El profesor Jesús María González, del Instituto de Magnetismo Aplicado, considera que tres kilómetros sería una distancia más prudente. De este Instituto de la Universidad Complutense salieron las primeras pulseras encargadas por la Comunidad de Madrid en 2004. Funcionan con radiaciones electromagnéticas que emite uno de los aparatos en una frecuencia especial. Cuando la radiación encuentra la de otro aparato, puede calcular la distancia entre ambos. La señal llega a la Policía por un móvil. Las nuevas pulseras telemáticas las llevan presos en tercer grado. Permiten que el recluso salga del centro durante un tiempo. Si lo rebasa, salta la alarma. Están fabricadas con neopreno, material resistente al agua, para que no necesite quitársela ni siquiera en la ducha.
La nueva remesa de pulseras que se repartirá dentro de unas semanas será similar a los localizadores GPS actuales. Parecen collares, MP3, relojes o mandos de garaje. Son dispositivos discretos que no estigmatizan, ni a la víctima, ni al agresor, y sí deberían disuadir del delito, sobre todo en el caso de los pederastas en sus primeras salidas. En este supuesto, las alarmas saltarían en las proximidades de colegios. Aunque nuestro actual Derecho Penal no permite esta medida una vez cumplida la pena, salvo que la recoja la sentencia.
El equipo del ingeniero electrónico Federico Barrero, de la Universidad de Sevilla, está desarrollando, junto a la empresa Visión Sistemas de Localización, una tecnología basada en la del Keruve, un localizador para personas con alzhéimer: “Permitirá monitorizar las órdenes de alejamiento, y alertar rápidamente a los implicados y a los poderes públicos”. Se explorarán el hardware y el software de modernos sistemas electrónicos con capacidad de interacción con otros sistemas públicos y privados. “Pretendemos desarrollar un prototipo de comunidad virtual con la tecnología Web 2.0, que permitirá la creación de redes sociales de aislamiento y la ayuda de expertos jurídicos y psicológicos”.
Aunque la tecnología a veces juega también del lado del delincuente. Muchos terroristas han utilizado, por ejemplo, las nuevas consolas para pergeñar ataques. En algunas cárceles, como las británicas, están prohibidas. Por otro lado, Reino Unido, que cumple ahora su décimo aniversario en el uso de pulseras telemáticas, ofrece un balance positivo de ellas: 145.000 personas han podido aliviar su condena, y el porcentaje de satisfacción ronda el 80%. En Argentina, la tasa de fracaso es mayor. Allí, un preso que cumplía arresto domiciliario bajo un sistema de monitorización asesinó a cuatro personas. Lo hizo con un software, un corte en la línea telefónica y 500 pesos. En Canadá, Suecia y Australia, la tasa de conformidad alcanza el 90%. Obama ha solicitado un análisis para aplicar pulseras a miles de reclusos más.
Estas medidas, a la vez de integración y de defensa de la sociedad, no se conciben sin una revisión de las cárceles (véase el recuadro de arriba). En la macroprisión gaditana Puerto III, la innovación tecnológica se combina con programas de tratamiento para drogodependientes y condenados por violencia de género o agresión sexual. Se han incorporado detectores antivándalos y sistemas electrónicos de toma de huellas dactilares. La prisión mexicana de Iztapalapa, una de las más conflictivas del planeta, comienza a dotarse con avanzada tecnología. El edificio será panóptico: se construirá de modo que todo su interior sea visible desde un solo punto. Pero todo sistema ha resultado ineficaz a la hora de templar la ira del preso. Ni en las prisiones de máxima seguridad de EEUU, Oak Park Heights Supermax, el correccional Lebanon de Ohio…, han podido evitar algunas reyertas sonadas. Será porque la cárcel, aunque la modernidad esté lavando su cara, nunca dejará de ser ese sitio donde, como dijo Cervantes: “Toda incomodidad tiene su asiento y todo ruido hace su habitación”.

Redacción QUO