Era el día tochtli (el conejo), el octavo de los veinte en los que se dividían los meses del calendario azteca, cuando los nativos mexicanos vieron acercarse a la costa lo que describieron como “montañas que se movían sobre el agua con hombres barbados sobre ellas”. Eran las naves de la expedición de Hernán Cortés. Corría el año 1518 de nuestra era y comenzaba así la conquista de México; una epopeya llena de valor por ambos bandos, pero también de ambición desmedida, que supuso el choque sangriento de dos culturas.
Un hombre insubordinado
Hernán Cortés nació en 1485 en Medellín, en la provincia española de Badajoz. Estudió leyes por imposición familiar, pero su vocación se inclinaba hacia las armas y trató infructuosamente en varias ocasiones de enrolarse en las tropas de Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán. En 1511, sus ansias de aventura se vieron colmadas cuando logró formar parte de la expedición de Diego Velázquez para conquistar Cuba. Por sus méritos en esta campaña, obtuvo tierras y esclavos, y el cargo de alcalde de la recién fundada ciudad de Santiago. Se casó, además, con la cuñada del propio Velázquez, Catalina Suárez. Todo esto podría hacer pensar que Cortés se encontraba en una situación social inmejorable, pero no era así. Su carácter individualista y rebelde, y su creciente ambición, le llevaron a enemistarse con su poderoso cuñado, que había sido recompensado con el cargo de gobernador de la isla.
El soberano azteca murió apedreado por su propio pueblo cuando trataba de evitar una rebelión
En 1518, Diego Velázquez puso en marcha una espectacular expedición para explorar la península del Yucatán. Pese a sus reticencias iniciales, le concedió el mando de la misma a Cortés, después de que sus consejeros le convencieran de que era el hombre más adecuado para dicha misión, pero no tardó mucho en arrepentirse de aquella decisión. Según cuenta Bernal Díaz del Castillo, cronista que relató de primera mano toda la epopeya de la conquista de México, un bufón del gobernador, apodado Cervantes el Loco, despertó las suspicacias de su señor cantándole una copla burlesca en la que le alertaba de la incapacidad de dominar con facilidad a un hombre tan decidido como el conquistador extremeño. El propio Velázquez se presentó en el muelle para impedir la partida de Cortés, pero este, rodeado por sus hombres armados, se encaró con él y se negó a obedecer sus órdenes. Incapaz de detener aquella insubordinación, Velázquez vio cómo la expedición se hacía a la mar.
La formaban once naves, en las que habían embarcado más de quinientos soldados, dieciséis jinetes, trece arcabuceros y casi doscientos indios y negros como auxiliares de la tropa. Iban equipados, además, con treinta y dos caballos y diez cañones de bronce. Todavía hizo un último intento el gobernador de Cuba por recuperar el control de la situación, enviando un mensajero en una gabarra para recordarle a Cortés que el único objetivo de su expedición era explorar la costa, pero que no tenía ninguna autorización para lanzarse a la conquista de nuevas tierras. Aunque, por supuesto, su rebelde subalterno no pensaba hacerle ningún caso.
Una guía y una amante
Al arribar la flota a la isla de Cozumel (situada a dos kilómetros de la actual Cancún), Cortés y sus hombres descubrieron a dos náufragos españoles, llamados Gerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, viviendo con los indios. El primero de ellos se unió a la expedición, pero el segundo, que se había casado con la hija del jefe local y ya tenía varios hijos, se quedó a vivir con los indígenas. Aunque a través de ellos tuvo el conquistador español las primeras noticias de la grandiosidad del Imperio Azteca, considerado el mayor de toda América, poblado (según algunas estimaciones) por casi quince millones de personas, y de la majestuosidad de su capital, Tenochtitlán.
