A los escritores nos encantan las historias raras. De hecho, no conozco a ninguno que no recurra a ellas para dar volumen a sus relatos. El amor sublime, el crimen perfecto y el drama más desgarrador beben de situaciones que, si no fueran insólitas, no atraparían la atención del lector. Lo anómalo, lo extraordinario, lo que está fuera de lo común rompe nuestra visión lineal del mundo y nos atrae. Lo curioso es que no se trata de algo endémico de mi gremio; más bien parece un “defecto de fábrica” del cerebro humano. El tuyo, sin ir más lejos, se ha activado con las propuestas “extremas” impresas en la portada de esta revista. Piénsalo. Si no te hubieran llamado la atención, no estarías ahora leyéndome. Nuestra mente funciona así. Quizá por eso me convertí en un perseguidor de misterios. ¿O es que acaso existen historias más magnéticas que las que encierran un interrogante? Un enigma bien planteado se nos antoja irresistible, nos deja meditabundos durante un buen rato y nos empuja a pensar.

¡Por eso me encantan!

La ciencia, por cierto, no es ajena a lo “raro”. Me di cuenta de ello hace algunos años, mientras estudiaba al padre del pensamiento racionalista: René Descartes (1596-1650). Este científico y filósofo al que debemos el pensamiento crítico y la necesidad de comprobar cada afirmación antes de darla por buena –acuñó el axioma “pienso, luego existo”, pero inventó también el sistema de coordenadas que hace funcionar los modernos GPS y la tecnología de ordenadores–, tuvo una experiencia rayana en lo sobrenatural con solo 23 años. Su mente empezó a funcionar de otra forma a partir de entonces, a verlo todo desde un prisma diferente del de sus semejantes. Esta especie de epifanía cartesiana se desencadenó en la madrugada del 10 al 11 de noviembre de 1619. En esa época, Descartes se había alistado en el ejército al servicio del príncipe de Orange, y en aquella particular noche de San Martín, mientras sus compañeros la celebraban emborrachándose a orillas del Danubio, él buscó refugio en el interior de un horno. Necesitaba pensar, resolver algunos problemas matemáticos que le obsesionaban. Llevaba meses escribiéndose con un amigo de Breda, llamado Isaac Beeckham, discutiendo sobre si a través de la cábala y el misticismo sería posible conocer las leyes que rigen el universo. Beeckham y él se conocieron justo un año antes –el 11 de noviembre de 1618–, por lo que no resulta aventurado suponer que tenía esas conversaciones en mente cuando se encerró en su horno. En realidad, era una pequeña habitación con estufa de leña que se usaba para cocinar y calentarse en invierno, ubicada en Neuburg an der Donau. Fue allí donde, exhausto, terminó por dormirse y enfrentarse a tres extraños sueños consecutivos que cambiarían su vida… y la historia del pensamiento científico.

Convencido de la existencia del alma, Descartes (un gran creyente) la buscaba diseccionando cadáveres

Como en el célebre Cuento de Navidad de Charles Dickens, Descartes se enfrentó a tres visiones. En la primera se veía caminando por una calle de La Flèche, en el Loira francés, huyendo despavorido de unos fantasmas. De repente, una violenta tempestad de viento se cierne sobre el pueblo. Él avanza como puede hasta que tropieza con la fachada del colegio de los jesuitas en el que ha estudiado y decide buscar refugio en su interior. Piensa guarecerse en su capilla, pero se percata de que ha dejado atrás a una persona a la que no ha saludado. Es absurdo, sí, y también tarde para enmendar su error. El viento no le va a dejar retroceder. Justo entonces, al fondo de un patio, un segundo individuo, esta vez conocido suyo, le llama por su nombre y le muestra un melón que ha traído de tierras exóticas. “¡Qué extraño!”, piensa. Acaba de darse cuenta de que ninguno de aquellos transeúntes parece afectado por la tempestad. Todo el mundo camina erguido salvo él, que debe hacerlo encorvado, dolorido, como si pisara una clase distinta de suelo. Entonces, de improviso, el viento cesa y él deja atrás su pesadilla.

No es difícil imaginar por qué el filósofo creyó que acababa de sufrir el ataque de un espíritu maligno. Sabemos –lo dejó por escrito– que se quedó rezando durante un buen rato y que tardó en conciliar el sueño. Cuando al fin cerró los párpados de nuevo, se vio dentro de una vieja habitación justo en el momento en el que un ruido tremebundo estallaba al otro lado de la pared. Quiere creer que es un trueno causado por la tormenta de antes, pero no está seguro. Cuando se percata de que el cuarto se está llenando de chispas que caen del techo, sale del trance.

