El corazón de los Alpes, nieve primavera, un 100% de pendiente a 1.850 km de altitud y un salto. Cien metros sobre dos esquís y a tumba abierta, para que el miedo no te paralice el cuerpo. Después, viento y velocidad, la mayor que pueda alcanzar un ser humano sin ayuda de motores. 200 kilómetros por hora en los ocho segundos que has tardado en leer esto.
Así es el esquí de velocidad –speed ski en inglés– o kilómetro lanzado, una locura convertida en deporte por los mineros noruegos llegados a las montañas californianas del siglo XIX. Hoy está reconocido como disciplina de la Federación Internacional de Esquí, oficial y minoritaria. Uno de sus representantes, el madrileño Jan Farrell, ha querido desvelarnos su minucioso, polifacético y exigente plan para batir el récord absoluto del mundo: los 254,8 km/h alcanzados por el italiano Ivan Origone el pasado 26 de marzo. La marca personal de Farrell está en los 231,66 km/h y así es su trabajo diario para salvar esa diferencia.
El director de Quo, Jorge Alcalde, se emplea a fondo para cerrar el traje de Jan sobre los alerones antes de la sesión fotográfica en nuestro plató.
El desafío
Descender en línea recta por un kilómetro de pendiente nevada. Los primeros 400 m para tomar impulso, los cien siguientes para acelerar al máximo en la zona delimitada con un cronómetro de dos células fotoeléctricas y los últimos 500 m para frenar.
En realidad, un billete de ida hacia la muerte y una puerta al placer: si consigues burlar la pendiente, el tifón de adrenalina te elevará hasta el cielo. El corazón de un corredor se acelera hasta las 169 pulsaciones por minuto y puede llegar a las 200 en la fase de velocidad. La sobrecarga física es tal que se prohíben más de dos saltos diarios en algunas pruebas.
Los esquiadores de velocidad reciben el aire como el ala de un avión
Desde fuera, podrías pensar que no hacen nada en esos 20 segundos. Las palabras del ingeniero aeronáutico Guy Dalla Riva, gran entusiasta de las primeras competiciones hacia 1930, lo desmienten: “Los esquiadores de velocidad reciben el aire como el ala de un avión. […] A cierta velocidad llegan a esquiar como salta una piedra plana en un estanque. Empiezan a volar. Nuestro reto es que ofrezcan la menor resistencia aerodinámica posible, pero disminuyendo la tendencia a elevarse”.
Rasgar el viento es el objetivo que explica todos los aspectos de este deporte, empezando por el traje.
Vestirse entre tres
Cuando acudió a nuestro plató para la sesión de fotos, Farrell advirtió: “a los diez minutos de vestirme, me pondré de mal humor”. Hubo que esperar para comprobar por qué. Puede tardar hasta una hora en uniformarse: el mono rojo se desliza con dificultad sobre los pantalones y la camiseta de la primera capa. Normalmente le ayudan dos personas, más útiles incluso a la hora de colocar los alerones: van tras la bota y hay que cubrirlos con el traje sin romper la cremallera. Ya cerrado, el mono es una cárcel. No le deja transpirar, aunque solo tiene 1,5 mm de grosor. “Te mueres de frío o de calor. A una temperatura de más de 0º C, se convierte en una auténtica sauna”. Los pies van atenazados por las botas dos tallas más pequeñas, porque incluso esos centímetros cuentan en el descenso como superficie de resistencia.
Ya enfundado, llega lo más extravagante del equipamiento: ese casco casi extraterrestre. Cubre la cabeza del corredor dibujando una sola línea hasta la espalda y los hombros. Garantiza que el cuello no sufra impidiéndole ir hacia atrás, pero aísla absolutamente. Cuando lo lleva puesto, hablamos a Jan por señas. No oye nada, aunque “una vez coloqué dentro un micrófono y grabé un ruido semejante al reactor de un avión. ¡Impresionante!”, relata.
