Amanece, y por cada tic tac de reloj el locutor intenta agotar a velocidad de vértigo las noticias mañaneras. La radio sigue con su retahíla de palabras, empecinada con la debacle económica. No está el horno para bollos; tampoco nuestro corazón para demasiados sobresaltos. Este reloj interno que se afana por marcarnos el ritmo dice que a esta hora la probabilidad de sufrir un accidente cardiovascular aumenta un 40%. El riesgo mayor lo sufren quienes padecen hipertensión. No es casual. Al parecer, un cúmulo de circunstancias que involucran a la coagulación sanguínea y elevan de forma brusca la presión arterial en el momento de levantarse dan la señal de alarma.

Sexo ‘on time’

Despertar es un hecho fastidioso apaciguado al menos por el contento que dan nuestras hormonas sexuales. Ya sea como consecuencia de este fenómeno vascular o el apogeo de testosterona durante las horas previas, el pene se despierta casi siempre erecto, un gesto aún más agradable cuando el sexo empieza a dar algún que otro disgusto a causa de la edad. También la mujer multiplica por cinco sus niveles de estrógeno. Mientras, el cronómetro, siempre en sincronía con el exterior, rotula cada una de las escenas y cambios que se van produciendo en nuestro organismo a lo largo del día: metabólicos, fisiológicos, psicológicos o de cualquier otro tipo. Pero ¿cómo reconoce nuestro cuerpo la hora del día en que se encuentra?

Gen, no marques las horas

Con el boletín de la mañana, nuestros cuerpos se desperezan y lo hacen al son de otro tic tac inaudible que marca nuestro propio reloj biológico. Desde el primer instante, el cerebro organiza la información que recogen los ojos. Y dicen investigadores del Departamento de Oftalmología de la Universidad de Kansas (EEUU) que, aparte de los datos cotidianos, nuestra retina capta también del exterior valiosos apuntes sobre la intensidad de la luz que le sirven al cerebro para activar el metabolismo y las actividades bioquímicas y físicas oportunas. Es solo el preludio de una cadena incansable de procesos que se repiten cada 24 horas, desde que el cerebro ordena liberar cortisona para que nos despertemos hasta que la caída del sol impulsa el ciclo del sueño.

No dormir el tiempo suficiente, tener horarios de comida irregulares y no ejercitar una actividad física regular pueden derivar en envejecimiento prematuro

Darío Acuña Castroviejo, catedrático de Fisiología de la Universidad de Granada, nos explica el complejo engranaje de nuestro reloj biológico: “Este dispositivo molecular, que se encuentra en los núcleos supraquiasmáticos (NSQ) del hipotálamo, expresa de manera rítmica los llamados genes reloj. Cada 24 horas estimula la producción de melatonina en la glándula pineal durante la noche, lo que hace que estemos sincronizados al ritmo luz-oscuridad de 24 horas. La cadencia de melatonina, que aparece en sangre y llega a todas las células, sirve como sincronizadora interna que traduce la información del fotoperíodo en una señal química, indicando a la célula la hora del día en que se encuentra. A su vez, cada célula de nuestro organismo tiene su propio reloj, que funciona esencialmente igual, pero de manera sincronizada con el reloj principal a través de la melatonina. Es un mecanismo que permite la sincronización perfecta entre todas las funciones del organismo”.
Pero el cuerpo humano no es esa máquina perfecta que parece. “Cualquier alteración genética en el reloj molecular”, indica Acuña Castroviejo, “perturba de manera significativa las funciones metabólicas circadianas. Eso ocurre cuando existe una desincronización circadiana, típico en los trabajos a turnos y alteraciones del sueño, y está cada vez más presente debido a la contaminación lumínica actual, que trastoca dicho reloj. Estas perturbaciones llevan a la obesidad, diabetes y cáncer, y favorecen los procesos neurodegenerativos”.

Según la Sociedad Española de Endocrinología, “no dormir las horas suficientes, tener horarios irregulares de comida y no mantener una actividad física regular, no solo pueden derivar en obesidad, sino también en diabetes, envejecimiento prematuro y en determinados trastornos psicológicos”. La Universidad de Murcia puso a correr a un grupo de jugadoras de rugby durante 45 minutos a las 8 de la mañana durante una semana, todos los días. Los resultados fueron excelentes para los ritmos de sueño, el despertar y la actividad a lo largo del día. Cuando retrasaron esta misma actividad a las 21:00 horas, el ritmo circadiano decayó. Las corredoras pasaban los días adormecidas y el sueño nocturno se fragmentó.
Las personas que duermen pocas horas producen más grelina, la hormona que despierta el apetito, y menos leptina, la que controla el hambre y la saciedad. Por lo tanto, consumen alimentos durante la noche y, como no hay actividad física, el riesgo de obesidad se dispara. De hecho, en adolescentes cada hora de sueño adicional se vincula con un menor índice de masa corporal, según investigadores de la Escuela Perelman de Medicina de la Universidad de Pensilvania.

