El acto de enderezarnos sobre dos piernas separó definitivamente el linaje humano del resto de los primates y lanzó nuestra anatomía a un larguísimo viaje de reformas. Hasta ahora hemos conseguido averiguar que los primeros intentos para erguirnos tuvieron lugar en África hace al menos 6 millones de años, cuando un Orrorin tugenensis, más parecido al chimpancé que a nosotros, se desplazó sólo sobre sus piernas por las montañas de la actual Kenia.
Sabemos también que no se trató de un desarrollo lineal, sino de un prolongado y complejo conjunto de pruebas y errores en especies diversas, que llegaron a pasear en la misma época con distintas configuraciones de talones, metatarsos y tobillos. Muchas alternaron aún andarse por las ramas con la dureza del suelo, hasta que se decidieron definitivamente por este hace unos 2,5 millones de años. Mientras, la evolución buscaba el diseño más eficiente para la supervivencia.
Uno de los trucos del éxito consistió en colocar la rodilla en línea recta sobre el tobillo. Herman Pontzer, del Hunter College, y David Raichlen, de la Universidad de Arizona, mantenían en el encuentro anual de la Asociación Americana de Antropología Física (AAPA) celebrado en abril que esta postura requiere mucha menos energía para desplazarnos que la inclinación hacia adelante característica de los simios. Como consecuencia, la pelvis sufrió transformaciones que permitieron a las hembras caminar erguidas y seguir pariendo, las manos quedaron libres para hacer aflorar las múltiples utilidades de palos y piedras, y los huesos unidos por el hombro se fueron desplazando para convertir esas materias primas en mortales armas con un lanzamiento certero.
El género Homo iba redondeando su cráneo, y su dentición se adaptaba a nuevas formas de conservar alimentos, e incluso de cocinarlos. Según la teoría del primatólogo británico Richard Wrangham, esta habilidad determinó que pudiésemos reducir nuestro aparato digestivo y dedicar los recursos a aumentar el cerebro en los tiempos del H. erectus.
Estos tatarabuelos se expandieron por toda Eurasia, y su fisonomía continuó cambiando hasta llegar al característico cráneo alto y redondeado, arco ciliar (zona bajo las cejas) suave y dividido al medio, las mandíbulas poco prominentes y la barbilla evidente que definen a los Homo sapiens en que nos enmarcamos los humanos actuales.
El cuádriceps pierde masa
Pero desde que el proceso evolutivo (esbozado aquí en versión exprés) llegó a la, por ahora, última entrega de la serie, ¿qué ha ocurrido con la fisionomía de sus protagonistas? Para comenzar a responder a esta pregunta, un equipo internacional coordinado por Christopher Ruff, catedrático de Antropología Biológica en la Universidad John Hopkins (EEUU), se ha propuesto descifrar cómo ha ido cambiando el cuerpo de los europeos a lo largo de los últimos 30.000 años.
Para ello han analizado restos óseos de todo el continente. En el citado encuentro de la AAPA presentaron los resultados preliminares, en los que se evidencia que “los grandes cambios culturales y de comportamiento provocaron modificaciones físicas”, resume Brigitte Holt, antropóloga de la Universidad de Massachusetts (EEUU) que forma parte del proyecto. Por eso, las tendencias no son lineares, sufren altibajos, presentan excepciones y se manifiestan de manera distinta según las zonas geográficas.
Uno de los aspectos más estudiados es la movilidad. Desde el Paleolítico tardío hasta la llegada de la agricultura, la actividad nómada de los cazadores recolectores se afianzó sobre robustas piernas, atestiguadas por unos huesos muy densos, ovalados y reforzados del frente hacia la parte posterior, para soportar un hermoso cuádriceps. Al hacerse sedentarias, las poblaciones iniciaron una pérdida de masa en las extremidades inferiores en torno a huesos más circulares, y “al juntarse con los animales, empezaron a contagiarse con muchas enfermedades de estos, como la tuberculosis, que no beneficiaban su desarrollo” , advierte María Dolores Garralda, profesora de Antropología Física en la Universidad Complutense de Madrid.
Cuestión de centímetros
Esa transición al Neolítico con la llegada de la agricultura (hace entre 9.000 y 4.000 años) constituye una de las tres épocas con una reducción drástica de la estatura, que alternan con períodos de recuperación. Las otras dos son el Último Máximo Glacial (hace unos 20.000 años), durante el Paleolítico, y la llamada Pequeña Edad de Hielo (entre los años 1450 y 1850 d. C.), que hizo desaparecer los centímetros de media ganados durante el medievo.
La variación de la altura media está condicionada por varios factores. Una de las hipótesis relaciona la baja estatura con una muerte más pronta, pero en el estudio no se ha llegado a datos concluyentes al respecto. Sí se conoce la influencia del clima, a la que alude Markku Niskanen, arqueólogo de la Universidad de Oulu (Finlandia): “Durante la Pequeña Edad de Hielo, las cosechas se malograban a menudo debido al frío y a la humedad, hasta el punto de que Finlandia perdió un tercio de su población en la década de 1690. En ese período, la gente era mucho más baja que en épocas anteriores y posteriores”.
