Los dinosaurios aprovechaban bien su nariz: además de para respirar y oler, también la utilizaban como dispositivo refrigerador. A esa conclusión ha llegado un equipo de la Universidad de Ohio con Jason Burke al frente, tras un amplio trabajo de reconstrucción. Intrigados por la función del apéndice nasal de estos animales, y dado que sus restos no incluyen tejidos blandos, recurrieron al estudio de sus parientes vivos: aves, cocodrilos y lagartos. Observaron cómo se desplaza el flujo de aire en ellos y después lo compararon con dos especies de dinos hervíboros: un Spaherotholus y un Stegoceras. Al intentar reproducir en ellos los descubrimientos de los animales actuales, encontraron unos finos apéndices de hueso en la cavidad nasal, (1) pero su situación no les permitía rozar el flujo de aire, por lo que no parecían tener una función olfativa.

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Una nueva ojeada llamó su atención hacia una especie de cresta (2) en una zona anterior del orificio nasal. Volvieron de nuevo la mirada hacia los pájaros y reptiles, y se dieron cuenta de que también la tenían y llevaban ancladas a ella unas estructuras llamadas cornetes, que sirven para filtrar el aire, humidificarlo y regular su temperatura. Al asumir su presencia en los dinosaurios estudiados, el recorrido del aire cambiaba y sí pasaba cerca de los apéndices de hueso. Como estos coincidían con una región cerebral olfativa bastante grande, los Stegoceras estudiados debían de ser unos estupendos sabuesos.

Pero además, al estudiar el flujo de sangre por la nariz (3), descubrieron que los cornetes podían enfriarlo para que llegase fresquito al cerebro. Ruger Porter, uno de los autores, comentó al respecto que “a lo mejor no era un gran cerebro, pero no querrían que se les asara”. Comprensible.

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Pilar Gil Villar