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Dicen que si un día quitaran el porno de la red, la única página que quedara en pie diría: “Bring back the porn” (Que vuelva el porno). Si es verdad que el sexo es el virus que ataca primero a las nuevas tecnologías, como aseguraba Gerard van der Leun en el primer número de la revista Wired, cuando llega una que reduce el coste al mínimo y sube la potencia de distribución al máximo, tenemos el vehículo perfecto para ese virus. Pero cuidado: el sexo sigue siendo sexo; lo que internet ha cambiado es todo lo demás.

Unos meses después de que la red abriera sus puertas, en 1993, Gary Kremen registró el dominio Sex.com, vendido en 2005 por 12 millones de dólares. Diez años más tarde, la industria erótica ocupa el 20% del espacio digital. Hoy, el sexo online es algo tan ubicuo como la música en los centros comerciales, y sobre todo no es un es­tigma, sino un pujante fenómeno cultural. “Vivimos en una sociedad que no solo ha aceptado el porno, sino que lo ansía lujuriosamente desde un punto de vista intelectual”, comentaba David Amsden hace unos meses en la revista New York. La pornografía no es solo algo aceptable; ¡es lo más!”

Esta corriente, que los publicitarios llaman pornomanía, los fashionistas llaman pornochic y los agoreros Nación Porno (parafraseando el famoso libro Nación Prozac que retrató a la Generación X de mediados de los 90) ha atraído a intelectuales, artistas, cineastas, diseñadores y músicos. Y ha convertido en agentes y usuarios a un colectivo inesperado: el de la mujer.

Ellas han tomado las riendas de la pornografía, las estrellas del hardcore (antaño escondidas en tugurios online), hoy se pasean por las colinas doradas de Hollywood como grandes estrellas.

Andrea Dworkin, la feminista que se hizo famosa a mediados de la década de 1980 por su violenta cruzada contra la industria del sexo, tenía razón en una cosa: la pornografía ha salido del gueto para convertirse en cultura popular. O, como dice la escritora Naomi Wolf, el mundo se ha “empornografiado”.

“Piensan que el porno para chicas son parejas arrullándose en una cama con dosel”, ironiza Tristan Taormino, escritora, actriz, directora y productora de cine erótico, “pero lo que nos aburre son los diálogos cutres y la mala iluminación”. Tanto ella como la actriz y escritora Violet Blue, editora de Tinynibbles.com y autora de la Guía del porno para chicas listas, se autodefinen como post-post-post-feministas y escriben columnas sobre sexo y pornografía para varios medios estadounidenses. Las dos coinciden en que la clave es siempre el buen gusto y una producción que invite a la lujuria sin insultar al resto de los sentidos.

“Nos gustan los desnudos explícitos”, explica Debauchette, editora de la revista erótica Beautiful & Depraved, “pero nos repele la falta de gusto, porque nos parece que abarata el sexo”.

Dentro de esas premisas hay una comunidad prolífera: la pionera Candida Royalle es romántica, la moderna Erika Lust es alterativa. Maria Beatty (Bleu Productions), una de las grandes favoritas, combina la producción exquisita con el fetiche y la dominación; muchas exploran lo retro, con actrices de largos cabellos vestidas de pin-ups. Lo importante es revertir el molde tradicional de muñeca rubia con pechos operados y bronceado alienígena por otro que se parezca más a los ideales de belleza contemporáneos.

Redacción QUO