El esquiador debe convertirse en un bloque, pero flexible, para no salir despedido
La lucha contra el aire lleva también a buscar pistas a gran altitud, donde el aire es más “fino”, y suspender pruebas con vientos de solo 15 km/h que podrían romper el frágil equilibrio sobre los esquíes. Pero sobre todo, impone esa postura tan peculiar como rabiosamente complicada de mantener, aunque sea unos segundos.
Ya Dalla Riva especificaba que el cuerpo debe permanecer simétrico y paralelo a la ladera y “las manos, hombros y nalgas crean turbulencias que lo ralentizan. Si se desplaza ligeramente el peso, por ejemplo, cuatro kilos del pie u hombro izquierdo hacia la derecha, puede salirse de la pista. Si la cabeza está demasiado alta, pierde velocidad. Si está demasiado baja, no ve hacia dónde va”.
Análisis, sentadillas…
Lo confirma Rafael Jácome, fisioterapetuta, director de GlobalPhysio y de los servicios médicos de Jan: “los pies han de estar siempre bien planos, para asegurar un perfecto deslizamiento”. El esquiador debe convertirse en un bloque, pero elástico, para no salir disparado a la mínima irregularidad del terreno. En la posición óptima tiene mucho que ver el conjunto del cuerpo y sobre todo “el muro anterior y posterior”. ¿Cómo se trabaja todo eso?
Basta un balón de entrenamiento para desafiar al cuerpo a mantener el equilibrio en la posición ideal, consciente de cada mínima desviación.
“A nosotros nos han dado un deportista genéticamente sobresaliente, pero ha habido que hacer adaptaciones propias de esta disciplina” nos cuenta Jácome, quien junto a Luis Fernández Rosa, jefe de servicios médicos del Atlético de Madrid B, lidera el equipo médico multidisciplinar encargado de monitorizar en todo momento el estado físico de Jan. Lo primero, conocer el estado del “material”. Antes de cada temporada realizan un reconocimiento y una valoración con –entre otros– electrocardiograma, tensiomiografía, prueba de esfuerzo, estudio isocinético de miembros inferiores y control ecográfico. El seguimiento a lo largo del año, si no hay lesiones, incluye cuatro hemogramas y controles antropométricos que miden los perímetros, pliegues cutáneos, músculo, grasa o hueso de cada segmento corporal. “A partir de ahí, y dependiendo del momento de la temporada podemos decidir, por ejemplo, rebajar grasa de los gemelos y aumentarla tras los isquiotibioperoneales [zona posterior del muslo]. No dejamos nada a la improvisación”. Se piden a los preparadores físicos diversas posibilidades de ejercicios con fines concretos. Por ejemplo, los músculos adecuados para compensar las leves secuelas de una antigua lesión de rodilla de Jan. Las propuestas se discuten con este y se establece un protocolo. “En su disciplina son fundamentales los entrenamientos de fuerza de manera isoinercial”.
Eso se traduce en unos 250 días de gimnasio al año, con 1,5 horas diarias sin contar el calentamiento. El esquiador asegura que “lo principal es hacer sentadillas”, pero también peso muerto (con un máximo en ambos casos de 220 kilos), equilibrio, elasticidad o trabajo aeróbico. Y los ejercicios específicos bajo la mirada de su entrenador personal, Agustín Blanco.
… y tecnología
Trabaja también desde hace poco más de un año con un aparato al alcance de muy pocos, la máquina Xcentric, de Smartcoach. Con ella se consigue una contracción excéntrica de los muslos: la que tiene lugar en tu bíceps si, mientras mantienes el brazo cerrado, alguien tira de tu muñeca con más fuerza en sentido contrario. Ayuda a los músculos de los deportistas de élite a soportar la gran tensión que generan. Los demás mortales solemos ejercitar “en concéntrico”, flexionando el brazo sin más.
