El 18 de octubre de 1931, Thomas Alva Edison abrió sus ojos por penúltima vez. Según Hubert Howe, su médico personal, el inventor de 84 años llevaba once semanas sumido en una especie de coma intermitente del que sólo despertaba para murmurar extrañas frases sobre el más allá. Aquella fría mañana de otoño, temprano, Edison cabeceó en su mecedora, inhaló todo el aire que pudo y fijó sus ojos azules en el techo del dormitorio. Dejó que una sonrisa iluminara su rostro cansado y, con la mirada perdida en ninguna parte, murmuró algo que impactó al doctor: “Allí hay mucha belleza”. Al poco, su corazón se detuvo. Su reloj de pulsera también. Pero, en cambio, las especulaciones sobre si murió o no convencido de que había vida después de la vida, o si en alguna ocasión reunió pruebas científicas de ello, se pusieron en marcha en ese mismo momento… y aún hoy son objeto de acaloradas discusiones.

La historia comienza otro mes de octubre, veintiún años antes

En 1910, Thomas Alva Edison se encontraba en la cima de su carrera. Era el inventor por excelencia en Estados Unidos, una especie de “Steve Jobs” de principios de siglo tenido por héroe nacional. Y con razón: había llevado la luz eléctrica a los hogares. Sus compañías facturaban millones de dólares a través de sus revolucionarias patentes y, por si fuera poco, su vida familiar estaba en paz y sus tres hijos casi criados. Hacía ocho meses que había cumplido los 63 y, como muchos de su quinta, el gran Edison hablaba con cierta frecuencia de la muerte. En una extensa entrevista que concedió entonces a su amigo Edward Marshall para The New York Times con motivo del fallecimiento del prestigioso psicólogo de Harvard William James y de unas supuestas manifestaciones suyas desde el mundo de los espíritus, el entonces máximo referente público del pensamiento científico decidió manifestar su opinión al respecto. Lo hizo como se esperaba de un hombre como él: sin rodeos y yendo directamente al grano. Según Edison, lo sobrenatural sencillamente no existía, y lo que entonces se vinculaba a los fenómenos psíquicos terminaría encontrando, tarde o temprano, una explicación desde la óptica de lo material. Todo era, dijo, cuestión de tiempo.

En aquellas declaraciones dio incluso una vuelta de tuerca más a esa idea: despreció el valor del alma, su pretendida inmortalidad e incluso descartó la existencia del cielo. Y lo hizo avalado por la autoridad de quien había revolucionado su época con inventos que estaban sacando a su país de la era de las farolas de gas y de la máquina de vapor.

Por aquel entonces, Edison tenía más de 700 patentes a sus espaldas –llegaron a ser 1.093 durante los siguientes años–, y entre ellas algunas tan notables como el fonógrafo, el megáfono, un ingenioso proyector de cine llamado quinetoscopio, la lámpara incandescente predecesora de las modernas bombillas y un telégrafo bidireccional mucho mejor que el que había diseñado Samuel Morse.

Entre los 1.093 inventos que patentó nunca se encontró nada sobre un teléfono para comunicarse con el más allá

Quizá hoy resulte difícil hacerse una idea de lo mucho que el llamado mundo civilizado le admiraba. Y también comprender el peso que tuvieron aquellas opiniones en una sociedad pacata y tan dependiente de su fe como la norteamericana. “No. Esa idea de una existencia individual más allá de la tumba está equivocada. Nace de nuestra tenacidad por la vida, de nuestro deseo por continuar viviendo, de nuestro pavor de llegar al final como individuos”, declaró Edison.

Para él, el término espíritu carecía de valor. Todo estaba en el cerebro, al que consideraba “una maravillosa máquina de carne”.

Pongámonos, pues, en situación. A ojos de sus contemporáneos, el hombre que había inventado el futuro acababa de comprometer su salvación eterna dando alas –eso era lo peor– a la plaga de ateos que en esos días crecía a la sombra de los avances científicos. Incluso predicadores de diverso signo le advirtieron de que no se adentrara en terrenos que no eran los suyos. Y en su imagen pública quedó grabada a fuego la idea de que había osado cuestionar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma.

