Pero el epicentro del viaje del Beagle está en las islas Galápagos. Aquí, y a lo largo del mes que duró su estancia en el archipiélago, Darwin reunió suficientes datos para elaborar su importante Teoría de la Evolución. En Galápagos no deja de sorprenderse con lo que encuentra: “La Historia Natural de estas islas es curiosísima y merece especial atención. La mayor parte de los seres que en ella viven son aborígenes y no se encuentran en ninguna otra parte; aún hay diferencia notable entre los que habitan en las diversas islas… Me veo movido a creer que, en un período geológicamente moderno, el archipiélago ha estado cubierto por el mar. En tal supuesto, así en lo que se refiere al espacio como al tiempo, me parece acercarnos mejor al gran hecho ­–que es un misterio entre los misterios–: a saber, la primera aparición de nuevos seres en el globo que habitamos”.

Sorprende mucho la actividad y coraje que desplegó el joven Darwin en su recorrido, sobre todo cuando se compara con su vida posterior, del todo sedentaria. Pero en realidad no hay un gran cambio con el Darwin anterior al Beagle, que fue siempre un gran deportista y un adolescente muy inquieto. La ruptura vital se produjo luego, a la vuelta. No se puede decir, sin embargo, que el mundo por el que viajó Darwin permaneciera por aquel entonces aún ignoto y en tinieblas. Él no vivió las épocas de las grandes exploraciones, aunque, obviamente, en sus días quedaba mucho trabajo por hacer. No, no era un mundo por conocer, era un mundo por entender. En eso, en cuanto a la geología y la biología, permanecía aún virgen, porque no había explicaciones para lo que los ojos veían y los libros y mapas ilustraban. Y Darwin, él solo, lo entendió todo. Vaya si lo hizo.

Redacción QUO