Un ciclo cada vez más vertiginoso

Acuña cita también estudios que han demostrado el vínculo entre la cronodisrupción y el envejecimiento, la inmunidad innata y el estrés oxidativo: “La alteración de los ritmos circadianos, típica del envejecimiento, provoca un desequilibrio del sistema inmunitario que activa la inmunidad innata y da lugar a una reacción inflamatoria. Este ciclo va aumentando conforme cumplimos años; es una sucesión lenta, pero irreversible, que causa daño en todas las células y va acelerando la muerte celular y, en definitiva, el envejecimiento”. Ya sabíamos que la causa del envejecimiento es la inflamación crónica, pero la importancia de estos datos es que, por primera vez, se encuentra una causa a ese proceso inflamatorio: la alteración de nuestro reloj principal en el NSQ. “Por tanto”, añade Acuña, “restaurar la función circadiana es crítica para retrasar el envejecimiento y mejorar nuestra calidad de vida. La melatonina aquí desempeña un papel principal. Si revertimos su caída, volvemos a poner en marcha el reloj biológico y contrarrestamos el proceso inflamatorio”. La melatonina es el más potente antioxidante endógeno, y su administración a dosis adecuadas contrarresta el estrés oxidativo del envejecimiento y otras enfermedades.

Tratamientos contra el cáncer, como la quimioterapia, son más eficaces y producen menos efectos secundarios si se tiene en cuenta la hora a la que se administran

Por último, la cronobiología ha abierto un filón en la investigación farmacológica, puesto que la sensibilidad de los organismos a la mayoría de los fármacos depende de la hora del día. “La aplicación de la cronobiología a la industria farmacéutica está permitiendo que los índices de curación de algunos tipos de cáncer mejoren modulando el suministro de quimioterapia según las horas de mayor sensibilidad a sus efectos tóxicos y las de mayor sensibilidad de las células tumorales”, explica Juan Antonio Madrid, responsable del Laboratorio de Cronobiología de la Universidad de Murcia. Esta estrategia permite aumentar las dosis en momentos de máxima tolerancia y disminuirla cuando se produce la mayor toxicidad.

También los complejos vitamínicos tienen mayor eficacia por la mañana, cuando se ponen en marcha muchos procesos metabólicos, y las cremas de rejuvenecimiento cutáneo deben aplicarse por la noche, cuando la proliferación celular es mayor.
Como concluye Juan Antonio Madrid: “La sucesión ordenada de estos ritmos diarios implica la existencia de una estructura temporal muy parecida a la sucesión metódica de notas en una partitura musical. El bienestar y ausencia de enfermedad de un organismo depende en buena medida de que se mantenga su estructura temporal, aunque generalmente no seamos conscientes de lo que esto supone”.

La dieta cronológica ideal

A primera hora: Hidratos de carbono, calcio y lípidos (leche, cereales, mantequillas, tostadas…). El cuerpo necesita energía.

A media mañana: Algo de hidratos y proteínas (un bocadillo pequeño de fiambre).

Comida: Hidratos para evitar la bajada de insulina. Proteínas (carne, pescado), verduras, cereales y frutas.

Cena: El organismo se ralentiza, también la digestión. Cenas muy ligeras y de fácil digestión.

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Prohibido atacar la nevera

Ocurren con nocturnidad y alevosía, y sin dar al cuerpo más ocasión de contraataque que almacenar grasa cuando el capricho se ha convertido ya en hábito. Según un estudio de la Universidad de Northwestwern, de Estados Unidos, y publicado en la revista Obesity, aquellas personas que ingieren alimentos después de la cena son más proclives a ganar peso, especialmente si padecen el síndrome del comedor nocturno o trabajan en turno de noche, condición que les obliga a comer a horas en que el cuerpo reclama sueño. Estos tentempiés a deshora alteran el ritmo de los adipocitos, y entonces la grasa y azúcares que deberían ser eliminados se retienen.

Redacción QUO