«¿Cuándo descubrió que era poeta?» «Cuando me lo dijeron». Así respondía Ángel González en una entrevista a una pregunta sobre el origen de su vocación. Se cumplen hoy diez años de la muerte del que ha sido uno de los grandes poetas españoles del último medio siglo. Pero su obra sigue tan viva como siempre, para seguir siendo valorada y disfrutada por quienes siempre la apreciaron, y a la espera de ser descubierta por nuevas generaciones de lectores.

Ángel González nació el 6 de septiembre de 1925 en Oviedo. Su infancia quedó marcada por dos sucesos: la ausencia de su padre, que falleció cuando él solo tenía 18 años de edad, y las terribles secuelas de la guerra civil. Uno de sus hermanos, Manuel, fue fusilado por sus ideas republicanas, y el otro, Pedro, tuvo que exiliarse por la misma causa También padeció una salud precaria, y en 1943 le diagnosticaron tuberculosis, enfermedad de la que se recuperó, pero a consecuencia de la cual le quedó una insuficiencia respiratoria crónica.

Pero fue durante el período de convalecencia de su enfermedad cuando descubrió tres aficiones: la música, la pintura y la poesía. Y, aunque fue la tercera de ellas la que acabó despertando su vocación artística, nunca dejaría de cultivar las otras dos.

Estudió derecho y magisterio, y en 1950 viajó a Madrid para matricularse en la escuela de periodismo, aunque finalmente acabaría opositando al Ministerio de Obras Públicas. Pero su etapa de funcionario duraría poco, ya que en 1955 pidió una excedencia y se trasladó a Barcelona para trabajar como corrector en varias editoriales. Fue entonces cuando entabló contacto y amistad con otros poetas como Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo, lo que haría que su vocación poética terminara de eclosionar. Y así, en 1956, publicó su primer libro de poemas, Áspero mundo.

La obra de cualquier gran artista no puede resumirse ni clasificarse con etiquetas. Y la de Ángel González no es una excepción. Pese a ello, quienes aman su obra y la han estudiado, afirman que la pasión amorosa, el paso del tiempo, y la conciencia social y la libertad, son los grandes temas en torno a los que gira su poesía. 

La poesía de González fue muy apreciada por los lectores (no así por el régimen franquista y sus instituciones) casi desde el mismo momento de la publicación de su primer libro, y su prestigio cruzó más allá de nuestras fronteras. Prueba de ellos es que en 1970 fijó su residencia en Estados Unidos, dónde fue profesor en varias universidades, entre ellas la de Albuquerque, en Nuevo México, en la que se jubiló en 1993. Siguió residiendo allí, aunque nunca dejó de viajar a España. 

Su talla como poeta ha sido reconocida por numerosos premios, como el Príncipe de Asturias de las Letras, que recibió en 1985. y también con su nombramiento, en 1996, como miembro de la Real Academia Española, en la que ocupó el sillón «P». Aunque, paradójicamente, los amantes de su obra denuncian que durante muchos años se le excluyó (por su militancia de izquierdas y su compromiso político) de la selección de grandes poetas españoles contemporáneos incluida en los libros de texto.

Ángel González falleció el 12 de diciembre de 2008 a causa de esa insuficiencia respiratoria que le acompañó durante toda su vida. Y este primer aniversario de su muerte es una ocasión excelente para descubrir (quien no lo haya hecho aún) su obra). Es difícil seleccionar tan solo siete poemas suyos, pero esperamos que los que aquí os ofrecemos sirvan para rendir homenaje a este gran autor y, tal vez también, para descubrir su obra a algún nuevo lector.

Muerte en el olvido

 

Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
—oscuro, torpe, malo— el que la habita…

Artritis metafísica

 

Siempre alguna mujer me llevó de la nariz
(para no hacer mención de otros apéndices).

Anillado
como un mono doméstico,
salté de cama en cama.

¡Cuánta zalema alegre,
qué equilibrios tan altos y difíciles,
qué acrobacias tan ágiles,
qué risa!