El conquistador español tuvo como intérprete a una india apodada la Malinche, con la que, además, engendró un hijo
El primer enfrentamiento violento con los nativos mexicanos se produjo en la antigua ciudad maya de Potonchán, cuando sus habitantes se negaron a acoger a los expedicionarios por considerarlos “hombres terribles y mandones”, según relató con sus propias palabras Bernal Díaz del Castillo. Cortés y sus hombres derrotaron sin demasiada dificultad a los indios, y fue aquí donde conocieron a una indígena apodada la Malinche. Esta mujer se unió a la expedición y, además de convertirse en amante del líder español (con quien tuvo incluso un hijo), les hizo de guía e intérprete.
Paralelamente, Cortés comenzó a percibir que su expedición estaba dividida en dos bandos. Por un lado, sus hombres más fieles le pedían que renegase de la autoridad del gobernador de Cuba y se proclamase a sí mismo señor de las nuevas tierras conquistadas. Pero por otra parte, muchos de sus soldados veían con recelo esta insubordinación y se seguían manteniendo leales a Diego Velázquez. Para evitar deserciones, el conquistador tomó una decisión drástica: destruir todas sus naves salvo una, que su colaborador más cercano, Alonso Portocarrero, utilizó para regresar a España e informar a Carlos V de que Hernán Cortés solo respondería de sus actos directamente ante el propio soberano, de quien seguía considerándose fiel vasallo.
Alianzas providenciales
El 16 de agosto de 1519, la expedición española inició su marcha hacia la capital del Imperio Azteca. Con menos de seiscientos hombres, no parecía que aquel pequeño ejército tuviera muchas posibilidades de imponerse sobre sus rivales, pero Hernán Cortés supo hacer una magistral jugada estratégica. Gracias a la Malinche, el conquistador supo que había muchos pueblos indígenas (los tlaxcaltecas, los totonacas…) que se sentían sojuzgados por los aztecas (o mexicas, como les llamaban los españoles) y estaban deseando liberarse de su yugo. Por eso, pactó con sus jefes y se alió con ellos para combatir al enemigo común, gracias a lo cual incorporó a su tropa a casi dos mil guerreros nativos.
Tras una serie de enfrentamientos violentos, entre los que se encuentra el que quizá sea el episodio más oscuro de toda la conquista, la matanza de Cholula (en la que los españoles y sus aliados mataron a casi cinco mil mexicas, al sospechar que en esa aldea trataban de tenderles una emboscada), el 8 de noviembre la expedición llegó frente la imponente ciudad de Tenochtitlán, la actual México DF, situada en medio de un lago.
Héroe sin recompensa
Tras la conquista de México, los enemigos de Cortés le acusaron ante Carlos V de quedarse con parte del botín que correspondía a la Corona. El rey nunca acabó de confiar en él, y aunque le nombró marqués, le escatimó muchos de los honores que él esperaba.
A la entrada de la ciudad, Hernán Cortés y el emperador azteca, Moctezuma II, se vieron por primera vez las caras. Alertado por los magos de la corte de que aquellos recién llegados eran seres de naturaleza sobrenatural, el soberano les ofreció su hospitalidad. Los españoles se instalaron en la ciudad, en el propio palacio real, donde descubrieron la existencia de su fabuloso tesoro. Pero su estancia allí no iba a ser placentera.
Con el paso del tiempo, los aztecas empezaron a concienciarse de que sus “huéspedes” de dioses tenían realmente muy poco, y empezaron además a sentirse muy molestos con su insaciable codicia, ya que la sed de oro de los conquistadores crecía cada día. Con todo, Moctezuma era partidario de mantener su amistad y acallaba la ira creciente de su pueblo. Pero las cosas se torcieron el 18 de junio de 1520.
A la ciudad llegaron noticias de que una nueva flota había arribado a la costa. Se trataba de un ejército, mandado por Pánfilo de Narváez, que el gobernador de Cuba había enviado para doblegar al levantisco Cortés, quien se vio obligado a abandonar Tenochtitlán con el grueso de su tropa hispano-india, para enfrentarse a ellos. En su ausencia, el capitán Pedro de Alvarado quedó al mando de la capital azteca.
