Recordando épocas en las que al contemplar, por ejemplo, la grandeza de la selva brasileña, llegaba al “firme convencimiento de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma”, Darwin, ya próxima su muerte, manifestaba: “No concibo que esas convicciones y sentimientos íntimos tengan valor alguno como evidencia de lo que realmente existe. El estado mental que las escenas grandiosas despertaban en mí años atrás, y que estaba íntimamente relacionado con la creencia en Dios, no difería en su esencia de lo que a menudo denominamos sentido de lo sublime; y por difícil que sea explicar el origen de este sentido, mal puede ofrecerse como un argumento a favor de la existencia de Dios; pues no es más que poderosos, aunque indefinidos, sentimientos muy similares a los evocados por la música”. Sin embargo, en El origen de las especies fue precavido, ya que no se atrevió a incluir explícitamente a la especie humana en sus argumentaciones, con la intención de no perturbar los sentimientos de sus lectores. Esto es algo que llevó a cabo con la publicación de otro libro: El origen del hombre, y la selección con relación al sexo, publicado en 1871. En él podemos leer: “La principal conclusión a que llegamos en esta obra, es decir, que el hombre desciende de alguna forma inferiormente organizada, será, según me temo, muy desagradable para muchos. Pero difícilmente habrá la menor duda en reconocer que descendemos de esos bárbaros”.

La confrontación de 1860 en Oxford
De todas maneras, cuáles eran las implicaciones de la teoría darwiniana era algo que estuvo claro desde el principio para casi todos, por lo que no hubo que esperar hasta la aparición de El origen del hombre para que surgieran vehementes críticas. Un ejemplo destacado, y temprano, es el debate público que tuvo lugar el 30 de junio de 1860, durante una de las sesiones de la multitudinaria reunión anual de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. En aquella ocasión se enfrentaron el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, y el biólogo Thomas Henry Huxley, que ha pasado a la historia de la ciencia, junto a sus distinguidas contribuciones a las ciencias naturales, como el campeón en la defensa de la Teoría de la Evolución. El reverendo W. H. Freemantle, que asistió a aquella confrontación, nos dejó una descripción de la discusión, de la que destacó unos párrafos: “El obispo estaba manifestando con retórica exageración que no existía prácticamente ninguna evidencia en favor de Darwin… Y entonces, comenzó a burlarse con estas palabras: ‘Querría preguntar al profesor Huxley, que está sentado a mi lado…, acerca de su creen­cia en que desciende de un mono. ¿Procede esta ascendencia del lado de su abuelo o del de su abuela?’ Y entonces, adoptando un tono más grave, afirmó, en una solemne perorata, que las ideas de Darwin eran contrarias a lo revelado por Dios en las Escrituras”. A esta cuestión, Thomas Henry Huxley respondió con unas palabras memorables: “No sentiría ninguna vergüenza en caso de haber surgido de semejante origen; pero sí que me avergonzaría proceder de alguien que prostituye los dones de la cultura y la elocuencia al servicio de los prejuicios y de la falsedad”. El tiempo, se dice, cura todas las heridas. Y así, y a la vista del éxito explicativo que la teoría de Darwin ha ido obteniendo, cada vez con más intensidad, se podría pensar que las objeciones que, procedentes de las convicciones religiosas, se opusieron inicialmente a ella terminaron por desaparecer, o, como mínimo, por adoptar posturas discretas.