[image id=»65251″ data-caption=»En sus últimos años de vida, Edison dedicó gran parte de su energía a crear una máquina que le permitiera comunicarse con el más alllá.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Pero, contra todo pronóstico, aquella actitud arrogante cambiaría de forma inesperada solo una década más tarde. Edison siempre tuvo una personalidad cáustica, soberbia, lo que hizo más extraño aquel giro en sus creencias. En 1920, en unas declaraciones para la revista Scientific American, el científico reflexionó de nuevo sobre la muerte. De repente, admitió que el ser humano estaba dotado de “algo” que no era material ni químico y que podía trascender al óbito. Imaginó incluso una suerte de “nube” en la que podría almacenarse nuestra esencia una vez que abandonara el cuerpo. “Si nuestra personalidad sobrevive, entonces es estrictamente científico y lógico asumir que retiene la memoria, el intelecto y otras facultades y conocimientos que hemos adquirido en la Tierra”, declaró. Y añadió: “En consecuencia, si la personalidad existe tras eso que llamamos muerte, es razonable concluir que a aquellos que han dejado la Tierra les gustaría comunicarse con los que se han quedado aquí. Estoy tentado a creer que nuestra personalidad en el más allá es capaz de afectar a la materia. Y si este razonamiento es correcto, entonces, si pudiéramos desarrollar un instrumento tan delicado como para ser afectado por esas personalidades que han sobrevivido en la próxima vida, ese instrumento, cuando esté listo, podría grabar algo”.

Un teléfono para espíritus

El impacto de estas palabras en un medio tan aséptico como Scientific American tuvo, claro, consecuencias inmediatas. La revista American Magazine, de corte más popular, se hizo eco de las nuevas ideas del inventor con un titular de vértigo: “Edison trabaja en cómo comunicarse con el más allá”.

Y él no solo no lo desmintió, sino que a principios del año siguiente concedió una nueva entrevista, más en profundidad, otra vez a The New York Times. Sus páginas confirmaban la nueva aventura del científico: “Edison ha anunciado su entrada en una nueva esfera, la investigación psíquica”. ¿Era todo aquello una exageración periodística para vender más ejemplares? ¿O Edison, en efecto, había descubierto algo que le había hecho trastocar por completo su pensamiento?

El caso es que el inventor de la bombilla eléctrica, el otrora escéptico y ateo, reconocía de repente estar trabajando en una máquina eléctrica que permitiría la interacción con personas fallecidas. El origen de su interés había que buscarlo –se justificó– en las terribles cifras de muertos que, entre ambas entrevistas a The New York Times, habían llegado a América desde los frentes europeos de la Primera Guerra Mundial. Millones de personas habían perdido la vida en el conflicto, con lo que habían generado una ola de dolor como jamás se había visto. “Él sabe”, dijo el periódico sobre Edison, “que diez millones de hombres y mujeres que han perdido seres queridos en la Guerra están deseosos de una palabra; quieren creer en la existencia de una vida después de la vida que conocemos. Si sus investigaciones pudieran reconfortarlos, cree que sería bien recompensado”.

Entonces, ¿era eso, un negocio multimillonario e infinito, lo que estaba moviendo a Edison a construir lo que pronto se conoció como el “teléfono de los muertos”?

[image id=»65252″ data-caption=»Cuando el genio apareció en la televisiónPocos saben que John Logie Baird, uno de los padres de la televisión y el primero que consiguió retransmitir imágenes “en directo” en 1927, creyó haber hablado con Edison después de su muerte. Baird participó en varias sesiones espiritistas en su Escocia natal, y en una de ellas aseguró haberse comunicado con Edison en morse, e incluso haber mantenido con él una discusión sobre las bondades de la fotografía infrarroja.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Lo cierto es que… tampoco

El famoso inventor llevaba trabajando en un aparato para detectar la energía de los difuntos y comunicarse con ellos al menos desde 1917. Según él, esta “máquina del más allá” solo se entendería si antes se aceptaban ciertas conclusiones a las que había llegado. La primera, que cuerpo y mente son el resultado de reacciones físico-químicas más o menos conocidas. La segunda, que la vida debe entenderse como el producto de la unión de una serie de “unidades” infinitesimales impulsadas por las reacciones citadas. Un cuerpo humano –explicó– está integrado por unos cien billones de esas unidades. “Estimo que, grosso modo, en nuestro cuerpo tenemos alrededor de veinte mil millones de células, y cada célula alberga una comunidad de cinco mil unidades”. Algunas de esas unidades, más pequeñas “de lo que la mente humana es capaz de concebir”, son las que configuran nuestra memoria; son las depositarias de nuestras emociones, deseos y tendencias. Según Edison, cuando una persona muere, toda esa masa de “unidades de vida” se libera y busca otro lugar u organismo en el que acomodarse. “Simplemente, se alejan del cuerpo y dejan poco más que una estructura vacía. Y como son trabajadoras infatigables, buscan algo más que hacer. Entran en el cuerpo de otro humano o incluso empiezan a laborar en otra forma de vida”.