Alvarado era un hombre colérico e impulsivo, que carecía de la mano izquierda y las dotes diplomáticas de su jefe. Por eso, cuando llegó a sus oídos el rumor de que los aztecas estaban planeando sublevarse, ordenó reunir a varios de sus líderes y, después, los hizo pasar a cuchillo. Drástica solución que lo único que hizo fue precipitar la rebelión indígena de forma dramática. Tras vencer a las tropas de Pánfilo de Narváez, Cortés incorporó a los españoles vencidos a su propio ejército y regresó a la capital, pero cuando llegó a la ciudad se produjo la sublevación. El propio Moctezuma trató de calmar a sus súbditos, pero estos le habían perdido el respeto, le apedrearon y resultó gravemente herido. Falleció pocos días después.
Los españoles se encontraron, así, sitiados en la misma ciudad que habían conquistado, y se atrincheraron en el palacio real. Pero los días pasaban y los víveres y el agua comenzaron a escasear. Por eso, la noche del 30 de junio, aprovechando un momento de calma y una torrencial lluvia, trataron de abandonar aquel lugar. Lograron llegar hasta la salida, pero cuando cruzaban las plataformas de piedra construidas sobre el lago que conducían a tierra firme, se desencadenó el desastre.
Miles de guerreros aztecas (que tal vez les estaban esperando) se lanzaron al ataque tanto por tierra, como desde el lago, embarcados en canoas. Los españoles, cogidos entre dos fuegos, murieron por decenas. La mayoría de ellos al caer al agua, ahogados por el peso de sus armas y corazas. Curiosamente, el responsable de todo aquello, Alvarado, fue de los afortunados que salvó el pellejo. Y de manera bastante ingeniosa. Se cuenta que, hundiendo su pica en el agua como si fuera una pértiga, logró saltar de una plataforma a otra hasta alejarse de sus enemigos. En total, algo menos de cuatrocientos españoles escaparon a la matanza.
Y nunca olvidarían aquella jornada, conocida para la historia como la Noche Triste.
El ‘milagro’ de Otumba
Pero los supervivientes se tomaron la revancha. Tras reorganizar a sus hombres, Cortés se dispuso a hacer frente a las tropas aztecas que les perseguían. Y si hubo un momento realmente épico en la conquista de México fue ese, la célebre batalla de Otumba, que se libró el 7 de julio.
Aunque estaban en inferioridad numérica frente a un ejército de casi cuatro mil aztecas, los españoles poco a poco se crecieron en la lucha. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que muchos de los hombres afirmaban haber visto al propio apóstol Santiago bajar de los cielos y luchar contra sus enemigos: “Aunque yo, seguramente por ser un gran pecador, no gocé del privilegio de ver tan gran prodigio”, escribió. Evidentemente, el apóstol no luchó en la batalla, pero su visión era fruto del ímpetu con que los conquistadores se enfrentaron al enemigo y que les sirvió para vencer de forma tan espectacular como inesperada. La batalla finalizó cuando un capitán llamado Salamanca mató de un lanzazo al nuevo líder azteca, Matlatzincátzin, y se apoderó de su penacho de plumas. Sin su jefe, los mexicas optaron por retirarse.
Cortés regresó triunfal a Tenochtitlán. La conquista de México ya era un hecho y solo tuvo que limitarse a apaciguar a algunos levantiscos. En ese período, la esposa que dejó en Cuba, Catalina, había fallecido en circunstancias nunca aclaradas, y el conquistador aprovechó su viudez para emparejarse con la hija del propio emperador mexica. Nunca se casó con ella por el rito eclesiástico, pero de su unión nació una hija llamada Leonor Cortés y Moctezuma.
Hernán Cortés regresó a España en varias ocasiones, la primera de ellas para rendir vasallaje a Carlos V y reconciliarse con él.
Pero nunca llegó a recuperar del todo la confianza del emperador. Además, sus días de gloria ya habían pasado, y pese a que realizó cuatro expediciones más, ninguna volvió a reportarle ni éxitos ni riquezas; aunque la tercera le sirvió al menos para descubrir el territorio de la actual California. Murió en el año 1547 en la localidad sevillana de Castilleja de la Cuesta, y dejó once hijos.
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