La persistencia del creacionismo
Sin embargo, no ha sido así. Y no solo en cuanto se refiere a las ideas de personas, sino también, en algunos lugares, en el ámbito legislativo. Lugares como en los Estados Unidos. El 21 de marzo de 1925, la asamblea legislativa de Tennessee aprobó la denominada ley que establecía que sería “ilegal para cualquier profesor en cualquiera de las universidades, escuelas normales o cualquier otra escuela pública del Estado… enseñar cualquier teoría que niegue el relato de la creación divina del hombre tal como se enseña en la Biblia, y enseñar, en cambio, que el hombre desciende de un orden animal inferior”. Las consecuencias de la nueva ley no se hicieron esperar: dos meses después de promulgada, un profesor de Instituto en Dayton, John Scopes, fue detenido y acusado de enseñar la teoría darwiniana y llevado a juicio. El juicio, conocido como el “Juicio del Mono”, comenzó el 10 de julio de 1925 y terminó ocupando las primeras páginas de todos los periódicos estadounidenses. Su dimensión político-religiosa se hacía aún más evidente si tenemos en cuenta que representaba a la acusación el político William J. Bryan, quien había dirigido el Departamento de Asuntos Exteriores con el presidente Woodrow Wilson y que fue nombrado tres veces candidato a la presidencia por el Partido Demócrata. Como defensor de Scopes actuó el abogado Clarence Darrow, quien sacó a Bryan al banquillo y le preguntó si creía que el Sol se había detenido en favor de Josué para prolongar el día de la batalla, como se lee en la Biblia. “Acepto la Biblia de manera absoluta”, respondió el político convertido en fiscal. Y entonces, Darrow continuó: “¿Cree usted que en aquellos tiempos el Sol giraba alrededor de la Tierra?” “Sí, lo creo”, respondió Bryan. Por su parte, Darrow resumió sus argumentos de la siguiente manera: “Hoy son los profesores de las escuelas públicas; mañana, los de las privadas. Al día siguiente, los predicadores… Las revistas, los libros, los periódicos. Al cabo de poco tiempo, señoría, el hombre se volverá contra el hombre y un credo contra otro credo, hasta que retrocedamos con banderas desplegadas y a tambor batiente hacia los tiempos gloriosos del siglo XVI, cuando los fanáticos encendían sarmientos para quemar a las personas que osaban llevar a la mente humana algo de inteligencia, ilustración y cultura”. En la sentencia, el profesor Scopes fue declarado culpable y multado con 100 dólares. Sin embargo, el veredicto fue finalmente revocado por un tecnicismo, y las Autoridades de Tennessee no presentaron ningún recurso. Victoriosos en Tennessee, los fundamentalistas contrarios a la idea de evolución presionaron en 1926 y 1927 para que se introdujeran en otros estados leyes antievolución, y lo lograron en Mississippi y Arkansas. No fue hasta 1967 cuando la ley de Tennessee fue revocada, y al año siguiente el Tribunal Supremo de Estados Unidos declaró inconstitucional la ley de Arkansas. Sin embargo, esto no significó el final de los esfuerzos de los creacionistas, que pusieron en marcha una nueva estrategia: reclamar leyes de “Trato Equilibrado”; es decir, que se enseñase en las escuelas el creacionismo de la misma manera que el evolucionismo, como dos teorías comparables. Un momento importante en esta nueva estrategia tuvo lugar más de medio siglo después del juicio de Tennessee, cuando cristianos fundamentalistas de Arkansas presionaron a sus legisladores para que aprobaran la denominada “Ley 590”, en la que se solicitaba el mismo tiempo para las teorías evolucionistas y para el creacionismo bíblico. La ley en cuestión condujo a la celebración de un juicio en Little Rock, entre el 7 y el 16 de diciembre de 1981, en el que se pretendía recusar la nueva ley. El 5 de enero de 1982, el juez falló a favor del demandante, la American Civil Liberties Union. La ciencia de la crea­ción, se estipulaba en la sentencia, no podía considerarse una explicación o teoría científica alternativa. La Ley 590, concluía el juez, era un intento de imponer la religión en una escuela sostenida por el Estado, lo que constituía una violación de la Primera Enmienda de la Constitución Federal. Diecisiete años después de esta sentencia, en 1999, el Consejo Escolar de Kansas tomó la postura más radical: aprobó eliminar la evolución, así como la teoría del Big Bang, de los programas científicos del Estado. No se prohibía su enseñanza, pero sí que el tema se incluyese en los exámenes que se realizaran en todo el Estado. Asimismo, en octubre y noviembre de 2004, la Junta de Directores de Escuela del Área de Dover (Pensilvania) aprobó una serie de normas que pretendían colocar al mismo nivel la idea de que alguien –un Dios– debió de diseñar la vida (y en particular la humana) al mismo nivel que el evolucionismo científico. En lugar de “creacionismo”, ahora se hablaba de “diseño inteligente”.

Redacción QUO