Sí. Un “te dejo” duele casi tanto como un bofetón. Hace mella en las mismas partes del cerebro que el dolor físico. “Me has roto el corazón” no es un decir: el reflejo neuronal de un abandono es casi tan intenso como si de verdad nos rasgaran un ventrículo. ¿Lo intuías? Todos los intuíamos, pero no fue hasta el año 2000 cuando Naomi Eisenberger, de la Universidad de California en Los Ángeles, comenzó a medir qué mecanismos cerebrales desatan el disgusto, el desagrado, la pena…
Puso a varios voluntarios a participar en un videojuego de pasarse la pelota en grupos de tres; en realidad, a cada uno se le decía que había dos personas más conectadas al juego en otra sala, cuando la verdad es que jugaba contra un programa. Ese software tenía orden de ir pasando cada vez menos la pelota a la “cobaya humana”, hasta casi ignorarla. Entonces era cuando el jugador “denostado” se revolvía en su asiento, increpaba al monitor y –lo más determinante– sufría una mayor actividad en la corteza cingular anterior dorsal (dACC), uno de los puntos de la llamada “red del dolor”, en los que el cerebro procesa las señales del dolor físico.
Más estudios posteriores que hurgaban en el rechazo social descubrieron que la ínsula anterior comenzaba a trabajar en casos así; y esa es precisamente la misma zona de la red del dolor que pide socorro cuando nos rompemos un hueso, por poner un ejemplo.
Asesinatos contra orgasmos
Hasta aquí hay sensaciones causadas por situaciones. Pero, ¿y las palabras que provocan esos estados de ánimo y, por lo tanto, esos dolores sentimentales y anatómicos? El estudio de ellas “está aún muy en pañales” pero ya está sacando muchas cosas en claro, tal como cuenta el psicólogo e investigador José Antonio Hinojosa, del Instituto Pluridisciplinar de la Universidad Complutense de Madrid. Junto con otros expertos ha publicado ya varios artículos en prestigiosas revistas del ramo, como Psychophysiology y Neuroscience Letters.
Hinojosa cuenta a Quo en su despacho que la primera dificultad de este tipo de estudios ha residido en determinar qué es una palabra alegre, insultante, deprimente… para luego estudiar su impacto en el individuo. Así que se determinó medir las palabras según dos criterios: la valencia –positiva, neutra o negativa– y la activación –poco excitante o muy excitante–. Mediante ese método de clasificación, la psicología ha puesto la lupa especialmente en las llamadas palabras “intensas”, aquellas cuyo nivel de activación es alto, ya sea para bien o para mal.
La emoción de la palabra que vamos a decir hace que ‘frenemos’ un momento el cerebro
O sea, se fijan en vocablos como “asesinato” y “orgasmo”, que no solo son negativas y positivas respectivamente, sino que lo son en grado muy alto. Realizando experimentos para medir cómo activan nuestro cerebro, comenzaron por el del hablante, y descubrieron que este es el primer excitado cuando las pronuncia. “La emoción de la palabra que vamos a decir modula nuestra producción del término que usamos”, comenta Hinojosa. Su estudio reveló que, cuando estamos a punto de decir una palabra neutra, el lenguaje fluye sin altibajos, pero cuando estamos a punto de pronunciar una negativa o positiva, nuestros procesos mentales de producción del lenguaje (codificación fonológica) se ven afectados, aunque sea imperceptiblemente; digamos que sufren un bache porque se interrumpe el proceso cognitivo inconscientemente.
Los extravertidos resisten mejor el dolor porque tienen más éxito social
Aun así, esta ciencia busca todavía la precisión, ya que los investigadores reconocen que cada palabra tiene un significado diferente “dependiendo de la vivencia previa de cada individuo” y del contexto. El psicólogo de la Complutense pone un ejemplo: “Muerte puede ser una palabra relajante si hablamos de otro [por ejemplo, alguien que estaba sufriendo], pero si nos referimos a la nuestra, es muy dolorosa”.
En el campus de Ann Arbour, de la Universidad de Michigan, realizaron otro experimento en el que se mezclaban sentimientos, palabras y dolor.
