La exposición al sol nos aporta grandes beneficios a nuestra salud: incrementa la respuesta muscular, aumenta el sistema inmunológico, mejora el ánimo y aporta vitamina D, pero también supone graves riesgos si no nos exponemos con moderación y protección.

El sol emite radiación como una onda electromagnética. Estas ondas también son producidas por una radio, solo que con diferente frecuencia. Estas presentan frecuencias bajas, pero si las variásemos nos encontraríamos con otro tipo de ondas que comprenden el espectro electromagnético. Por ejemplo, por encima de ellas tendríamos las infrarrojas, unas ondas que no podemos ver, pero sí detectar ya que las desprenden todos los cuerpos calientes.

Con mayor frecuencia que estas encontramos las ondas visibles, las cuales nuestro cerebro interpreta y traduce en colores. Le sigue por encima la radiación ultravioleta, un tipo de radiación que nuestros ojos no pueden ver pero que sí podemos sentir y de forma muy patente cuando llega hasta nuestra piel. Dentro de esa radiación ultravioleta que emite el sol podemos distinguir tres tipos: la ultravioleta A, B y C, pero afortunadamente no todas llegan hasta nosotros.

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Nuestro “salvador”: el ozono

En la atmósfera, aproximadamente entre 15 y 50 kilómetros de altura se encuentra el ozono estratosférico (llamado así por estar en la estratosfera). Este gas actúa como filtro o escudo protector de radiaciones tan nocivas como algunos tipos de radiación ultravioleta. Esta capa bloquea, junto al oxígeno, la llegada de la radiación ultravioleta C a nosotros, muy nociva debido a su alta energía y que nos provocaría graves lesiones y enfermedades.

La radiación ultravioleta B es filtrada parcialmente por esta capa, pero una parte llega hasta nosotros junto la de tipo A, ambos responsables del bronceado, pero también de serios problemas de salud.

El bronceado, una defensa de nuestro cuerpo

Cuando estas dos radiaciones ultravioletas llegan hasta nuestra piel se activa un mecanismo de defensa: el bronceado. En nuestra piel tenemos varias capas y en ellas unas células especializadas llamadas melanocitos, que producen melanina y que además de otorgarnos nuestro color de piel natural, nos protege de los rayos solares.

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La melanina se oxida al entrar en contacto con la radiación solar, provocando la activación del bronceado que refuerza nuestra piel y evita que se queme. Sin embargo, si la radiación ultravioleta es muy intensa, como lo es actualmente, necesitamos usar protección solar y moderar nuestra exposición solar para evitar quemaduras graves.

Por otro lado, la radiación ultravioleta B a pesar de ser filtrada en parte por el ozono, llega hasta nosotros y penetra en la parte superficial de la piel, donde provoca daños en el ADN además de broncear la piel. La radiación ultravioleta A, es la mayor responsable del bronceado, pero al llegar hasta la parte más profunda de la piel, producen envejecimiento prematuro, aparición de arrugas y perdida del tono de la piel.

¿Nos quema más el sol en los últimos años?

Según investigadores de la Universidad de Girona y del Instituto de Tecnología de Zurich se demostró que desde la década de los ochenta la radiación solar que llega a la Península Ibérica ha aumentado un 2.3% cada década, asociado a la menor presencia de nubes. Esto podría ir acompañado de una mayor cantidad de radiación ultravioleta con peores consecuencias.

Sin embargo, esto no solo ocurre en España, hay diversos trabajos que muestran que la radiación solar ultravioleta es más perjudicial en la actualidad, también asociado a una variación en la distribución del ozono global que, a pesar de que se está recuperando en los últimos años, llevamos dañando desde los años ochenta.

Redacción QUO