La Xcentric permite afinar muchísimo. Por ejemplo: el glúteo medio centra la cabeza del fémur en la cadera y tira para mantener al corredor en la postura óptima a más de 200 km/h”, explica Jácome. “Mejorando el trabajo en excéntrico de este músculo garantizamos que cumple con esa sobresolicitación”. Jan se muestra más que satisfecho con el aparato: “nos ha permitido replicar mi movimiento ante las irregularidades del terreno”. Me explica que un bache allá arriba “primero te empuja hacia abajo. Tengo que contrarrestar en excéntrico [frenando el movimiento] e inmediatamente en concéntrico [presionando hacia abajo] para que la inercia no me escupa hacia arriba”.
El perfeccionamiento de la posición también requiere la visita al túnel de viento de Ginebra. Y, por supuesto, entrenamiento en nieve. Las exigencias del clima lo llevan al glaciar austríaco de Hintertux 4 o 5 días al mes en primavera, verano y otoño. Otro día acude a la Madrid Snow Zone, donde practica “la técnica base de los pies y la sensación de deslizamiento”. En invierno puede además cimentar fondo en La Pinilla.
El chute de adrenalina no llega hasta que empiezas a frenar y te das cuenta de la velocidad
La energía para toda esa actividad la obtiene con un menú que él decide a partir de los consejos de tres nutricionistas distintos. “Después de tantos años desarrollas tu propio criterio”. Cada vez más recurre a la alimentación natural: frutos rojos, como las antioxidantes cerezas Montmorency o té verde y menos cafeína y alcohol. Pero el secreto es entender el efecto de cada sustancia. Si la cafeína aumenta la cantidad de insulina, “mejor no pido un café después de comer”, explica. “Mientras sigas la dieta en un 95%, incluso te puedes permitir el 5% de capricho. Es más una actitud que una disciplina severa”. Eso sí, en competición puede consumir 4.000 calorías por jornada invertidas en el ejercicio de llegar a la cima para salir y combatir mientras el frío, el estrés y la altura.
Ese afán de entender todos los aspectos de su preparación –“me fascina todo lo que aprendo en mi trabajo”– se extiende al ámbito psicológico.
Contra el miedo: la mente
Cualquiera se echaría a temblar antes de lanzarse así ladera abajo. Jan reconoce que la noche antes de una prueba importante no duerme bien. “Pero este no es un deporte que se pueda hacer con miedo. Yo he aprendido a controlarlo y convertirlo en rendimiento deportivo. Aunque no es fácil, porque ambos están separados por una delgada línea”. Antes de cada prueba baja el ritmo de la respiración para disminuir sus pulsaciones, “como aprendí hace décadas en yoga”, apunta. Y lo disfruta.
Jan quiere utilizar la última tecnología para hacer vídeos que demuestren el deporte desde su perspectiva.
“Yo hago esto principalmente por el placer de circular rápido”, sonríe. “Cuando bajo es el momento más vivo y relajado de mi vida. Son 15 segundos críticos en los que la concentración es tal que te relajas. Puedo verme casi desde fuera, interactuando con el entorno. La respiración es corta y rápida, obligada por la postura. El aire me mueve, los esquís flotan y hacen lo que quieren para ser más rápidos. El control ahí es contraproducente, puede significar una caída. El chute de adrenalina no llega hasta que empiezas a frenar, ahí te das cuenta de la velocidad”.
La caída llegó en marzo de este año, “a 216 km/h. Inmediatamente me coloqué sobre la espalda, para que la fricción hiciera su efecto y me frenase. Recorrí así 300 m sintiéndome en una sartén hirviendo”. Sufrió hematomas y quemaduras de segundo grado y decidió no participar en la prueba que dio a Iván Origone el récord mundial cuatro días más tarde.
Durante meses conservó una ligera tendencia de su cuerpo a la cautela. “No conseguía agacharme del todo”, confiesa. Para combatirlo, reflexiona sobre sus reacciones y va modificándolas “una especie de autoterapia. Me divierte analizarme”.
Aún le queda tiempo para la Copa del Mundo, que se iniciará en febrero de 2017. Desde su 6º puesto en esa competición, Jan sigue buscando alzar el Globo de Cristal. A finales de septiembre ha comenzado sus visitas a Austria. Para sentirse vivo sobre la nieve: raudo y veloz.