Allí pidieron a 40 personas que habían sufrido un fuerte desengaño amoroso en los seis meses precedentes que vieran fotos de sus exparejas y que recordaran detalles de la ruptura, incluidas frases y conversaciones. Mientras tanto, se monitorizaba la actividad cerebral. Un rato más tarde, se aplicaron descargas de calor en los brazos de estos despechados, para poder comparar la reacción de su masa gris. En ambos casos, la corteza cingular anterior dorsal y también la ínsula anterior se iluminaron; lo cual denota que el cuerpo recibe la angustia con la misma alerta que una quemazón. Era la primera vez que se constataba en un laboratorio.
Insúltame si quieres mi atención
El experimento de Michigan, no obstante, mezclaba dos elementos que José Antonio Hinojosa y sus compañeros Constantino Méndez-Bértolo y Miguel Ángel Pozo (también de la Complutense) quisieron separar para distinguir su impacto: imágenes y palabras. Su idea era ver si tenemos tan interiorizada la lengua que nos impacta tan deprisa y con tanta contundencia como las imágenes, las situaciones reales y las expresiones faciales.
Los psicólogos mostraron imágenes amenazantes –imaginemos, un lobo mostrando los dientes, a punto de mordernos–, y compararon su efecto en los voluntarios con otros en las que eso se describía con palabras: pongamos “un lobo va a morderte”. El resultado fue que la respuesta era más vehemente y rápida cuando se trataba de ver las fauces del cánido que ver el concepto escrito, “porque en el segundo caso se trata de un símbolo, y por tanto, es menos directo”, lo cual es un paso más, cuenta Hinojosa. Es decir, siempre nos resulta más horroroso presenciar una violación que oír o leer el relato.
Algo que estos investigadores también han querido comparar es el “pinchazo” que producen los conceptos negativos y los positivos; o sea, palabras no neutras. En 2007, estos psicólogos y el profesor Luis Carretié (Universidad Autónoma de Madrid) publicaron otro artículo en Neuroscience Letters donde detallaban, mediante técninas de neuroimagen, cómo los insultos revolucionan más nuestra mente que los halagos. Eso era de esperar, pero la explicación biológica está menos a la vista.
Normalmente, las respuestas a los peligros y agresiones alertan en mayor medida nuestros sistemas porque de ello puede depender la supervivencia. Es decir, no atender a que nos tiren un beso con la mano puede hacernos perder una oportunidad de aparearnos, cosa necesaria, es cierto; pero desatender una amenaza física podría acabar en la muerte, cosa más grave aún. Es más: las investigaciones delatan que el componente negativo de ciertas expresiones hace que las procesemos más deprisa incluso que otras que conocemos mejor pero son neutras, por si acaso urge defenderse.
Un niño que ha sufrido más reacciona especialmente a ciertos términos
Tanto mirar al cerebro que casi se nos olvida preguntarle a la genética. ¿Estamos algunos más predispuestos que otros a sufrir por culpa de una mala frase o es algo que aprendemos? Si le preguntamos a Hinojosa, y mirando solamente desde la psicología, concluimos que: “Está claro que la experiencia marca casi todo. Un niño que ha sufrido traumas, reacciona de un modo diferente a ciertos términos. Y también sabemos que los hijos de personas que utilizan menos palabras de tipo emocional, son menos sensibles a este tipo de expresiones.
De hecho, ellos también las usan menos. A veces, la reeducación sentimental se hace a base de obligarles a verbalizar emociones. Y funciona”. Pero, volviendo a la genética y a las investigaciones de Eisenberger en California, descubrimos que hay un gen (OPRM1) cuya mutación modifica la recepción de los opioides; es decir, nos hace más propensos a la depresión. Al mismo tiempo, los portadores de esta “versión” del gen son más sensibles al dolor físico y, según han cotejado, precisan más morfina para paliar las molestias tras una operación.
Lo cual, de nuevo, delata las estrechas relaciones entre el dolor físico y el emocional. Pero hay más: tomando historiales clínicos de personas que padecen dolor crónico, se ha observado que muchas de ellas habían sufrido situaciones traumáticas en la infancia. Se cree que los disgustos sobreestimulan la señal de alerta y ponen a trabajar la mencionada “red del dolor” hasta dejarla siempre “encendida”. Y también se sabe que las personas que más rechazo social sufren padecen más inflamaciones. Sin palabras nos dejan.
Redacción QUO