Once años antes de morir, Edison convocó a un grupo de científicos para exponer uno de sus inventos: la máquina para hablar con los muertos

Esta peculiar idea le llevó a concebir una máquina que fuera capaz de detectar la existencia de esa clase de “unidades” a nuestro alrededor. Pero, pese a que a partir de 1920 se refirió a ella de forma intermitente, siempre fue reticente a describirla en detalle. Decía que lo único que le interesaba al público era saber si funcionaba o no, y que les bastaba con tener la idea de que se trataba de un mecanismo de gran precisión y potencia que, al ser atravesado por estas “unidades de vida”, o aún mejor, “de personalidad”, dejarían huella de su paso y quedarían debidamente registradas.

La prueba ¿Definitiva?

En su entrevista para The New York Times de 1921, Edison estimó que su invento sería capaz de movilizar a todo un ejército de investigadores que podría resolver el problema en diez años. “Aunque reconoce que pueden pasar doscientos”, aseguró el periodista. Y diez, exactamente, fueron los que transcurrieron hasta que Edison murió… sin encontrar la demostración de sus “unidades de vida”. ¿O sí?

Solo dos años después del fallecimiento del inventor, la revista de divulgación científica Modern Mechanix publicó un artículo titulado El secreto de Edison, en el que contaba algo que, en modo alguno, ha pasado a sus biografías oficiales.

Según esta publicación, en el invierno de 1920, justo cuando el científico hizo sus explosivas declaraciones a Scientific American y a American Magazine sobre su “máquina para hablar con los muertos”, convocó a un grupo de científicos a su laboratorio para mostrarles un aparato pensado para captar la esencia de los espíritus. Al parecer, el ingenio consistía en una célula fotoeléctrica, una especie de lápiz de luz que se iluminaba en la oscuridad creando una especie de membrana fina pero muy tupida. La idea era que cualquier cosa que la atravesara, por sutil que fuera, dejara una impronta en ella.

El mismo artículo afirmaba que entre los científicos había también algunos espiritistas. A una orden de Edison, estos comenzaron a invocar la presencia de difuntos para que sus “unidades de vida” atravesaran esa cortina, pero tras horas de tensa y atenta espera, allí no ocurrió nada. Por eso, aquella reunión no trascendió. Y quizá por eso, Edison nunca presentó al público una máquina que no terminaba de funcionar, ni reveló jamás los nombres de quienes le acompañaron en aquel intento fallido.

[image id=»65253″ data-caption=»El último aliento Entre los amigos más cercanos de Edison estuvo el fundador de la compañía automovilística Ford, Henry Ford. Fue él quien convenció a uno de los hijos del inventor para que, cuando su padre falleciese, atrapara en un tubo de ensayo su último aliento. Ford estaba convencido de que ahí era donde se escondería su alma. Ese “suspiro” forma parte hoy del Museo Ford de Dearborn (Michigan) y demuestra lo preocupada que estuvo por la existencia del espíritu toda esa generación.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Lo que nunca sabremos

Lo cierto es que esa imagen de Edison rodeado de espiritistas tampoco debería sorprendernos demasiado. Sabemos que mucho antes de declararse ateo ingresó en una de las organizaciones ocultistas más importantes de aquel tiempo: la Sociedad Teosófica. Esa institución estaba presidida por una escritora rusa llamada Helena Blavatsky, quien aseguraba tener contactos con una “Gran Hermandad Blanca de Maestros Ascendidos” que regía en secreto el destino del mundo. Edison firmó su adhesión el 5 de abril de 1878 –con 31 años, cuando los seguidores de Madame Blavatsky eran aún pocos–, seguramente atraído por uno de sus objetivos fundacionales: “la investigación de las leyes inexplicables de la naturaleza y de los poderes latentes del hombre” (sic). Y aunque es evidente que después se distanció de esas creencias y que nunca presumió de ser miembro honorario de los teósofos, al final de sus días regresó a sus inquietudes de juventud.

En todo este asunto queda por despejar una última incógnita: ¿por qué a la muerte del inventor más grande del siglo XX, en ninguna de sus instalaciones, ni en su casa, ni entre sus abundantes notas y escritos inéditos, se encontró ni rastro de aquel ambicioso “teléfono de los muertos”?

¿O es que, acaso, ninguno de sus ayudantes fue capaz de reconocer un proyecto como aquel en el caos de su fabuloso legado?

Misterio.

Redacción QUO