Las causas concretas comienzan en los primeros dos años de vida, cuando los brazos y piernas crecen mucho más deprisa que el tronco. “Las deficiencias en la nutrición a esa edad dan lugar a un adulto con las piernas proporcionalmente más cortas, lo que resulta en varios centímetros menos de altura total”, explica Niskanen.
Por el contrario, la inclusión de la carne en la dieta, y también de la leche y el queso desde edades tempranas, proporcionaron un considerable estirón a sus degustadores. “Los pueblos de final de la Edad de Piedra en Dinamarca y Suecia (hace entre 4.000 y 5.000 años) son casi los más altos entre mis registros de los últimos 30.000 años”, asegura el antropólogo, mientras explica que esos cambios se producen rápidamente, porque en las dos décadas que van de una generación a otra pueden ganarse cuatro o cinco centímetros de media. O perderse, como ha ocurrido con la última hornada de holandeses. Los nacidos en la década de 1970 habían podido mirar por encima del hombro al resto del planeta con una media de 1,84 m para los hombres, que “está bajando apreciablemente y, al parecer, coincide con un descenso en el consumo de leche”, refiere Niskanen.
Un límite al crecimiento
Aunque también puede tratarse de que hayan llegado al tope. “Creemos que debe de haber un techo genético, que no se puede definir de ninguna manera, porque las personas excepcionalmente grandes tienen muchísimos problemas con su esqueleto”, opina Garralda. Ese precio por el exceso se paga también cuando viene propiciado por la especialización, como en los casos del codo de tenista y las molestias derivadas de la práctica de la esgrima. La antropóloga menciona también el atlatl de los indios americanos, un propulsor de cuerno para las jabalinas con el que entrenaban desde pequeños y que provocaba una peculiar deformación del codo.
Como consecuencia de prácticas culturales, se conocen efectos similares en las tibias y pies de los japoneses, por la costumbre de sentarse sobre sus talones durante mucho tiempo, o los derivados del ya abandonado vendaje de los pies a las niñas chinas.
Sin embargo, otros hábitos culturales más primitivos podrían haber contribuido a una cierta presión selectiva hacia poblaciones robustas. Seguramente, en la Edad de Piedra los padres solo entregarían a sus hijas a los mejores cazadores, capaces de sobrevivir y mantenerlas. “Si tienes una población que entrena para cazar desde niños, donde los más enclenques mueren o apenas se reproducen, los factores medioambientales pueden dar lugar a una cierta predisposición genética en el grupo hacia la robustez”, manifiesta Markku Niskanen. Sin embargo, tanto él como sus colegas consideran que las diferencias apreciadas por su estudio se deben principalmente a factores del entorno. Aunque muchos de ellos constituyan aún un misterio, como por qué los habitantes de los Alpes Dináricos (en el norte de la antigua Yugoslavia) han ostentado el récord europeo de altura desde el Mesolítico.
Más evidentes resultan los motivos de la diferencia histórica de talla entre ricos y pobres. Ya entre los s. I y IV, los restos óseos enterrados junto a objetos exóticos (y por tanto, más valiosos) en tumbas danesas corresponden a individuos más grandes que los encontrados sin presentes funerarios.
Latitud y color de piel
En cuanto a la trayectoria de la piel de nuestros antepasados, la morfología de los huesos poco puede decirnos al respecto. “De lo poco que estamos seguros todos es de que este rasgo va asociado a la latitud”, aclara María Dolores Garralda. En las zonas de poca insolación, la tonalidad más clara ayuda a procesar mejor la vitamina D, un recurso adaptativo que puede jugar malas pasadas en los desplazamientos de población. Como ejemplo, la profesora menciona que el Gobierno británico empezó hace años a incluir suplementos de dicha vitamina en las harinas que consumen los inmigrantes de países como India y Pakistán, porque habían empezado a presentar problemas de salud.
Para obtener detalles más concretos sobre este rasgo, y sobre el color de los ojos y el pelo, deberemos confiar en una aproximación diferente al estudio de nuestros antepasados. A finales de junio se recuperó por primera vez genoma humano de dos individuos mesolíticos de hace 7.000 años. El equipo internacional ha descubierto que los habitantes actuales de la Península no estamos emparentados con ellos, y su coordinador, Carles Lalueza-Fox, del Instituto de Biología Evolutiva (Universitat Pompeu Fabra-CSIC), declara: “Aún no tenemos detalles sobre el físico, pero estamos en condiciones de obtenerlos, así como de reconstruir las migraciones dentro del continente europeo, las afinidades entre poblaciones y los procesos microevolutivos”. Así podremos rellenar con mayor precisión la galería de retratos familiares.
Pilar Gil Villar