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Su última visión fue la más extravagante de las tres. Llegó casi al alba. Descartes se ve sentado en su escritorio leyendo una enciclopedia cuando algo le obliga a apartar aquel libro de la vista y a hacerse con otro: el Corpus Poetarum. Descartes lo reconoce enseguida. Se trata de una compilación de versos. Lo abre al azar. La égloga XV de Ausonio se muestra entonces diáfana ante sus ojos. “Quod vitæ sectabor iter?”, lee. “¿Qué camino debo seguir en esta vida?” En ese momento, un desconocido se presenta ante él y le tiende otro verso del mismo poeta, “Est et non”, pero desaparece dejándole sin el Corpus Poetarum y sin la enciclopedia. Tan perturbado se quedó por aquel último sueño que, en un estado de conciencia lúcido, pero sin atreverse a abandonar el lecho, Descartes comenzó a interpretar lo vivido.

¡De repente creyó comprenderlo todo! La enciclopedia representaba a todas las ciencias del saber humano, mientras que el Corpus Poetarum aludía al conocimiento que un anónimo trovador ponía en sus manos. Aquella noche Descartes aceptó que esa clase de personas, los creativos, los poetas, poseen una sabiduría equiparable a la de los filósofos. Disponen de la “divinité de l’enthousiasme”. El “Est et non” cimentó su idea de que un conocimiento solo puede ser “verdadero” o “falso”, y con él se embarcó en la titánica tarea por la que pasaría a la historia: su empeño de unificar las ciencias bajo un método común que buscara la verdad absoluta y creciera sobre el principio de la duda. Lo llamó mathesis universalis. Así, el melón del primer sueño se convirtió en la metáfora de su solitaria empresa, el viento en un espíritu del mal que a veces pretendía desviarle del camino a seguir, y el trueno y las chispas del segundo sueño en el espíritu de esa verdad que buscaba.

Como en una novela, en la biografía de Descartes hubo persecuciones, secretos y hermandades

René Descartes fue un hombre de su tiempo. Católico. Creyente en Dios y educado en un mundo todavía regido por los dogmas religiosos y las imágenes simbólicas. Diseccionó cadáveres en busca del alma, y hasta dedujo la existencia de Dios a partir de la imperfección del mundo. “Si vemos lo imperfecto”, dijo “es porque existe algo perfecto”. Estaba, pues, seguro de que su método de pensamiento lograría demostrar la existencia de lo trascendente, y su escrito El discurso del método (1637) se convirtió en el texto más influyente de su época. En su introducción habló de sus tres “sueños del horno”, defendió el uso de la razón y del intelecto sobre la imaginación y la emoción, y hasta la duda metódica –aplicada a todo– como herramienta… Pero, curiosamente, olvidó contarnos algo.

La secta de Descartes

En 2001, Edouard Mehl, profesor de Filosofía de la Universidad de Estrasburgo, concluyó su tesis doctoral sobre René Descartes. Su trabajó se centró especialmente en los momentos previos y posteriores a aquellos tres sueños de 1619, y descubrió que el joven filósofo tuvo cierta “ayuda exterior” para llegar a su revolucionaria visión de una ciencia basada en la razón. Según Mehl, sus correrías con las tropas católicas del príncipe Mauricio de Nassau le habían llevado desde Holanda hasta el sur de Alemania, cerca de Kassel, donde se hizo lugar entre un grupo de sabios discretos que buscaban ya una pronta unificación de todas las ciencias. Aquel colectivo llevaba algún tiempo imprimiendo manifiestos anónimos en los que alentaban a buscar la verdad aun por encima de la religión, lo que les obligó a mantener su identidad en secreto y a esconderse tras epítetos como “los invisibles” o la “hermandad Rosacruz”.

La hipótesis de Mehl no era del todo nueva. De hecho, el padre Adrien Baillet, el primer biógrafo de Descartes, ya hizo públicas en 1691 sus sospechas de que Descartes había simpatizado con los rosacruces. Ambos expertos coincidían en afirmar que poco después de sus visiones en el horno, Descartes viajó hasta Ulm para encontrarse con un matemático y místico de cierto renombre, llamado Johann Faulhaber, que debía formar parte del núcleo fundacional de esa secta. Su teoría apuntaba a una conclusión colosal: la filosofía de los rosacruces fue, en realidad, la que impulsó el moderno pensamiento científico. Las pruebas de esa amistad entre el factótum rosacruz de Ulm y el joven René Descartes se han localizado en los escritos de ambos.

