restituía la armonía dentro del grupo.

Al fin y al cabo, la pertenencia a una comunidad constituye la principal razón para que aparezcan con pronunciada intensidad tanto la animadversión hacia el prójimo, porque tenga algo que deseamos, como el innegable regocijo si le ocurre algún mal. Este último sentimiento recibe en alemán el nombre de schadenfreude (literalmente, alegría por el daño) y parece ser mayor cuanto peor le vaya al envidiado.

EN CUERPO Y ALMA

Según descubrió un equipo del Instituto Nacional de Radiología de Japón, procesamos ambas sensaciones con los mismos circuitos cerebrales que el dolor y el placer físicos. En el mismo número de la revista Science que publicó el estudio, los psicólogos Matthew Liebermann y Naomi Eisenberger consideran esa coincidencia como un indicio de la importancia evolutiva de ambas sensaciones. Si se gestionan con los mismos recursos fisiológicos que las reacciones al hambre, la sed y el frío, y la placentera búsqueda de soluciones (comer, beber o abrigarnos) esenciales para sobrevivir, es porque tanto la envidia como la schadenfreude también lo son. Nos ayudan a situarnos dentro del grupo, y unos seres cuyas crías necesitan del prójimo para salir adelante están obligados a dominar la interrelación social. A saber cuándo no deben permitir que el otro se coma un plátano más, por si les quita la pareja.

ELLOS TAMBIÉN LO HARíAN

De hecho, se ha comprobado que los monos capuchinos y los chimpancés presentan sin pudor esos comportamientos.
Y también los perros. Friederike Range, de la Universidad de Viena, pudo observar en 43 ejemplares de distintas razas cómo Toby y compañía se negaban a dar la pata si tenían al lado a un compañero que recibía una recompensa por este gesto y ellos no. Si la situación se repetía, llegaban a tumbarse en el suelo, apartaban la mirada y dejaban de reaccionar a los gestos de los investigadores. Range prefiere denominar estas actitudes “aversión a la desigualdad”, más que envidia. Quizá porque ninguno de los perros deseó que a su compañero de al lado le sentara un poco (solo un poco) mal la comida que le ofrecían. Por cierto, fue mi compañero Iñaki quien estuvo paseando por Silicon Valley. No yo. Disfrutaría del menú, supongo.