Al final del ensayo, si el medicamento es útil de verdad, debe haber diferencias entre ambos grupos. Pero, aunque pueda parecerlo, dar placebo a la mitad de los enfermos del grupo de control no es éticamente reprochable, porque incluso ellos recibirán algún alivio: el que procede de sus propios y engañados cerebros. Este alivio es real, de modo que no solo están contribuyendo a mejorar el arsenal de la medicina, sino que reciben también beneficios propios mientras lo hacen. Lo malo (o lo bueno) es que en los últimos tiempos, y por razones desconocidas, el efecto placebo se está haciendo cada vez más intenso.
Tal vez la fe de los pacientes en la medicina tras siglos de éxitos en la lucha con la enfermedad mejora sus expectativas; quizá la alta tecnología que se usa habitualmente en los hospitales impresiona a los cerebros. El caso es que cada día resulta más difícil eliminar, o al menos reconocer y separar, la curación provocada por la sugestión de la que debe su éxito a los medicamentos. La paradoja es que esto hace que los tests clínicos sean más complejos y, por tanto, encontrar nuevas medicinas es más difícil.
Pero queda un interesante camino por explorar. Algunos médicos trabajan para conseguir utilizar el efecto placebo para curar, potenciar y dirigir sus efectos. De momento se encuentran con dificultades éticas y con la imprevisibilidad. Y es que en lo profundo de nuestras cabezas todavía hay mucho que desconocemos.
Redacción QUO
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