SER HUMANO

Pequeños y matones

Una fuga a las Antillas
Con ocho años, Julio Verne asistía en París a la escuela de madame Sambain, la viuda de un marino que le contaba anécdotas de los viajes que realizó con su esposo. Aquellos relatos despertaron su pasión por la aventura. Así, el escritor contó en su autobiografía, Recuerdos de infancia y juventud, que cuando su padre le mandó interno a un colegio, trató de fugarse. Hizo una cuerda con sábanas y se descolgó por la ventana, pero fue sorprendido por un jardinero. Charles-Noël Martin relata en su libro La obra y la vida de Julio Verne que el muchacho realizó un segundo intento de fuga con once años. Pretendía llegar a Marsella y embarcar rumbo a las Antillas para conseguir un collar de perlas y regalárselo a su prima, de la que estaba enamorado. Por esa aventura se ganó una paliza de su padre, quien le hizo prometer que desde ese día solo viajaría con la imaginación.
Villano precoz
Las travesuras de Verne fueron realmente un juego de niños comparadas con las de otro muchacho destinado a hacerse (tristemente) famoso: Al Capone. El pequeño Alphonse ya apuntaba maneras desde su más tierna infancia, porque con solo doce años fue expulsado de su escuela en Nueva York por escupirle en la cara a un profesor. Nunca volvió a pisar un colegio, y para que no perdiera el tiempo holgazaneando en las calles, sus padres le buscaron un trabajo en una tienda de dulces. Allí, según la biografía escrita por John Kobler, se hizo amigo de Johnnie Torrio, un mangante que controlaba las pandillas juveniles del barrio del Bronx. “Para un chico como Capone, que era tan duro y espabilado pese a su corta edad, las bandas suponían la vía de escape más rápida a una vida de privaciones y trabajo duro”, escribió Ko­bler. “Al, como otros muchos chicos, ejercía de correo, recogiendo para los gánsters las recaudaciones de las salas de jue­go. Además, él y sus nuevos compañeros se peleaban, fumaban y bebían alcohol”.

Asesinato de un pez
El gusto por la violencia de Quentin Tarantino se manifestó en su más tierna edad, porque con cuatro años liquidó a su primera víctima: un pez. “Lo saqué de la pecera, lo tiré al suelo y lo pisé”, relató en una entrevista concedida a EFE durante su visita a España en 2003. “Pero no quiero que nadie piense que era un niño sádico, ni cosas por el estilo. No me di cuenta de lo que había hecho hasta que el pobre bicho ya estaba reventado”. Igualmente, su madre, Connie, se sorprendía de que cada vez que el crío jugaba con sus soldaditos, de su boca salía una retahíla de tacos digna de una taberna. Cuando ella le reprendía, él respondía: “No soy yo quien dice esas cosas, mamá. Son los personajes, que hablan así”. Paralelamente, en el colegio, Quentin destacó por ser negado para todas las materias. “Yo era ese niño tonto al que le cuesta seguir a sus compañeros”, confesó el director de cine.

Traumas de muerte
Las obsesiones literarias de muchísimos escritores están enraizadas en su infancia.?James Ellroy vivió una de las peores experiencias que se pueden sufrir en la niñez: con diez años estaba pasando unos días en casa de unos familiares cuando recibió la noticia de que su madre, que se dedicaba a la prostitución, había sido asesinada. El crimen nunca se resolvió, y Ellroy lo recreó en su novela La dalia negra. Una experiencia similar la vivió Stephen King, quien, a los doce años, quedó impresionado por el asesinato de un niño de su vecindario. Las muertes de críos de corta edad son una constante en sus novelas posteriores: It, Cementerio de animales, etc. Curiosamente, J. R. R. Tolkien, autor de El señor de los anillos, descubrió su pasión por los mundos fantásticos a los seis años, después de picarle una tarántula que le dejó al borde de la muerte. El futuro escritor pasó su convalecencia leyendo una enciclopedia sobre criaturas mitológicas, que años después formarían su universo literario.

Redacción QUO

Redacción QUO

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