Si el proceso de investidura que estamos viviendo en España nos parece complejo y delicado, consolémonos pensando que a lo largo de la historia ha habido algunas que han acabado como el rosario de la aurora. Incluso, han provocado guerras. Tal es el caso de la llamada Querella de las investiduras, que en el año 1075 enfrento al papa Gregorio VII con el emperador Enrique IV, cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico.
La causa del conflicto radicó en la ceremonia de investidura de los señores a los que el soberano iba a entregar determinados feudos que se consideraban eclesiásticos. La iglesia consideraba que dichos feudos solo podían entregarse a obispos o clérigos. Pero el emperador no lo veía de la misma manera. Incluso se otorgó el derecho de investir a vasallos laicos como señores de dichos feudos y, a la vez, concederles una dignidad eclesiástica nombrándoles obispos. Algo que el papa consideró intolerable, ya que la Iglesia no permitía que un laico pudiera nombrar sacerdotes u obispos.
La disputa por este tema primero se libro en el campo diplomático, pero acabó trasladándose al de batalla. En el año 1084, el rey Enrique IV se puso al frente de un ejército y marchó sobre Roma, provocando la huída del papa. Eso hizo que el emperador nombrara un nuevo pontífice, Clemente III, al que sus enemigos apodaron el antipapa.
Pero el legítimo papa, Gregorio VII, no se resignó y contrató los servicios de un aventurero normando llamado Roberto Guiscardo quien, al frente de un ejército de mercenarios musulmanes (paradojas de la historia: musulmanes luchando al servicio del papa católico) se lanzó a la reconquista de Roma. Vencieron y el emperador Enrique IV y el antipapa tuvieron que salir huyendo. Pero los mercenarios cometieron tantas atrocidades y saqueos tras su victoria, que el papa quedó deslegitimado para ocupar de nuevo la silla de San Pedro, por lo que se vió obligado a renunciar y ceder el puesto a un nuevo pontífice, Urbano II.
Redacción QUO