No hay dudas al respecto. El primero publicó en 1622 un libro titulado Miracula arithmetica en el que agradecía la ayuda de cierto Polibio para resolver ecuaciones de cuarto grado, y hoy sabemos que Descartes llevó durante media vida un cuaderno de notas que pensaba publicar bajo el nombre de Polibio el Cosmopolita, con un nivel matemático similar. El título de ese futuro texto, Olympica, al parecer se inspiraba en tres textos rosacruces bastante conocidos: Rosarium novum olympicum (1606), Thesaurinella olympica aurea tripartita (1607) y Basilica chymica (1620), donde aparece la sentencia “Spiritus olympicus, seu homo invisibilis”. Su seudónimo también fue descifrado. Se trata de una versión de su propio nombre de pila (Re-né/Re-nacido. Poli-bio/Más vida) muy acorde a las ideas rosacruces sobre la longevidad y la reencarnación. Pero es que, además, ese manuscrito estaba dedicado “a GFRC”, esto es, a la Germania Fraternitate Rosæ Crucis.

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El vínculo entre Descartes y los rosacruces acabó siendo incómodo para él. La crítica rosacruciana a los nacionalismos, su vanguardista idea de crear “ciudadanos del mundo” en plenas guerras fronterizas europeas, además de su objetivo de someter la religión a la razón, eran garantía de problemas con todos los poderes del momento. Quizá por eso, Descartes llegó a decir en esas notas que siempre “avanzo enmascarado”, en clara alusión a que hay ciertos aspectos de su vida y de su obra que deseaba mantener ocultos… por seguridad.

En 1628, tras una larga época de flirteos con las hoy llamadas ciencias ocultas, el padre del cartesianismo decidió mudarse a Holanda por razones poco claras y en las que algunos biógrafos ven su terror a ser juzgado culpable de crecientes rumores sobre su relación con “los invisibles”. Los nexos eran cada vez más evidentes. Los rosacruces se vanagloriaban de tener como inspiradores a los seguidores de Pitágoras, que convirtió el estudio de la geometría en un camino místico, y la idea le fue afín.

Qué curioso que los pitagóricos consideraran que la comprensión del Universo pasaba por un proceso de renacimiento en el que sus miembros eran adoptados por la secta. Y qué curioso que ese ingreso al “gran conocimiento” tuvieran que hacerlo en ritos de aislamiento hoy olvidados –algunos expertos, como Peter Kinsgley, doctor en filosofía de la Universidad de Londres, los llaman “la incubación”–, tan parecidos a lo que Renacido Descartes experimentó aquella lejana noche de noviembre en su horno.

Lo dicho: la ciencia debe más de lo que parece a “lo raro”.

Otros 11 de noviembre

Descartes concedió una relevancia especial a la fecha del 11 de noviembre. Ese día de 1619 tuvo la misteriosa “experiencia en el horno” que orientó toda su filosofía científica. Pero el filósofo también sabía que en esa efeméride se habían producido otros importantes eventos científicos… y personales:

1572 Tycho Brahe observa una supernova en el cielo nocturno. Es la más importante de la que se tiene constancia desde la que originó la nebulosa del Cangrejo en el año 1054, consignada por astrónomos chinos.

1577 La observación de un cometa lleva a Brahe a abandonar la idea de que los cuerpos celestes están fijos.

1616 Descartes lee su tesis sobre leyes en la Universidad de Poitiers. Aún no ha decidido qué rumbo dar a su vida.

1618 Johannes Kepler observa el tercer cometa de ese año. Ese día, Descartes tiene su primer encuentro con Isaac Beeckam para discutir sobre matemáticas. Se harán amigos y el encuentro orientará su trayectoria hacia la ciencia.

1620 Un año después de los “sueños del horno”, Descartes se encuentra en Praga. En una nota correspondiente a ese día escribe algo que evoca revelación: “He empezado a concebir las bases de un descubrimiento admirable”. Algunos biógrafos creen que se trata de algo relacionado con lo que hoy conocemos como fórmula de Euler y que escondió en un cuaderno de notas cifrado, hoy perdido.

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Sueños científicos

Descartes no fue el único científico que soñó la solución a sus problemas.

La tabla periódica fue soñada por Dmitri Mendeléyev (1834-1907) una noche que se quedó dormido en su laboratorio tratando de hallar un orden para los elementos químicos.

Algo parecido le ocurrió a August Kekulé (1829-1896): una visión nocturna le hizo comprender la estructura molecular del benceno. Al exponer su hallazgo no ocultó su fuente, sino que animó a otros a explorarla. “Aprendamos de los sueños”, dijo; “quizá entonces encontremos la verdad”.

En pleno siglo XX, Niels Bohr soñó con la estructura del átomo que le haría merecedor del premio Nobel de Física en 1922. Al parecer, siguió el consejo de sus ilustres predecesores…

Bibliografía

Amir D. Aczel, El cuaderno secreto de Descartes. Biblioteca Buridán. Barcelona, 2008.

Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber. Atalanta. Girona, 2013.

Redacción QUO