El genoma que prestó más ayuda de todos, por cierto, fue el del animal con quien tenemos un menor grado de parentesco: el pollo. O la gallina, claro. La mayor distancia evolutiva permitió evitar falsos resultados positivos. Habría que ir muy atrás en el tiempo para encontrar un antepasado nuestro que fuera a la vez antepasado del pollo. Los científicos estiman que vivió hace más de 300 millones de años, durante el periodo Carbonífero. Escurriéndose entre la maleza de helechos, y conviviendo con ciempiés de dos metros y libélulas del tamaño de loros, el aspecto de este venerable antepasado recordaría probablemente al de una lagartija. No solo era el tatarabuelo de pollos y humanos, sino también un ancestro de todos los mamíferos, todas las aves, todos los dinosaurios y todos los reptiles actuales (con la posible excepción, aún discutida, de las tortugas).
Esta antigua criatura ya tendría un sistema límbico y estructuras homólogas a la amígdala, que heredamos después todos sus descendientes. Este ancestro nos legó, además, los interruptores o potenciadores de los genes del estado del ánimo que acaban de localizarse en el gran mapa de nuestro genoma.
Ratones sin ganas de vivir
Ahora, los efectos de estas secuencias podrán ser estudiados en profundidad. Así, el ADN de miles de pacientes con depresión crónica será analizado para comprobar si poseen alguna mutación en los interruptores que les haga vulnerables. Además, todo este nuevo conocimiento quizá permita crear antidepresivos eficaces para aquellas personas a las que no les ha servido, por ahora, ningún medicamento. Pero aún no hemos respondido a los interrogantes iniciales: ¿pudieron sufrir depresión y ansiedad los dinosaurios? El Dr. MacKenzie nos pone en guardia: los científicos ni siquiera se ponen de acuerdo sobre si los ratones, animales mucho más cercanos, pueden deprimirse de un modo similar al de los humanos. Quienes lo afirman deciden que un ratón está “depre” cuando, tras someterlo a una situación desesperada, no intenta salvarse por sí mismo repetidamente. Pero otros colegas hacen importantes objeciones sobre la validez de este tipo de tests. Y, en segundo lugar: ¿podrán los dinosaurios ayudarnos a encontrar mejores tratamientos para la depresión? Esta sugerencia apareció primero en un periódico escocés, para propagarse después por la prensa mundial. Aparentemente tenía muy poco que ver con la investigación real. Los miembros del equipo de científicos primero se preocuparon; después se lo tomaron con humor. Y, sin embargo, el Dr. MacKenzie nos avisa de que hay cierta verdad en esos titulares: fueron las comparaciones entre el genoma humano y el genoma del pollo las que permitieron localizar con éxito los esquivos interruptores genéticos. Y el pollo, como el resto de las aves, está considerado y clasificado como un miembro no extinto del amplio grupo de los dinosaurios. En el nuevo sistema de clasificación, las aves son dinosaurios voladores del mismo modo que los murciélagos son mamíferos voladores. Las futuras aplicaciones médicas de esta investigación, efectivamente, tendremos que agradecérselas a un dinosaurio. Un dinosaurio gallináceo, pero dinosaurio al fin y al cabo.
Redacción QUO