A los murciélagos ratoneros (Myotis nattereri) les gusta comer moscas, pero se encuentran con un problema de agenda. Cuando ellos empiezan a activarse, tras la caída del sol, ellas dejan de revolotear y se limitan a posarse o descansar en los techos. Su pequeño cuerpo no aparece en el radar de ecolocación de los murciélagos, para los que se vuelven invisibles. Hasta que el instinto las llama a la reproducción.

Según publica en Current Biology un equipo dirigido por Stefan Greif, durante la cópula el macho de la mosca común (Musca domestica) bate con fuerza las alas y emite un zumbido de amplia frecuencia detectable por sus predadores. Cuando los murciélagos se lanzan hacia él, encuentran a la pareja y se la comen, en un bocado con doble ración de nutrientes.

El estudio ha descubierto que sólo eran atacadas las moscas entregadas al sexo. La tasa de parejas copuladoras ingeridas en una noche llegó en algunos casos al 26%, aunque la media del estudio es del 5%. Greif, investigador del Instituto Max-Planck de Ornitología de Seewiesen (Alemania), nos explica que, a pesar de parecer pequeña, esta cifra coloca a las moscas ante un dilema importante: “si copulan durante más tiempo, tienen más posibilidades de engendrar, porque pueden liberar más esperma y porque reducen las oportunidades de que la hembra sea fecundada por otro macho. Pero el riesgo de muerte para la pareja aumenta”.

No se sabe si las moscas adaptan su comportamiento al posible peligro, pero Greif pretende seguir investigando en esa dirección. De momento, ya han aportado una prueba más a la asumida hipótesis de que la brevedad del encuentro sexual en la mayoría de los animales se debe a que aumenta su vulnerabilidad: además de disminuir su atención hacia el entorno, hace más evidente su presencia para los depredadores. Los murciélagos ya han aprendido a sacar de ello un buen provecho.

Pilar Gil Villar