Aunque era un espectáculo hilarante,
hubo quien se dolió de mis piruetas,
lo cual no es nada extraño:
en semejante trance
yo mismo
me rompí el alma en más de una ocasión.

Es una pena que esos golpes
que, entregados al júbilo del vuelo,
entonces casi no sentimos,
algunas tardes ahora,
en el otoño,
cuando amenaza lluvia
y viene el frío,
nos vuelvan a doler tanto en el alma;
renovado dolor que no permite
reconciliar el sueño interrumpido.

En esas condiciones no hay alivio posible:
ni el bálsamo falaz de la nostalgia,
ni el más firme consuelo del olvido.

(En la imagen, Ángel González con su esposa, la también poeta María Vela Zanetti)

A mano amada

A mano amada,
cuando la noche impone su costumbre de insomnio
y convierte
cada minuto en el aniversario
de todos los sucesos de una vida;

allí,
en la esquina más negra del desamparo, donde
el nunca y el ayer trazan su cruz de sombras,

los recuerdos me asaltan.

Unos empuñan tu mirada verde,
otros
apoyan en mi espalda
el alma blanca de un lejano sueño,
y con voz inaudible,
con implacables labios silenciosos,
¡el olvido o la vida!,
me reclaman.

Reconozco los rostros.
No hurto el cuerpo.

 

Cierro los ojos para ver
y siento
que me apuñalan fría,
justamente,
con ese hierro viejo:
la memoria.

 

Ciudad cero

Una revolución.
Luego una guerra.
En aquellos dos años —que eran
la quinta parte de toda mi vida—,
ya había experimentado sensaciones distintas.
Imaginé más tarde
lo que es la lucha en calidad de hombre.
Pero como tal niño,
la guerra, para mí, era tan sólo:
suspensión de las clases escolares,
Isabelita en bragas en el sótano,
cementerios de coches, pisos
abandonados, hambre indefinible,
sangre descubierta
en la tierra o las losas de la calle,
un terror que duraba
lo que el frágil rumor de los cristales
después de la explosión,
y el casi incomprensible
dolor de los adultos,
sus lágrimas, su miedo,
su ira sofocada,
que, por algún resquicio,
entraban en mi alma
para desvanecerse luego, pronto,
ante uno de los muchos
prodigios cotidianos: el hallazgo
de una bala aún caliente,
el incendio
de un edificio próximo,
los restos de un saqueo
—papeles y retratos
en medio de la calle…
Todo pasó,
todo es borroso ahora, todo
menos eso que apenas percibía
en aquel tiempo
y que, años más tarde,
resurgió en mi interior, ya para siempre:
este miedo difuso,
esta ira repentina,
estas imprevisibles
y verdaderas ganas de llorar.

Interpretación del pesimista

Nada es lo mismo, nada permanece.

Menosla Historia y las morcillas de mi tierra:

se hacen las dos con sangre, se repiten.

(De izquierda a derecha: Caballero Bonald, Gloria Fuertes, Gabriel Celaya, Ángel González, Manuel Vázquez Montalbán y José A. Goytisolo, en 1969).

 

Esperanza

Esperanza, 
araña negra del atardecer. 
Te paras 
no lejos de mi cuerpo 
abandonado, andas 
en torno a mí, 
tejiendo, rápida, 
inconsistentes hilos invisibles, 
te acercas, obstinada, 
y me acaricias casi con tu sombra 
pesada 
y leve a un tiempo. 
Agazapada 
bajo las piedras y las horas, 
esperaste, paciente, la llegada 
de esta tarde 
en la que nada 
es ya posible… 
Mi corazón: 
tu nido. 
Muerde en él, esperanza.

(En la foto, el poeta y Juan José Millás, siendo investidos Doctores Honoris Causa en la Universidad de Oviedo)

Me basta así

Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso—;
entonces,

si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando —luego— callas…
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta).